Marq escuchó atentamente mientras la voz neutra de Mac 500 describía la última epidemia de virus informáticos.
Equipos cosechadores habían fallado en cuarenta y seis sitios. Seguían llegando informes sobre nuevos accidentes. Tratando de verificar un patrón emergente de conducta aberrante, las autoridades de Trantor llamaban a tiktoks reparadores de estaciones de servicio regionales. En vez de reparar el equipo, los reparadores se alineaban ante los tiktoks descompuestos y recitaban encantamientos en un lenguaje torturado que sus programadores nunca habían oído.
Después de varios episodios similares en muchas capas de la sociedad trantoriana, los tiktoks de muestra revelaron nódulos de programación caóticos. O parecían ser caóticos. ¿Pero cómo podía el error aleatorio conducir a la misma conducta?
Los lingüistas estudiaban esos balbuceos buscando semejanzas con los idiomas conocidos, antiguos o modernos. No hallaban correlaciones.
Marq sacudió la cabeza, estudiando los datos entrantes.
—Es una locura —masculló. Sus simpantallas mostraban imágenes arremolinadas como hojas otoñales.
—Todo el suministro de alimentos de nuestro mundo está en peligro. No hay fruta fresca ni verduras. —Miró con disgusto el cuenco de sopa de plancton que tenía al costado—. Estoy harto.
Ya era exasperante ser un fugitivo. Era exasperante que Nim los hubiera traicionado. Era exasperante no encontrar a Juana ni a Voltaire.
—¡Estoy harto de comer esta bazofia! —Apartó la sopa, salpicando el suelo del incómodo cubículo.
Voltaire observaba al preocupado Marq, que arrojó el resto de su comida a la papelera.
Había aprendido a invadir la red de comunicaciones de otros, aunque necesitaba encogerse de una manera irritante. En cierto modo podía estudiar mejor el mundo duro y real desde ese marco frío y abstracto.
Voltaire observaba a Marq en dos modos simultáneos: la imagen del hombre sentado en su simauditorio, y a través de los muchos enlaces que Marq tenía con el mundo de datos.
Desde allí pronto vio Trantor como lo veía Marq, en toda su gloria y miseria. Era una sensación vertiginosa, como estar en varios sitios al mismo tiempo. Y sentía (o creía sentir) las preocupaciones de ese hombre.
Podía ver a Marq invirtiendo el sistema de detección de imágenes de la holocuadrícula del propio Marq. Mientras escuchaba sus quejas, también pudo recoger en la inmensa base de datos de Marq un resumen de los últimos desmanes de los tiktoks y, debajo de eso, un trasfondo filtrado por dóciles microprogramas.
Supo que vastas fotogranjas convertían en alimento el kilovatio de luz solar por metro cuadrado que recibía Trantor —esencialmente, cultivando grises parcelas de comida insulsa en los tejados de esa ciudadmundo—, pero la principal fuente de energía eran las bombas termales que dominaban el ardiente magma de abajo.
Quedó impresionado al ver las masas rojas cuidadas por tiktoks gorgonas (¡qué inadecuado parecía ese nombre para esas máquinas mastodónticas!), pero no descubrió ninguna causa para las interrupciones que ahora recorrían las capas de Trantor como tormentas de caos.
Le interesaba la política, el juego de tantos segundones. ¿Debía esperar, al enterarse de los problemas de Trantor? No, la necesidad lo llamaba. Tenía que mantenerse. Esto significaba hacer sus deberes, como una vez lo había llamado su amargada madre. Si esa pobre infeliz pudiera verlo ahora, haciendo deberes inimaginables en un laberinto inconcebible.
Sintió un súbito aguijonazo de nostalgia, dolor, una aguda añoranza por un tiempo y un lugar que sólo era polvo volando en el viento, en algún mundo que estas gentes habían perdido. ¡La Tierra misma, desaparecida! ¿Cómo podían permitir que sucediera semejante calamidad?
Voltaire puso manos a la obra, hirviendo de furia y frustración. Durante toda su vida, mientras escribía sus obras y amasaba una fortuna, siempre se había refugiado en el trabajo.
Ejecución subordinada —¡extraña frase!—, ese era su trabajo.
