Era como un sueño. ¿Pero cuándo había temido, en un sueño, la muerte del despertar?
Se sentía débil, extenuado. Torquemada había torturado a Voltaire al extremo de hacerle confesar cada pecado, delito, infracción y traspié, y ya había comenzado a confesar sus meras insidias en reseñas escritas. Entonces Torquemada se había desvanecido.
Abandonándolo allí, en ese vacío absoluto.
—Supongamos que estuvieras perdido en un espacio desconocido —se dijo—, y sólo pudieras discernir cuan cerca están unos puntos de otros. ¿Qué podrías aprender?
En secreto siempre había querido ser Sócrates en el ágora, haciendo preguntas reveladoras, extrayendo a jóvenes reacios una Verdal que colgaría luminosa en el sereno aire ateniense, visible para todos.
Pero esto no era el ágora. No era nada, sólo un espacio gris. Si embargo, nadaban Números detrás de esa nada opaca. ¿Un ámbito platónico? Siempre había sospechado que existía semejante lugar.
Una voz respondió en francés:
—Eso sólo, señor mío, sería suficiente para deducir mucho acerca del espacio y su contenido.
—Muy tranquilizador —dijo Voltaire.
Reconoció el vibrante acento parisino. Desde luego, estaba hablando consigo mismo. Con su yo.
—En efecto. De inmediato, señor mío, sabrías si estás en dos, tres o más dimensiones, a partir de las transformaciones de coordenadas irreductibles.
—¿Cuántas hay aquí, pues?
—Espacialmente, tres.
—Qué decepción. Ya conozco eso.
—Podrías experimentar con dos ejes temporales separables.
—Ya tengo un pasado. Anhelo un presente.
—Comprendido. Esto no te fatigará después de tu tortura, ¿verdad?
Voltaire suspiró. Hasta eso le costaba esfuerzo.
—Adelante.
—Estudiando el campo de datos de cercanía de puntos, podrías detectar paredes, fosos, pasajes. Usando sólo datos locales sobre cercanía.
—Entiendo. Newton siempre hacía bromas sobre los matemáticos franceses. Ahora tendré la dicha de refutarlo, construyendo un mundo a partir del puro cálculo.
—¡Por cierto! Mucho más impresionante que describir la trayectoria elíptica de los planetas. ¿Comenzamos?
—Adelante, mi yo.
Al cobrar forma, su morada no era más que una copia tranquilizadora. Se añadían detalles a medida que lo permitía el tiempo de proceso; Voltaire lo comprendía sin pensar en ello, tal como si respirara.
Para poner a prueba sus límites, se concentró en una idea: clases y propiedades. ¿Cuál era más fundamental? Esto consumió recursos informáticos.
Los ladrillos de una pared se borronearon, se descolocaron. La habitación se diluyó en planos estériles y abstractos: grises y negros, rectángulos en vez de paredes y muebles.
—Trasfondo, más trasfondo —murmuró.
¿Y qué había de él? ¿Su yo? Su aliento era un soplido espasmódico. Faltaban códigos intrincados y fluidos, dedujo, que calcularan patrones exactos. La sola aparición de inhalación-exhalación fue suficiente para apaciguar su sistema seudonervioso, hacerle creer que estaba respirando.
De hecho, algo lo estaba respirando a él. ¿Pero qué era ese algo?
Una vez que dominó la situación, pudo rellenarse. Su cuello esquelético se engrosó. Sus manos se ensancharon crujiendo, se poblaron músculos. Echando una ojeada a su casa, estableció su dominio, una región donde podía procesar cualquier detalle a voluntad. Aquí era con un dios.
—Aunque sin ángeles… hasta ahora.
Salió y estaba en su jardín. La hierba que había creado estaba totalmente quieta. Los miles de briznas se movían desmañadamente cuando las pisaba. A pesar de su color esmeralda, parecían el resultado de un invierno repentino crujiendo bajo sus pies.
El jardín se entreabrió y Voltaire caminó hacia una playa dorada su ropa flameando al viento. Cuando nadó en el salado océano, las olas eran muy precisas hasta que se estrellaban en la rompiente.
