—¡He esperado menos por Federico de Prusia y Catalina la Grande! —rezongó Voltaire.
—Estoy a la deriva —dijo Juana—. Ocupada.
—Y eres una campesina, una porqueriza… ni siquiera una burguesa. ¡Qué modales! Estos personajes que han creado tus capas subconscientes se han vuelto sumamente latosos.
Sobrevolaba las oscuras aguas. Un efecto notable, pensaba.
—En estos ríos acechantes debo dialogar con mentes afines.
Él desechó ese argumento con un ademán.
—He tratado de hacer concesiones. Todos saben que los santos no son aptos para la vida civilizada. El perfume no puede ocultar el hedor de la santidad.
—Pero aquí en el Limbo…
—Esto no es una sala de espera teológica. Practicas tu tedioso gusto por la soledad en los teatros del cómputo.
—La arimética no es sagrada.
—Mmm, quizá… aunque sospecho que Newton podría demostrar lo contrario.
Voltaire restó velocidad a la escena, observando el paso de las ondas de acontecimientos. En su perspectiva, el oscuro río gorgoteó, Juana irguió la cabeza, hubo una pausa. Voltaire aceleró los estado internos de Juana, concediendo un intervalo suficiente para que la Pucelle meditara una respuesta. Él llevaba las de ganar, pues dominaba más espacio de memoria.
Deshizo la simulación del perezoso río. Había considerado que esto era mejor para ella, serenas imágenes de seno materno para contrarrestar su fobia al fuego.
La Doncella abrió la boca pero no respondió. Voltaire hizo una verificación y comprobó que ahora no tenía los recursos para llevarla a plena velocidad.
Un complejo del sector Battisvedanta había absorbido espacio de cómputo. Tendría que esperar a que su programa detector encontrara más espacio desocupado.
Se irritó, lo cual no era un buen uso del tiempo de ejecución, pero valía la pena si uno tenía el espacio de cómputo. Sintió otro distante drenaje de recursos. Tiktoks efectuando un cierre de emergencia, reemplazo por ordenadores de respaldo. Su teatro sensorial se redujo, su cuerpo se disipó.
¡Miserables! Lo estaban agotando. Le pareció que ella hablaba con voz tenue, a distancia. Hizo manipulaciones frenéticas para darle tiempo de ejecución.
—¡Monsieur me descuida!
Voltaire sintió una punzada de alegría. La amaba, en efecto. Una verdadera respuesta podía elevarlo por encima de ese río sinuoso.
—Corremos grave peligro —dijo—. Una epidemia ha estallado en el mundo material. Cunde la confusión. Las personas respetables explotan el pánico generalizado para abusar de los demás. Mienten, engañan y roban.
—¡No!
Él no pudo resistirse.
—En otras palabras, las cosas están como siempre.
—¿A esto has venido? —preguntó ella—. ¿A reírte de mí? ¿De la doncella cuya castidad echaste a perder?
—Sólo te ayudé a convertirte en mujer.
—Exactement —dijo ella—. Pero no quiero ser mujer. Quiero ser guerrero de Carlos de Francia.
—Monsergas patrióticas. Oye mi advertencia. No debes escuchar ninguna llamada, salvo las mías, sin someterla a mi revisión. No debes recibir a nadie, hablar con nadie, viajar a ninguna parte, no hacer nada sin mi consentimiento.
—Monsieur me confunde con su esposa.
—El matrimonio es la única aventura disponible para los cobardes. Nunca lo intenté, ni pienso hacerlo.
Juana parecía distraída.
—¿Esta amenaza es seria?
—Nada demuestra que la vida sea seria.
Juana recobró la lucidez. Los recursos de datos habían regresado.
—Entonces…
—Pero esto no es la vida. Es una danza matemática.
Juana sonrió.
—No oigo música.
—Si yo tuviera una fortuna digital, podría silbar. Nuestras vidas, en su forma actual, corren grave peligro.
La Pucelle no respondió de inmediato, aunque él le había dado tiempo de ejecución. ¿Estaba deliberando con esas imbéciles voces de la conciencia? (Obviamente, la internalización de aldea.)
—Soy campesina, pero no esclava. ¿Quién eres tú para darme órdenes?
¿Quién era, en efecto? Aún no se atrevía a decirle que, en la abstracción de una red planetaria, él era una rejilla de puertas digitales, un torrente de ceros y unos. Operaba en jirones, como un ladrón errante. Acechaba y birlaba en los miles de ordenadores personales y los gigantescos procesadores imperiales de Trantor. La imagen que había dado a Juana, donde ella nadaba en un río negro, era una visión razonable de la verdad. Nadaban en el Retículo de una ciudad tan grande que él apenas podía captarla como un todo A medida que lo requerían las restricciones económicas e informales, se desplazaba con Juana a nuevos procesadores, huyendo de la inspección de los obtusos pero insistentes policías del espacio de me moría.
¿Y qué eran ellos?
La filosofía consistía menos en respuestas que en buenas preguntas. Ese acertijo lo desconcertaba. Su universo se mordía la cola, una serpiente Uroboros, un mundo solipsista. Para mantener los cómputos, podía reducirse a un yo solipsista, limitando la información a «conjunto de Hume» con datos sensoriales mínimos, un estado energía reducida.