En su interior, un agente buscó los programas expertos que comprendían cómo crear su marco externo. Pero él tenía que hacerlo, mientras el sudor empapaba sus prendas, los músculos tensos contra… ¿qué? Él no veía nada.
Dividió las tareas. Una parte de él sabía lo que ocurría en verdad, aunque el núcleo Voltaire sólo sentía trabajo manual.
Su yo inteligente sentía el proceso en detalle. Birlando tiempo de ejecución en bases de máquina, realizó cómputos clandestinos. El truco sólo podía funcionar hasta la próxima ronda de verificación de programas, cuando su pequeño robo sería detectado y rastreado. Los sabuesos lo olfatearían, trayendo el castigo.
Para evitarlo, se desparramó en plataformas N, desperdigadas por Trantor, siendo N un número típicamente superior a diez mil. Cuando las pequeñas astillas del simulacro sintieran la proximidad de un sabueso, huirían de la plataforma en cuestión. Un agente de tareas explicó que esto sucedía a un ritmo inversamente proporcional al espacio de ejecución que habían capturado, aunque esta explicación era totalmente ininteligible para el núcleo del yo.
Los fragmentos más pequeños escapaban más deprisa. Por razones de seguridad, dividió toda la simulación, incluido él mismo («y Juana», le recordó un agente, pues ambos estaban conectados por raíces diminutas), en astillas aún más delgadas. Estas se ejecutaban en miles de plataformas, donde surgiera espacio disponible.
Lentamente logró estabilizar su entorno.
Podía lograr que la rama de un árbol ondeara en la brisa, articulándose suavemente, gracias a unos gigas de espacio que habían quedado abiertos durante un protocolo de contacto, mientras gigantescos programas de contabilidad operaban en un nivel bancario.
Delegó en los microservidores la tarea de reunir su yo entero a partir de la suma de astillas. Se imaginaba como un hombre constituido por una montaña de hormigas. Desde lejos podía ser convincente. De cerca, despertaba dudas.
Pero la que dudaba era la montaña de hormigas.
Su visceral sentido del yo… ¿también era sólido, sólo un paquete de dígitos? ¿O un mosaico de diez mil reglas ad hoc ejecutándose al mismo tiempo? ¿Alguna de ambas respuestas era mejor que la otra?
Estaba dando un paseo. Muy agradable.
Había aprendido que esa ciudad consistía sólo en algunas calles y un trasfondo. Mientras recorría una avenida, los detalles comenzaron a difuminarse hasta que no pudo avanzar más. El aire era espeso como melaza y le impedía continuar. Dio media vuelta y miró ese mundo aparentemente común. ¿Cómo se hacía esto?
Sus ojos estaban simulados con gran detalle, hasta las células, bastoncillos y conos que respondían de distinto modo ante la luz. Un programa seguía los haces de luz desde su retina hasta el «mundo» externo, líneas que corrían en forma opuesta al mundo real, para calcular lo que él vería. Como el ojo mismo, computaba los detalles finos en el centro de la visión, con retazos más borrosos en el linde. Los objetos que estaban fuera de la visión podían arrojar resplandores o sombras en el campo de visión, así que era preciso conservarlos toscamente en el programa. Cuando él apartaba los ojos, las delicadas gotas de rocío de una exuberante rosa se desmoronaban en un tosco trasfondo opaco.
Sabiendo esto, movió la cabeza bruscamente para pillar al programa desprevenido y ver un mundo gris de torpes cuadrados y manchas, pero siempre fallaba. La visión operaba a veintidós marcos por segundo, a lo sumo; la simulación podría rastrearse a sí misma con facilidad en un período temporal tan vasto.
—¡Ah, Newton! —gritó Voltaire a las obtusas muchedumbres que recorrían esas frágiles calles—. Tú sabías óptica, pero ahora, con sólo hacerme una pregunta, puedo explorar la luz más profundamente que tú.
Newton se presentó en el empedrado, el rostro enjuto sombrío de furia.
—Yo trabajé en experimentos, en matemáticas, diferenciales, rastreo de rayos…
—¡Y yo tengo todo eso en ejecución subordinada! —rio alegremente Voltaire, abrumado por la presencia de semejante intelecto.
Newton hizo una compleja reverencia y desapareció.