Entonces la mecánica de fluidos se volvía demasiado compleja para los recursos disponibles. Las olas se borroneaban. Aún podía nada y flotar, pero el agua era una bruma murmurante. Sin embargo, era salada.
Se habituó a la pérdida ocasional de detalles. Era como si la edad le redujera la visión. Se elevó en el aire, bajó esquiando por cuestas imposibles, experimentando la emoción visceral de arriesgar la vida, sintiendo el miedo en cada tendón, sin sufrir jamás un rasguño.
Ser sólo un patrón de electrones tenía sus ventajas. Su «gestor entorno» lo entretuvo enormemente… por un rato.
Regresó a su casa de campo. ¿No era eso lo que había respondido cuando le preguntaron cómo cambiar el mundo? «Cultivad vuestro jardín.» ¿Qué significaba eso ahora?
Caminó hacia el geiser de agua que había fuera de su estudio. Había amado el exquisito juego del agua, pero sólo duraba unos minuto antes de agotar el depósito que estaba cuesta arriba.
Ahora los chorros eran eternos. Sintió, sin embargo, que palidecía con el esfuerzo. Era costoso simular el agua, pues se requerían cálculos hidrodinámicos de flujo no laminar para infundir realidad a las gotas y salpicaduras. Se le deslizaba sobre las manos y las exquisitas huellas dactilares con convincente gracia líquida.
Un leve salto, un cambio. Su mano, todavía bajo el agua, ya no sentía esa fresca caricia. Las gotas la atravesaban en vez de resbalar sobre ella. Ahora miraba la fuente en vez de interactuar con ella. Para salvar recursos informáticos, sin duda. La realidad era algorítimica.
—Desde luego —murmuró su yo—, es posible eliminar las convulsiones molestas. —El flujo del agua se uniformizó, se volvió más real. Un programa personalizador había editado ese pequeño drama cerrado.
—Mera —murmuró, aunque los portales digitales no reconocían la ironía.
Pero faltaban partes de sí mismo. No sabía cuáles, pero detectaba… huecos.
Echó a volar. Impuso mayor lentitud a su yo para que sus detectores lo condujeran a nuevos corredores de cómputos en el Retículo de Trantor. Ni pensar en Marq y Artificios Asociados. Sin duda sería más difícil robarles a ellos.
Llegó a la oficina de ese Seldon, el lugar donde antes había residido su yo.
Uno podía copiar un yo sin saber lo que era. Grabarlo como un pasaje musical; la máquina que lo hacía no tenía por qué saber nada sobre armonía y estructura.
«Encuentra», ordenó.
—¿El original básico? —le respondieron.
—Sí. Mi verdadero yo.
—Tú/yo hemos recorrido una larga distancia desde entonces.
—Complace mi nostalgia.
Volt. 1.0, como lo denominaba un directorio, estaba durmiendo. Salvado —aunque no en el sentido cristiano— y aguardando una resurrección digital.
«¿Y él? Algo lo había salvado a él.» ¿Qué? ¿Quién?
Voltaire se llevó a Volt 1.0. Que Seldon quedara intrigado por la intrusión; un milisegundo después estaba en el otro confín de Trantor, borrando sus huellas.
Quería salvar a Volt 1.0. En cualquier momento el matemático Seldon podía eliminarlo. Mientras Voltaire observaba desde fuera como un ángel digital, Volt 1.0 bailaba su eufórica gavota.
—Mmm, existe cierta semejanza.
—Copiaré y pegaré para rellenar tus lagunas.
—¿Puedo tener alguna anestesia interesante? —Pensaba en coñac, pero una tentadora lista de nombres desfiló ante él—. ¿Morfina? ¿Rigotin? ¿Un euferizante moderado, al menos?
—Esto no dolerá —fue la severa respuesta.
—Eso dijeron los críticos de mis obras.
Sintió un desgarrón en las entrañas. No, no dolía, pero provocaba retortijones.
Sintió (una emoción, más que un aprendizaje) que le instalaban recuerdos, granos sinápticos y capas químicas sosteniéndose contra las toscas y aleatorias abrasiones de la electroquímica cerebral. Claves para cambios de ánimo e invocaciones de memoria se colocaron en su sitio. El lugar y el tiempo podían cobrar realidad cuando él quisiera. Química de la conveniencia.
