Juana de Arco flotaba en los oscuros y murmurantes túneles del humeante Retículo.
Combatía sus temores, rodeada por una compleja mancha de luz fracturada e implosiones huecas.
El pensamiento era una cadena que no estaba fija en el espacio ni en el tiempo. Pero, como un hormigueo, piadosas imágenes de alabastro se arremolinaban en un flujo incesante, estructuras disolviéndose en su estela, como si ella fuera una nave.
Le complacería mucho poseer un yo tan concreto. Estudió con ansiedad el turbio Retículo que se encrespaba a su alrededor como un remolino de caoba líquida. Bogaba a la deriva desde que había escapado de los brujos de quienes dependía la preservación de su alma (su «conciencia», decían ellos, aunque no en el sentido moral de la palabra). Su santa madre le había dicho una vez que así se despeñaban las aguas batientes de un gran río, rodando en su profundo cauce.
Ahora flotaba como un espíritu aéreo, ensimismada, autosufiente, atemporal.
«Espacio de estasis», lo había llamado Voltaire. Un santuario donde ella podía «minimizar el tiempo de reloj de los cómputos» —¡qué jerga tan extraña!— mientras aguardaba visiones de Voltaire.
En su última aparición, Voltaire estaba frustrado porque Juana prefería sus voces internas a la de él.
¿Cómo explicar la elocuencia de esos santos y arcángeles, que ahogaban la voz de quienes procuraban entrar desde fuera?
Juana era una simple campesina que no podía resistirse a grandes espíritus como la inflexible santa Catalina. O el majestuoso Miguel, rey de las legiones angélicas, más grandes que los ejércitos franceses que ella había conducido a la batalla. («Milenios atrás», le susurraba una extraña voz, pero ella estaba segura de que era ilusoria, pues sin duda el tiempo estaba suspendido en ese Purgatorio.) Y mucho menos podía resistirse cuando la voz de los espíritus tronaba como ahora.
—Ignóralo —ordenó Catalina, revoloteando con grandes alas blancas, en cuanto Voltaire pidió audiencia.
La manifestación de Voltaire era una paloma de la paz, blanca y brillante, que volaba hacia ella desde el hosco líquido. ¡Rauda ave!
La imperiosa voz de Catalina era severa como el hábito blanco y negro de una monja meticulosa.
—Te entregaste pecaminosamente a su lujuria, pero eso no significa que él te posea. No perteneces a un hombre, sino a tu Creador.
—Debo enviarte un paquete de datos —gorjeó el ave.
—Yo… yo…
La voz de Juana reverberó como si estuviera en una vasta caverna y no en un río arremolinado. Si tan sólo pudiera ver…
Las grandes alas de Catalina batieron airadamente.
—Él se irá. No tiene opción. No puede llegar a ti, no puede hacerte pecar, a menos que tú consientas.
Juana sintió un ardor en las mejillas al recordar sus retozos con Voltaire.
—Catalina tiene razón —tronó una voz profunda, Miguel, rey dé las huestes angélicas—. La lujuria no es corporal, como habéis demostrado tú y ese hombre. Su cuerpo se pudrió tiempo atrás.
—Sería bueno verlo de nuevo —susurró Juana. Allí los pensamientos eran actos. Sólo tenía que alzar una mano para que los números de Voltaire la penetraran.
—¡Él ofrece datos obscenos! —exclamó Catalina—. Detén esta intrusión de inmediato.
—Si no puedes resistirte a él, cásate con él —ordenó Miguel.
—¿Casarse? —exclamó Catalina con desprecio.
En su vida corporal usaba atuendo masculino, se cortaba el cabello a cepillo y se negaba a tener contacto con los hombres, demostrando su santidad y sensatez. Juana le rezaba con frecuencia a santa Catalina.
—¡Hombres! —resopló la santa—. Aún os mantenéis unidos para librar guerras y arruinar a las mujeres.
—Escucha, mi consejo es totalmente espiritual —dijo altivamente Miguel—. Soy un ángel y no tengo preferencia por ninguno de ambos sexos.
—¿Entonces por qué no eres reina de las legiones angélicas en vez de ser rey? —resopló Catalina—. ¿Por qué no eres arcángela en vez de arcángel? ¿Y por qué tu nombre no es Micaela?
«Por favor —dijo Juana—. Por favor.» El matrimonio la aterraba tanto como a santa Catalina, aunque fuera un sacramento. También la extremaunción era un sacramento, y casi siempre implicaba una muerte segura.
Llamas… La risa burlona del sacerdote mientras le administraba la extremaunción, un horror crujiente, llamas lacerantes que la lamían…
Se recobró, ensambló su yo, oyó un susurro, se concentró en su santa anfitriona. Ah sí… matrimonio… Voltaire…
No sabía qué significaba el matrimonio, aparte de tener hijos en Cristo y con dolor, para la Santa Madre Iglesia. La idea de tener hijos, de engendrar, le hizo palpitar el corazón, le debilitó las piernas. Imágenes de ese hombre flaco y perspicaz…
—Significa posesión —declaró Catalina—. Significa que en vez de necesitar tu consentimiento para imponer tu voluntad, como ahora, Voltaire podría abusar de ti cuando quisiera si fuera tu esposo.
Existencia sin yo, sin intimidad… El yo de Juana era una luz que estallaba, parpadeaba, se atenuaba, se extinguía como una vela.
—¿Estás sugiriendo —dijo Miguel— que ella siga recibiendo a ese apóstata sin someter su concupiscencia a los vínculos del matrimonio? Que se casen y aplaquen su lujuria.
En esa bruma mohosa y líquida, Juana no podía hacerse oír por encima de esa riña entre una santa y un ángel. Sabía que en ese limbo aritmético, una antesala del auténtico Purgatorio, ella no tenía corazón. No obstante, algo le dolía en alguna parte.
La inundaron recuerdos. El yo flaco y ágil de Voltaire. Sin duda una santa y un arcángel la perdonarían si ella aprovechaba esa sagrada riña para conceder a Voltaire el requerimiento de recibir sus «datos», si ella sucumbía, sólo por esa vez, a los impulsos que nacían de su interior.
Se entregó con un espasmo.