Voltaire comprendió que no era preciso que sus ojos fueran mejores que los ojos reales. Lo mismo valía para la audición. Los tímpanos simulados respondían a una propagación de ondas calculada. Su yo era implacablemente económico.
Newton reapareció (¿un subagente, manifestándose como ayuda visual?). Parecía intrigado.
—¿Qué se siente al ser una construcción matemática?
—Lo que uno quiera sentir.
—No te has ganado estas libertades por merecimiento —dijo Newton, chasqueando la lengua.
—En efecto. Lo mismo ocurre con la misericordia del Señor.
—Estas no son deidades.
—Para gente como tú y yo, ¿no lo son?
Newton lo miró con desdén.
—¡Francés, deberías aprender a ser humilde!
—Tendré que apelar a una universidad más elevada para eso.
Un ceño puritano.
—Necesitas un sermón y una zurra.
—No me tientes con juegos preliminares, amigo.
De pronto sintió una oscilación, como si perdiera el equilibrio. La palabra universidad había provocado una turbulencia. Y atraído una Presencia. Llegaba como una cuña negra, una fisura en un espacio estrecho que abría grandes fauces y lo miraba como a una presa.
Los científicos necesitan instrumental, pero los matemáticos sólo necesitan herramientas para escribir y borradora. Más aún, los filósofos ni siquiera necesitan borradores.
La angustia le cerró la garganta.
Lo dominó un repentino espanto.
Un chasquido, una sacudida, objetos borrosos pasando como si él cayera en un carruaje por un precipicio…
Temblaba como un niño, previendo placeres que la espera había vuelto más exquisitos.
«Madame la Scientiste! ¡Aquí!»
Pensar era tener: la oficina de la mujer se materializó alrededor de él.
Había sentido un fugaz apetito por esa criatura racional, que bailaba elegantes gavetas en medio de números abstrusos. Alrededor todo era firme y rico, una sensación intensa.
¿Cómo podía ella, una persona corporal, aparecer en una simulación? Se hizo esta pregunta sólo por un segundo. Aspiró la almizclada esencia de la mujer. Le cogió el cabello con palmas sudorosas, acariciando los brillantes mechones entre dedos ansiosos.
—Al fin —le murmuró al cálido oído. Se puso a pensar en cuestiones abstractas, para demorar su propio placer (signo de un caballero) y esperar el de ella…
—¡Me desmayo…! —exclamó ella.
—Todavía no, por favor. —¿Tanto se apresuraban las científicas?
—¿Quieres perderte? —preguntó ella.
—Sí, en selectos actos de pasión, pero, pero…
—¿Eres de la especie que se arrastra por el lodo y ansia matar, pues?
—¿Qué? Madame, ateneos al tema.
—¿Y cómo averiguas tú los nombres de las estrellas? —dijo ella con frialdad.
Al instante quedó demostrado que no era aconsejable no poseer un yo, pues mientras él temblaba deliciosamente al borde del placer más intenso que pueden conocer los seres sensoriales, un borrón de rápida traducción lo arrebató todo, y perversamente reemplazó el júbilo por el pesar.
Las cálidas curvas del cuerpo de Madame se convirtieron en los peldaños de una escalerilla que le mordía la espalda. Las cuerdas que lo sujetaban a la escalerilla le lastimaban los tobillos y las muñecas.
Sobre él se erguía un hombre nudoso cuyo esqueleto de pájaro se perdía en los pliegues del tosco manto de un monje. El rostro aguileño se prolongaba en una nariz ganchuda, las largas y curvas uñas semejaban garras. Sostenían trozos de madera, y los insertaban en las fosas nasales de Voltaire.
Voltaire trató de desviar la cabeza, pero estaba sujeta en un abrazo de hierro. Trató de hablar, de sugerir al inquisidor métodos más racionales de interrogación, pero su boca, abierta por un anillo de hierro, sólo pudo gorgotear.
El paño que le tapaba la boca le hizo comprender la gravedad de su trance. No sólo tenía maderas en la nariz. Voltaire sin palabras era como Sansón sin cabello, Alejandro sin espada, Platón sin Ideas, don Quijote sin fantasía, don Juán sin mujeres… o fray Tomás de Torquemada sin herejes, sin apóstatas, sin incrédulos como Voltaire.
Pues ese era Torquemada. Y Voltaire estaba en el infierno.