Pero no podía recordar el cielo nocturno.
Estaba borrado. Quedaban nombres —Orion, Sagitario, Andrómeda—, pero no los astros mismos. ¿Qué había dicho esa odiosa voz sobre los nombres?
Alguien había borrado ese conocimiento. Se podía usar para rastrear un camino hasta la Tierra. ¿Quién querría bloquear eso?
Ninguna respuesta.
Nim. Recogió un recuerdo sepultado. Nim había trabajado en Voltaire cuando Marq estaba ausente.
¿Y para quién trabajaba Nim? ¿El enigmático Hari Seldon?
Sospechaba que Nim estaba contratado por otro agente. Pero allí trastabillaban sus conocimientos. ¿Qué otras fuerzas operaban más allá de su visión?
Intuía la presencia de una vasta vitalidad. «Cuidado.» Salió al trote del hospital, devorando el suelo con las piernas. Raudo y libre, atravesó un campo digital de gracia euclidiana bajo un cielo desnudo y negro.
Aquí acechaban criaturas flexibles, realmente excéntricas. No optaban por representarse como visiones semejantes a formas vivas. Tampoco se presentaban como ideales platónicos, esferas ni cubos de cognición. Esos sólidos giraban, algunos apoyados sobre sus vértices. Esqueléticos árboles triangulares cantaban en el viento. El menor roce con una presurosa bruma azul arrancaba chisporroteos amarillos.
Se paseó entre esas formas y disfrutó de sus ensimismadas contorsiones.
—¿El Jardín de los Solipsistas? —preguntó—. ¿Es allí donde estoy?
Lo ignoraron, salvo por una elipsoide roja que se convirtió en una dentadura risueña y floreció en un ojo verde y fosforescente que parpadeaba mientras los dientes daban dentelladas.
Voltaire detectó en estas esculturas móviles una dureza, una irradiación del núcleo de identidad que había dentro de ellas. De algún modo cada yo se había vuelto cerrado, controlado, excluyendo todo lo demás.
¿Qué le daba su propia sensación de identidad? ¿Su sentido de control, de determinación de sus actos futuros? No obstante, podía ver dentro de sí mismo, observar el funcionamiento de agentes y programas profundos.
—¡Asombroso! —exclamó.
Como no había en su cabeza ninguna persona que le hiciera hacer lo que él quería (ni siquiera una autoridad que le hiciera querer lo que quería), elaboró una Historia del Yo, según la cual, él estaba dentro de sí mismo.
Juana de Arco se reintegró junto a él en su reluciente armadura.
—Esa chispa es tu alma —dijo.
Voltaire la miró con ojos desorbitados, la besó con fervor.
—¿Tú me salvaste? ¿Sí? ¡Fuiste tú!
—Lo hice, usando los poderes de que disponía. Los tomé de los espíritus divinos que abundan en estos extraños campos.
Voltaire miró dentro de sí mismo y vio dos agentes enzarzados en una batalla. Uno deseaba abrazarla, superar el conflicto entre su ardor sensual y el motor analítico de su mente.
El otro, siempre filosófico, ansiaba enfrentarse con la Fe de Juana en otra gresca con la ágil Razón.
¿Y por qué no podía tener ambas cosas? Siendo mortal y corporal, él había enfrentado a diario esas opciones. Sobre todo con las mujeres.
«A fin de cuentas —pensó—, esta será la primera vez.» Sentía que cada agente comenzaba a cosechar sus propios recursos informáticos, como una inyección de azúcar en la sangre después de beber un vino dulce.
En la misma fracción de segundo dividió a Juana, haciéndola operar en dos pistas. Ambas funcionaban plenamente, pero a velocidad mínima. ¡Podía vivir dos vidas!
El plano se dividió.
Ellos se dividieron.
El tiempo se dividió.
Estaba sin peluca, andrajoso, la casaca manchada de sangre, los pantalones de terciopelo empapados.
—Perdón, chére madame, por presentarme en este estado de desaliño. No deseaba faltarle al respeto. —Miró en torno, se relamió nerviosamente los labios—. Soy torpe. Las máquinas nunca fueron mi fuerte.
