12

Un hombre entró en la cámara refrescadora. Vestía una sencilla túnica de criado imperial que le daba gran libertad de movimientos. Perfecto para un trabajo rápido. Empuñaba el cuchillo de la estatua de Leon.

Cerró la puerta con una mano mientras escrutaba la habitación, cuchillo en mano. Aunque era corpulento, se movía con gracia elegante. Registró metódicamente las cabinas y pozos de vapor y el recoveco percusivo. Allí no había nadie. Se asomó por la ventana, que estaba abierta de par en par, pero era demasiado robusto para atravesar esa abertura angosta.

Retrocedió y habló por su comunicador de pulsera.

—Salió al jardín. No lo veo desde aquí. ¿Lo tienes cubierto?

Hizo una pausa para escuchar.

—¿No puedes encontrarlo? Claro que no. Te dije que no debíamos reducir los espías en esta zona.

Otra pausa.

—Sé que es un trabajo seguro, ni siquiera hay sensores grabando, pero…

El hombre caminó airadamente.

—Bien, asegúrate de que todas las salidas estén cubiertas. Todos esos jardines están conectados.

Otra pausa.

—¿Tienes detectores activados? ¿Cámaras? Bien. Si alguien estropea esto, yo…

Concluyó con un gruñido amenazador. Echó un último vistazo a la habitación y destrabó el cierre magnético. Un hombre con la manga empapada de sangre esperaba fuera.

—Estás goteando, estúpido —dijo el que empuñaba el cuchillo—. Levanta ese brazo y lárgate de aquí. Y manda una cuadrilla de limpieza.

—¿Adónde…?

—Sabía que no debía designarte para esto. Maldito aficionado. —El hombre del cuchillo partió a la carrera.

Todo eso parecía haber durado una eternidad. Los segundos pasaban lentamente mientras Hari se aferraba con todas sus fuerzas de un mosaico del techo.

Yacía en la oscuridad sobre las vigas, encima de una cabina de relajación. Podía mirar hacia abajo por una ranura angosta. Esperaba que desde abajo esa ranura fuera el único indicio de que alguien había abierto una teja del techo. Veía las marcas encima de la cabina, donde se había encaramado para arrancar la teja.

Ahora tenía que sostener esa cosa en su sitio. Las manos empezaban a dolerle.

Vio que una pierna y un pie entraban en el refrescador, giraban, se perdían de vista. Alguien más. ¿Un equipo de apoyo?

Si se le caía la teja, abajo alguien oiría el ruido, vería la rendija ensanchada. Cerró los ojos para concentrarse en sus dedos entumecidos, que empezaban a temblar.

La teja era pesada, con tres capas de aislamiento acústico. Le estaba resbalando. Pronto…

El pie que veía abajo salió. Hari oyó el susurro de la puerta y el chasquido de la cerradura.

Contra su voluntad, sus dedos soltaron la teja, que se estrelló contra el suelo. Hari se quedó tieso, escuchando.

No oyó ningún chasquido de cerradura, sólo el suave murmullo de los circuladores de aire.

Así que estaba a salvo por un rato. A salvo en una trampa.

Nadie sabía que él estaba ahí. Sólo una búsqueda exhaustiva llevaría a imperiales de confianza tan lejos de la zona del Liceo.

¿Y por qué iban a ir ahí? Nadie notaría su ausencia enseguida. Aun así, tal vez pensaran que se había hartado del Consejo y se había ido a casa. Se lo había dicho al ministro de Correlación de Sectores.

Lo cual significaba que los asesinos podían buscarlo tranquilamente durante horas. El que empuñaba el cuchillo parecía ser un hombre sistemático y resuelto. Inevitablemente pensaría en registrar de nuevo ese lugar, desandando el camino. Tal vez tuviera detectores de olores. Y las cámaras del palacio debían de estar buscándolo.

Por suerte no había ninguna en el refrescador. Bajó, tratando de no resbalar en el techo curvo de la cabina sedante. Poner la teja en su lugar requería agilidad y fuerza. Estaba resoplando cuando logró colocarla encima del refrescador. Se tendió sobre las vigas y aseguró la teja.

Se quedó pensando en la oscuridad. Echó otro vistazo al mapa de Dors, sus colores y detalles más vívidos en la penumbra. Por supuesto no mostraba cosas tan utilitarias como ese espacio angosto. Veía que estaba en las honduras del linde del Liceo. Tal vez lo más conveniente fuera salir del refrescador y buscar una multitud.

Pero no le gustaba dejar su destino librado al azar. Y eso incluía la estrategia de quedarse tendido ahí, con la esperanza de que sus enemigos no regresaran con sensores para rastrearlo.

No podía limitarse a no hacer nada. No estaba en su naturaleza. Sabía ser paciente cuando era necesario, pero la espera no mejoraría sus probabilidades.

Miró el borroso espacio. La oscuridad se extendía. Podía desplazarse, ¿pero hacia dónde?

El mapa de Dors indicaba que los jardines del Reposo formaban una ingeniosa trama en torno de la zona de los refrescadores. Sin duda los competentes asesinos habrían alejado a todo testigo potencial que estuviese fuera.

