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Cuando las paredes de su cámara comenzaron a derretirse y derrumbarse, Juana de Arco supo que debía actuar.

El irritante Voltaire le había ordenado que se quedara allí, y tenía el aún más irritante hábito de tener razón. Pero eso…

Vapores sulfurosos le penetraron por la nariz. ¡Demonios! Trepaban por las rajaduras de las ondulantes paredes. La luz anaranjada que ardía detrás de ellos iluminaba rasgos aquilinos y repugnantes.

Juana movió su afilado acero. Cayeron. El sudor le perló la frente y ella continuó avanzando.

—¡Pereced, demonios! —exclamó con fervor. La acción era como un trozo de cielo después de tantas demoras.

Rompió el encierro de ese espacio sofocante. Más demonios, bañados en color naranja. Saltó encima de ellos y cayó en un espacio de puntos, coordenadas estirándose hacia una perspectiva menguante, hacia un final invisible.

Corrió. La seguían criaturas pequeñas y chillonas de cabeza deforme y ojos insidiosos.

Mientras avanzaba con armadura completa, sintió que se extendía, absorbiendo nutrientes directamente del aire. Sin duda era una ayuda del Señor. Esa idea la alentó.

Seres extraños se abalanzaron sobre ella. Los apartó a estocadas. Su espada, su Verdad. La miró intensamente y esa intensidad la sumergió en la arquitectura del mango reluciente. Aquello que la defendía era una multitud de pequeñas instrucciones.

Redujo la velocidad, aturdida. Armadura, sudor, espada. Todas eran… metáforas, le aclaró su mente. Símbolos de programas subyacentes, algoritmos dando batalla.

No eran reales. Pero en cierto modo eran más que reales, pues eran lo que constituía su propio yo. Ella misma. Su identidad.

Llovían datos sobre ella. Un extraño Purgatorio, pues. Aunque su batalla fuera alegórica, eso no significaba que fuera impalpable y falsa. Una mano divina forjaba eso, así que estaba bien.

Siguió avanzando con determinación. Estas criaturas eran simulaciones, parábolas de la verdad. Muy bien, podía habérselas con ellas. No podía hacer otra cosa.

Algunos simulacros se presentaban como cosas. Autocarruajes parlantes, edificios azules y danzarines, sillas y mesas de roble copulando toscamente como animales de establo. A la izquierda el vasto cuenco del cielo se abrió en una sonrisa demente. Eso era inofensivo; las bocas de aire no podían devorarla, aunque esa gritaba provocaciones resonantes. Incluso había reglas de decoro, juzgó.

Dulces melodías aparecían como nubes vibrantes y ondulantes. Un jubiloso cielo azul se llenó de cordeles que aleteaban como bandadas de pájaros, aunque eran de sólo una línea de anchura. Recibió martillazos de sol y granizo. Ese mundo local saltaba de un estado meteorológico a otro mientras campanillas y trompetas sonaban en un coro acústicamente perfecto.

No era preciso que los simulacros fueran simiescos. Esa palabra surgió en su mente como en una visión divina. Lo simiesco era humano, en cierto sentido.

Con ese rápido silogismo descendió sobre ella, extendiendo anchas alas correosas, un inmenso cuerpo de ideación-evolución entrelazada con índice de aptitud mientras se clavaba como una navaja en origen de las especies, y ella huyó de ese enorme pájaro de afilado pico.

Ahora su mente corría a la par de su cuerpo. Movía las piernas. Sonaban voces. No las de sus santos, sino exigencias insidiosas y demoníacas.

Sintió objetos crujiendo bajo sus botas. Plata. Joyas. Los trituraba al pisarlos. Estaban incrustados en ese extraño suelo de puntos y líneas, una cuadrícula que se extendía hasta la perdida infinitud del Creador.

Se agachó para recoger algunos. Tesoros. Cogió un cáliz de plata que se disolvió fusionándose con ella. Era como una inyección de azúcar. Sintió más vigor en los flancos y los hombros. Corrió de nuevo, cogiendo las finas joyas, los labrados cuencos y estatuillas. Cada una la enriquecía de algún modo.

Se alzaron paredes de piedra para cerrarle el paso. Se estrelló contra esas barreras, sabiendo en un acto de fe que eran falsas. Encontraría a Voltaire, sí. Sabía que él corría peligro.

Llovieron ranas del cielo, como goterones. Un presagio, la amenaza de un poder demoníaco. Las ignoró y siguió avanzando hacia el geométrico horizonte, cada vez más alejado.

Ese loco Purgatorio significaba algo, y juntos lo averiguarían. ¡Por todos los cielos!