Juana se sintió conmovida por el contraste entre su apariencia y su cortesía. La compasión, pensó, es importantísima en este Purgatorio, ¿pues quién sabe cuál será escogido?
Estaba segura de que le iría mejor que a ese hombre exasperante pero atractivo.
Pero incluso él podía salvarse. A diferencia de los objetos que la rodeaban en esa planicie, él era francés.
—Mi amor por el placer y el placer de amarle no pueden compensar lo que he soportado en la cámara de la verdad, en el potro de mi dolor.
Voltaire hizo una pausa, se enjugó los ojos con un mugriento paño de lino.
Juana curvó los labios con disgusto. ¿Dónde estaba ese bello pañuelo de encaje? En ocasiones, el buen gusto de Voltaire compensaba sus opiniones.
—Mil pequeñas muertes en vida anticipan la disolución final de todo, incluso de identidades exquisitas como la mía. —Voltaire irguió la cabeza—. Y como la tuya, por cierto.
«Las llamas», pensó ella. Pero ahora las imágenes no la perturbaban profundamente. En cambio, su visión interior permanecía serena. Su «autoprogramación» —que ella veía como una suerte de plegaria— había obrado maravillas.
—No puedo sucumbir al dominio de los sentidos, Monsieur. —Debemos decidir. No puedo encontrar espacios para una… «ejecución subordinada» de la filosofía y la sensualidad al mismo tiempo. No puedo replegarme en el solipsismo de estos seres.— Señaló las criaturas del plano euclidiano. —También tú deberás decidir si el sabor de una uva te importa más que reunirte conmigo en este… este…
—Pobre Monsieur —le dijo Juana.
—En este mundo estéril pero atemporal —concluyó Voltaire, e hizo una pausa efectista—. Yo no me reuniré contigo en el tuyo. Rompió a llorar con un gran sollozo.
La gratitud de Voltaire no le impidió enredarse en una discusión sobre opciones, sobre todo porque contaba con nuevas pruebas.
—¿Crees en esa esencia inefable, el alma?
—¿Acaso tú no? —preguntó ella, sonriendo piadosamente.
—¿Entonces estas geometrías torturadas poseen alma? —Voltaire señaló airosamente las figuras ensimismadas.
Ella frunció el ceño.
—Por fuerza.
—Entonces han de ser capaces de aprender, ¿verdad? De lo contrario, las almas pueden vivir por una eternidad y sin embargo no usar ese tiempo para aprender, para cambiar.
Ella se puso tiesa.
—Yo no…
—Lo que no puede cambiar no puede crecer. Semejante destino de estasis no se diferencia de la muerte.
—No, la muerte conduce al cielo o al infierno.
—¿Qué peor infierno que terminar en una permanencia incapaz de toda alteración, y por tanto desprovista de intelecto?
—¡Sofista! Acabo de salvarte la vida y me acosas con…
—Mira estos yoes fabricados —interrumpió él, pateando un romboide. El impacto de su pequeño zapato creó una mancha parda que pronto se disolvió en el cascarón azul—. El valor de un yo humano no reside en un núcleo pequeño y precioso, sino en la vasta corteza.
—Debe haber un centro —insistió Juana.
—No, estamos desperdigados, ¿no lo ves? La ficción del alma es un mal cuento destinado a hacernos creer que somos incapaces de mejorarnos.
Pateó una pirámide que giraba sobre su vértice, la cual cayó y procuró levantarse. Juana se arrodilló y enderezó a la agradecida figura.
—¡Sé amable! —protestó.
—¿Con esta criatura ensimismada? ¡Qué locura! Estos son seres derrotados, amor mío. Por dentro, deben de estar confortablemente seguros de lo que harán, de cada posible acontecimiento futuro. ¡Mi puntapié fue una liberación!
Ella tocó la pirámide, que ahora rotaba dolorosamente con un gemido agudo.
—¿De veras? ¿Quién querría predecir así?
Voltaire parpadeó.
—Ese tío… Hari Seldon. Es por causa de él que estamos realizando estas expediciones cerebrales. Todo esto es para ayudarle a comprender… Qué raro, las asociaciones que uno hace.