Y a menudo tenía que hacerlo. Eran ratas en los muros de un castillo incomprensible. Juana sólo percibía esto vagamente. Él no se atrevía a revelar que había logrado una salvación precaria cuando los sicarios de Artificios Asociados intentaron asesinarlos a ambos. Y Juana aún era precaria, con su temor al fuego, en ese Limbo (como ella prefería verlo) lúgubre y desgarrador.
Voltaire recobró el ánimo. Estaba ejecutándose 3,86 veces más rápidamente que Juana, el margen que un filósofo necesitaba para meditar. Le respondió con un gesto irónico.
—Acataré tus deseos con una condición.
Una flor de luz ardiente estalló en él. Era una modificación propia, no el simulacro de una reacción humana: fuegos de artificio mentales. Había creado esa respuesta para cuando estaba por salirse con la suya. Un vicio pequeño, sin duda.
—Si arreglas que todos nos reunamos de nuevo en Deux Magots —dijo Juana—, prometo no responder a ningún requerimiento salvo el tuyo.
—¿Estás loca de remate? ¡Grandes bestias digitales nos persiguen!
—Te recuerdo que soy una guerrera.
—Este no es momento para reunirse en un domicilio alfanumérico conocido, un café simulado. —No había visto a Garçon ni Amana desde que había logrado esa fuga milagrosa, cuando los cuatro huyeron de las masas enfurecidas en el Coliseo. Ignoraba dónde estaban el camarero y su amante humana. Ni siquiera sabía si aún estaban.
Encontrarlos en ese fluido e intrincado laberinto… Ese pensamiento le recordó lo que sentía en la cabeza cuando usaba una peluca demasiado tiempo.
Recordó —en uno de esos pantallazos de memoria que le brindaban imágenes detalladas de acontecimientos pasados, como óleos móviles— las humosas habitaciones de París. El tufo a tabaco gris impregnaba sus pelucas durante días. En ese mundo de Trantor nadie fumaba.
Se preguntó por qué. ¿Acaso los matasanos tenían razón y esas inhalaciones eran insalubres? De pronto las imágenes se desvanecieron como si hubiera despedido a un criado con los dedos.
Con la voz imperiosa que había usado para dirigir a adustos soldados, Juana exhortó:
—¡Concierta una cita, o nunca más recibiré datos de ti!
—¡Pardiez! Encontrarlos será peligroso.
—¿Conque es el miedo lo que te detiene?
Lo había pillado. ¿Qué hombre podía confesar que tenía miedo? Aceleró su tiempo de reloj, deteniendo a Juana.
Para ocultarse en el Retículo, el software descomponía la simulación en fragmentos que podían ejecutarse en diferentes centros de proceso. Cada fragmento se escondía en un algoritmo local. Para un programa de mantenimiento, el espacio pirateado lucía como una subrutina normal. Esos bolsones camuflados incluso parecían mejorar el rendimiento: lo esencial era el disfraz.
Hasta un programa de limpieza que detectara redundancias perdonaba a un fragmento bien enmascarado. En todo caso, mantenía una copia de seguridad en otra parte. Una copia, otro ejemplar, como un libro en una biblioteca. Unos miles de millones de líneas de código redundante, desperdigadas entre nódulos inconexos, podían sostener al escurridizo Voltaire como una entidad real en tiempo lento.
Si él enviaba cada fragmento en una búsqueda, para encontrar a esas personas del Deux Magots…
—Te dejaré con alguna asistencia, para ayudarte en tu aislarme —murmuró a regañadientes.
Insertó copias de sus poderes en el espacio de Juana. Eran talentos hábilmente diseñados, concedidos por Marq en Artificios Asociado Voltaire los había perfeccionado mientras se encontraba en el escondrijo de Artificios. Su automejoramiento le había dado la facultad o rescatarlos en el momento oportuno.
Cedió esas facultades a Juana. No se activarían a menos que él corriera algún riesgo. Voltaire les había añadido un código de activación que sólo funcionaría si ella experimentaba gran temor o peligro Juana sonrió pero no dijo nada. ¡Después de semejante obsequio! ¡Exasperante!
—Juana, ¿recuerdas que hace más de ocho mil años debatimos sobre los problemas del pensamiento artificial?
Una expresión consternada.
—Sí. Era muy engorroso. Entonces…
—Fuimos preservados. Para ser resucitados aquí, para debatir de nuevo.
—Porque el problema se presenta…
—Cada varios milenios, sospecho. Como si una inexorable fuerza social lo impulsara.
—¿Así que estamos condenados a repetirnos para siempre?
—Sospecho que somos herramientas en un juego más vasto. ¡Pero esta vez somos herramientas inteligentes!
—Quiero la confortación del hogar y la lumbre, no conflictos extravagantes.
—Quizá yo pueda cumplir esta misión, entre otras cuestiones urgentes.
—Sin quizá. Mientras no lo logres…
Sin siquiera decir adieu, Juana cortó la conexión y desapareció en las húmedas tinieblas.
Voltaire podía reconectarse, desde luego. Ahora era amo de ese reino matemático, gracias a las mejoras de su representación original en Artificios Asociados.
Pensaba en esa primera forma como Voltaire 1.0. En pocas semanas había avanzado, mediante automodificaciones, hasta Voltaire 4.6, con la esperanza de ascender aún más deprisa.
Nadó en el Retículo. Juana moraba allí, y él podía imponer su presencia, pero una dama forzada no es una dama conquistada. Bien, tendría que hallar esas personalidades. Merde alors!