Hari no se distendió del todo hasta que estuvieron sentados en una veranda de la Estación de Excursiones, a seis mil años luz de Trantor.
Dors miró cautelosamente el paisaje.
—¿Aquí estamos a salvo de los animales?
—Supongo que sí. Estas murallas son altas y hay perros guardianes. Electrodogos, creo.
—Bien. —Ella sonrió, dando a entender que revelaría un secreto—. Creo que he borrado nuestras huellas, por usar una metáfora animal. Hice desaparecer los registros de nuestra partida.
—Todavía creo que exageras.
—¿Que exagero? ¿Con un intento de homicidio? —Ella se mordió el labio sin ocultar su irritación. Hacía tiempo que habían resuelto esa discusión, pero por algún motivo él aún se oponía a que Dors lo protegiera tanto.
—Sólo acepté irme de Trantor para estudiar a los pans.
Hari vio la expresión de Dors y supo que ella intentaría disipar la tensión.
—Oh, eso sería útil. Y mejor aún sería que te divirtieras. Necesitas un descanso.
—Al menos no tendré que habérmelas con Lamurk.
Cleon había instituido lo que él denominaba «medidas tradicionales» para rastrear a los conspiradores. Algunos ya se habían fugado a los confines de la galaxia. Otros se habían suicidado… aparentemente.
Lamurk actuaba con discreción, fingiendo consternación ante «este ataque contra la textura misma de nuestro Imperio». Pero Lamurk aún conservaba suficientes votos en el Consejo Alto como para bloquear el intento de Cleon de nombrar a Hari primer ministro, así que el atasco continuaba. Hari estaba desconcertado.
—Trantor es peligroso —continuó Dors de buen humor, ignorando su huraño silencio—. Mi principal consideración fue que morirías si te quedabas allá.
Hari dejó de mirar el asombroso paisaje.
—¿Crees que la facción de Lamurk insistiría?
—Creo que podría insistir, y creo que eso basta para tomar precauciones.
—Entiendo. —No entendía, pero había aprendido a confiar en el juicio de Dors en asuntos mundanos. Por otra parte, necesitaba vacaciones.
Estar en un mundo viviente y natural… Durante sus años de sepultura en Trantor se había olvidado de la vividez de las cosas. Los verdes y amarillos se destacaban después de décadas de tramas de acero, aire reciclado y brillo de cristal.
Allí no había aeronaves en el profundo cielo, sólo el aleteo de los pájaros. Los riscos y peñascos parecían modelados apresuradamente con una espátula. Más allá de las murallas de la estación se veía un solo árbol, azotado por un viento furibundo. Su copa al fin echó a volar en un vendaval, sobrevolando llanos sombríos como un pájaro despedazado. Distantes y erosionadas mesetas presentaban estrías amarillas en sus flancos, que al encontrarse con el bosque adoptaban un color anaranjado que evocaba la herrumbre. Más allá del valle, donde patrullaban los pans, se extendía un dosel crepuscular oculto bajo nubes grises y azotado por los vientos.
Caía una llovizna fría, y Hari se preguntó qué se sentiría al cubrirse como un animal bajo esas láminas de humedad, sin esperanza de refugio ni calor. Tal vez la absoluta previsibilidad de Trantor fuera mejor, pero tenía sus dudas.
Señaló el bosque distante.
—¿Iremos allá?
Le gustaba ese lugar fresco, aunque el bosque era ominoso. Hacía largo tiempo que él había trabajado con sus manos, junto a su padre, en Helicón. Vivir al aire libre…
—No empieces a juzgar.
—Sólo me estoy anticipando.
Ella sonrió.
—Siempre tienes un polisílabo para designarlo, diga lo que yo diga.
—Las sendas parecen un poco… turísticas.
—Desde luego. Somos turistas.
El terreno se elevaba en picos filosos como hojalata cortada. En la espesura, la niebla se partía sobre rocas lisas y grises. Aun allí, en lo alto de un imponente risco, la Estación de Excursiones estaba bordeada por árboles pegajosos de corteza gruesa que se erguían sobre profundos ventisqueros de hojas muertas. Con troncos podridos semienterrados en las húmedas capas, el aire era tan denso que se tenía la sensación de respirar opio húmedo.
Dors terminó su trago y se levantó.
—Vamos a conversar con la gente.
Él la siguió dócilmente y supo de inmediato que era un error. La mayoría de los que habían asistido a la fiesta estaban vestidos con trajes de safari. Eran gentes rubicundas y entusiastas, aunque quizá fuera efecto de los estimulantes. Hari prefirió abstenerse, pues no le gustaba esa exacerbación descontrolada de los sentidos. Aun así, sonrió y trató de entablar charla menuda.
La charla no sólo era menuda, sino microscópica. ¿De dónde es usted? Ah, Trantor. ¿Cómo es? Nosotros somos de (un planeta cualquiera). ¿Nunca lo oyó nombrar? Claro que no. Veinticinco millones de mundos…
La mayoría eran primitivistas, atraídos por la singular experiencia que brindaba Panucopia. A cada instante repetían como un mantra las palabras «natural» y «vital».
—Qué alivio, estar lejos de las líneas rectas —dijo un hombre delgado.
