Los humanos llegaron rápidamente, con estruendo.
Hacía rato que él y Sheelah estaban en los árboles. A petición de Hari se habían alejado unos kilómetros de la tribu. Yo-pan y Sheelah mostraban creciente angustia al separarse de los suyos. Se sobresaltaban ante cada movimiento sospechoso. Eso era natural, pues los pans aislados eran mucho más vulnerables.
El aterrizaje de los humanos no ayudó.
«Peligro», indicó Hari, cubriéndose una oreja para aludir al ruido de los deslizadores que aterrizaban.
«¿Adonde vamos?», preguntó Sheelah.
«Lejos.»
Ella negó con la cabeza. «Quedémonos aquí. Ellos se encargarán de nosotros.»
Eso harían, en efecto, pero no en el sentido en que quería decir Dors. Hari la interrumpió bruscamente, sacudiendo la cabeza. «Peligro.» Nunca se habían propuesto comunicar ideas complejas con sus señas y ahora él se sentía trabado, incapaz de comunicar sus sospechas.
Hari se pasó la mano por la garganta. Sheelah frunció el ceño.
Él se agachó y obligó a Yo-pan a coger una rama. Antes no había logrado que Yo-pan escribiera, pero ahora lo impulsaba la necesidad. Lentamente logró que las toscas manos dibujaran las letras. En el blando légamo escribió NOS QUIEREN MATAR.
Sheelah parecía desconcertada. Tal vez Dors actuaba bajo el supuesto de que la imposibilidad de ausentarse era un error temporal, pero había durado demasiado para eso.
El ruidoso aterrizaje confirmaba la corazonada de Hari. Un equipo común no habría perturbado tanto a los animales. Y nadie iría a buscarlos directamente. Repararían el dispositivo de inmersión, donde estaba el verdadero problema.
NOS RETIENEN AQUÍ, MATAN PANS, NOS MATAN. CULPAN A LOS ANIMALES.
Tenía buenos motivos para recelar. La lenta acumulación de detalles en la conducta de Vaddo. Sospechas, cuando menos, sobre la oficial de segundad.
El tiktok de Dors impediría a la oficial controlar los cerrojos de las cápsulas de inmersión, y rastrear la señal que las cápsulas enviaban a Yo-pan y Sheelah.
Así que estaban obligados a internarse en el bosque. Dejarlos morir en un «accidente» durante la inmersión quizá les permitiera eludir una investigación.
Los humanos seguían desplazándose ruidosamente, y eran suficientes como para respaldar su teoría. Sheelah entornó los ojos, frunció el entrecejo.
Apareció Dors la defensora. «¿Adonde?», preguntó Sheelah.
Él no tenía señas para una idea tan abstracta, así que garrapateó con la rama, LEJOS. De hecho, no tenía un plan.
VERIFICARÉ, escribió ella en la tierra.
Se dirigió hacia el ruido de los humanos que se desplegaban en el valle. Para un pan esa algarabía era irritante. Hari no permitiría que ella se perdiera de vista. Ella le indicó que retrocediera, pero él la siguió obstinadamente.
El matorral les dio refugio mientras echaban un vistazo al grupo que había aterrizado.
Estaban formando una línea a pocos cientos de metros, rodeando la zona donde se encontraba la tribu. ¿Por qué?
Hari entornó los ojos. La visión pan no era buena para las distancias. Los humanos habían sido cazadores, y uno podía distinguirlo tan sólo por los ojos.
Ahora casi todos necesitaban adminículos artificiales a los cuarenta años. O bien la civilización maltrataba los ojos, o bien los humanos de la prehistoria no habían vivido el tiempo suficiente para que los problemas oculares los privaran de su presa. Cualquiera de ambas conclusiones era desalentadora.
Los dos pans observaron a los humanos, y entre ellos Hari vio a Vaddo. Todos llevaban armas.
Por debajo del miedo sintió algo fuerte y oscuro.
Yo-pan temblaba, observando a los humanos con temor reverente. Los humanos parecían increíblemente altos a lo lejos, desplazándose con majestuosa y oscilante elegancia.
Hari flotaba por encima de esa oleada de emoción, combatiendo sus poderosos efectos. El respeto por esas figuras distantes surgía del borroso pasado del pan.
Eso lo sorprendió hasta que pensó en ello. A fin de cuentas, los animales eran criados y adiestrados por adultos mucho más listos y fuertes. La mayoría de las especies era como los pans, preparadas por la evolución para funcionar en una jerarquía de predominio. El respeto favorecía la adaptación.
Cuando se topaban con altivos humanos dotados de poderes abrumadores, capaces de repartir castigos y recompensas —literalmente, vida y muerte—, algo semejante al fervor religioso despertaba en ellos. Borroso, pero fuerte.
Encima de esa emoción cálida y tropical flotaba la satisfacción de la mera existencia. Ese pan era feliz de ser un pan, aun cuando viera a una criatura superior en poder y pensamiento. «Irónico», pensó Hari.
Su pan acababa de refutar la idea de que los humanos eran los únicos animales que tenían la autocomplacencia de felicitarse por pertenecer a su especie.
Abandonó sus abstracciones. Muy humano, meditar en medio de un peligro mortal.
NO PUEDEN ENCONTRARNOS ELECTRÓNICAMENTE, garrapateó en la arena.
TAL VEZ A POCA DISTANCIA, escribió Dors.
Los primeros disparos los sobresaltaron.
Los humanos habían encontrado a la tribu pan. Los gritos de miedo se mezclaron con los ásperos ladridos de los fulminadores.
«Vamos, vamos», indicó él.
Sheelah asintió y treparon rápidamente. Yo-pan temblaba.
El pan estaba profundamente asustado. También estaba triste. Reacio a abandonar la presencia de los reverenciados humanos, arrastraba los pasos.