—¿En qué sentido? —preguntó Hari, fingiendo interés.
—Bien, las líneas rectas no existen en la naturaleza. Es preciso que los humanos las pongan allí. —Suspiró—. ¡Me encanta estar libre de las líneas rectas!
Hari pensó en las agujas de pino, los estratos de roca metamórfica, el borde interior de una medialuna, los sedosos mechones de una telaraña, la línea de una rompiente, los diseños de los cristales, las blancas vetas de cuarzo sobre losas de granito, el horizonte de un lago en calma, las patas de las aves, las espinas del cacto, la embestida de flecha de un raptor, los troncos de los árboles jóvenes, los jirones de nubes arrastradas por el viento, las fisuras en el hielo, los dos lados de la V de las aves migratorias, los carámbanos.
—No es así —dijo, pero nada más.
Su laconismo se perdía en medio de la cháchara; los estimulante estaban causando efecto. Todos parloteaban, entusiasmados con posibilidad de sumergirse en la vida de las criaturas que poblaba aquellos valles. Hari escuchó en silencio, con curiosidad. Algunos deseaban compartir la visión del mundo de los animales gregarios, otros de los cazadores, otros de las aves. Hablaban como si se tratará de un evento atlético, una actitud que él no compartía. Aun así, guardaba silencio.
Al fin se escapó con Dors al pequeño parque que había junto a la estación, diseñado para que los visitantes se familiarizaran con el entorno local antes de la excursión. Panucopia, como se llamaba este mundo, no parecía tener una fauna nativa de gran tamaño. Había animales que él había visto en su infancia en Helicón, y corrales enteros de razas domésticas. Todas habían surgido de un linaje común, menos de cien mil años atrás, en la legendaria Tierra.
El singular patrimonio de Panucopia no estaba a la vista. Hari echó un vistazo a los corrales y pensó de nuevo en la galaxia. Su mente seguía abordando lo que él consideraba su Gran Problema, atacándolo desde muchos ángulos. Había aprendido a dejarla funcionar por su cuenta. Las ecuaciones psicohistóricas necesitaban análisis más profundos, términos que explicaran las propiedades básicas de la especie humana, tales como…
Animales. ¿Aquí había una clave?
A pesar de intentarlo durante milenios, los humanos habían domesticado pocas criaturas. Era preciso que las bestias salvajes poseyeran todo un conjunto de rasgos para domesticarlas. La mayoría tenía que ser animales gregarios, con patrones de sumisión instintiva que los humanos pudieran aprovechar. Tenían que ser apacibles; los rebaños que se sobresaltan ante un sonido extraño y no toleran a los intrusos son difíciles de conservar.
Por último, tenían que estar dispuestos a reproducirse en cautiverio. La mayoría de los humanos no deseaba cortejar y copular bajo la mirada vigilante de otros, y tampoco lo deseaba la mayoría de los animales.
Aquí, al igual que en muchos planetas del Imperio, había ovejas, cabras, vacas y llamas, ligeramente adaptados a ese mundo pero poco notables por lo demás. La similitud implicaba que todo se había hecho al mismo tiempo.
Excepto los pans. Eran una exclusividad de Panucopia. Quien los había llevado allí quizá estuviera intentando un experimento en domesticación, ¿pero por qué los documentos de hacía trece mil años se habían perdido? ¿Por qué?
Un electrodogo se acercó para olisquearlos, murmurando una disculpa ininteligible.
—Resulta interesante —le murmuró Hari a Dors— que los primitivistas aún quieran ser protegidos de lo salvaje por los domesticados.
—Bien, por cierto. Este tío es grande.
—¿No te pones sentimental con el estado natural? Alguna vez fuimos otro gran mamífero en una Tierra mítica.
—¿Mítica? No trabajo en esa área de la prehistoria, pero la mayoría de los historiadores creen que ese lugar existió.
—Claro, pero «tierra» sólo significa «suciedad» en las lenguas más antiguas, ¿verdad?
—Bien, teníamos que venir de alguna parte. —Dors reflexionó un instante y luego concedió—: Creo que ese estado natural podría ser agradable, pero…
—Quiero probar los pans.
—¿Qué? ¿Una inmersión? —Ella enarcó las cejas, alarmada.
—Ya que estamos aquí, ¿por qué no?
—No sé… bien, lo pensaré.
—Puedes salirte en cualquier momento, según dicen.
Ella cabeceó, frunció los labios.
—Nos sentiremos cómodos… igual que los pans.
—¿Te crees todo lo que lees en un folleto?
—Investigué un poco. Es una tecnología bien desarrollada.
Ella torció los labios con escepticismo. Hari sabía que no convenía presionarla. Que el tiempo hiciera su trabajo. El canino, grande y alerta, le olfateó la mano y murmuró:
—Buuuuenas nochesss, señorrr.
Hari lo acarició. En sus ojos veía cierto parentesco, un contacto instantáneo en el que no necesitaba pensar. Para alguien que vivía tanto tiempo encerrado en su cabeza, esta fricción con la realidad era bienvenida.
«Prueba significativa —pensó—. Tenemos un profundo pasado común.» Tal vez por eso deseaba sumergirse en un pan. Ir muy atrás, más allá de la desconcertante condición de ser humano.