Si pudiera internarse en los jardines…

Hari comprendió que estaba pensando en dos dimensiones. Podía llegar a más áreas públicas subiendo algunos niveles. Fuera de la sala de los refrescadores, pasillo abajo, el mapa de Dors mostraba un pozo de un ascensor E.

Recobró la compostura y miró en esa dirección. Ignoraba cómo encajaba un ascensor E en la estructura del edificio. El mapa sólo mostraba un recinto rectangular con el símbolo del ascensor. Pero un miedo quemante le tensaba los músculos.

Empezó a arrastrarse en esa dirección, no porque supiera qué hacer sino porque no lo sabía. Se apoyaba en los remaches de ceramiforma, procurando no arrancar las tejas de sus monturas. Resbaló, apoyó una rodilla en una teja. La teja resistió. Tenues franjas de luz fosforescente asomaban entre las tejas. Una polvareda milenaria le hacía cosquillas en la nariz y le secaba los labios.

Vio un destello azul en el lugar donde debía estar el ascensor. La marcha era cada vez más difícil porque los conductos, tubos, cables ópticos y conexiones se multiplicaban, convergiendo en el pasillo. Transcurrieron largos minutos mientras él se abría paso. Un tubo le quemó el brazo con una descarga. Reprimió un grito y olió a carne chamuscada.

El resplandor azul se filtraba por los bordes de un panel. Al acercarse, Hari vio un resplandor que pronto se apagó. Un crujido agudo le indicó que una celda E acababa de pasar por el pozo de ascensor. No pudo discernir si subía o bajaba.

El panel era de ceramoacero, de un metro de lado, con cintas eléctricas en los cuatro lados. No conocía los detalles del funcionamiento de un ascensor E, sólo que alimentaba el compartimiento de transporte y luego manejaba el peso con una oleada constante de campos electrodinámicos.

Hari pateó el panel, que resistió pero se abolló. Lo pateó de nuevo y lo aflojó. Resoplando, pateó por tercera y cuarta vez. El panel cayó.

Hari apartó las gruesas cintas eléctricas y metió la cabeza en el pozo. Estaba oscuro, iluminado sólo por un resplandor opaco a lo largo de una delgada fosforescencia vertical que se ahusaba en la oscuridad, hacia arriba y abajo.

En ese antiguo sector el palacio tenía más de un kilómetro de grosor. Con semejante altura, los ascensores mecánicos que usaban cables no servían ni siquiera para pequeños vehículos de pasajeros como ese.

El acoplamiento energético entre las paredes del pozo y la célula E manejaba la dinámica con facilidad. La tecnología era antigua y segura. Ese pozo debía tener diez milenios de antigüedad, y su olor lo confirmaba.

Las perspectivas no eran agradables. El mapa indicaba que los tres niveles de arriba eran amplios salones públicos donde el Imperio recibía a sus suplicantes. Allí estaría en compañía segura. Debajo había ocho niveles del Liceo, los cuales debía considerar peligrosos. Por cierto, bajar era más fácil que subir, pero el camino era más largo.

Se tranquilizó diciéndose que no sería tan difícil. En el sombrío pozo vio emisores electrostáticos empotrados con regularidad en las paredes. Palpó uno con un mechón de cinta eléctrica. Ni chispas ni descargas. Eso concordaba con sus precarios conocimientos; los emisores se activaban sólo cuando pasaba una célula. Tenían profundidad suficiente como para apoyar el pie.

Escuchó. Ningún ruido. Las células E eran silenciosas, pero también antiguas y lentas. ¿Sería muy arriesgado entrar en el pozo?

Se hacía esta pregunta cuando oyó un grito a sus espaldas.

Miró hacia atrás. Una cabeza asomaba por un panel abierto. No distinguió los rasgos, ni siquiera lo intentó. Ya estaba rodando torpemente sobre una viga, retorciéndose, arrojándose al aire. Tanteó abajo con los pies, encontró la cavidad emisora, se apoyó. Ninguna descarga. Buscó otra cavidad, apoyó el pie. Resbaló, se aferró con las manos.

Colgaba sobre el negro abismo. Vértigo. Bilis en la garganta.

Arriba sonaron gritos, voces masculinas. Quizás alguien había visto los raspones encima de la cabina de relajación. La luz de la teja abierta ahora lo ayudaba, arrojando un resplandor pálido en el pozo.

Tragó saliva y la bilis bajó.

«No pienses en eso ahora. Continúa.» A la derecha vio la cavidad de otro emisor. Apoyó el pie y avanzó hacia la otra cara del pozo. Empezó a trepar. Era inesperadamente fácil porque había poca separación entre las cavidades, que tenían el tamaño apropiado para apoyar los pies y las manos. Hari subió rápidamente, impulsado por los ruidos que oía detrás.

Pasó frente a las puertas del siguiente nivel. Al lado había un interruptor de emergencia. Podía abrir las puertas, ¿pero adónde? Habían transcurrido varios minutos desde que había visto la cabeza. Indudablemente la noticia se estaba difundiendo y quizás ellos hubieran subido, usando escaleras u otro ascensor.

Decidió subir más. Ráfagas de aire polvoriento amenazaron con provocarle tos, pero resistió. Aferraba con firmeza los emisores mientras sus piernas lo impulsaban hacia arriba.

Llegó al segundo nivel e hizo el mismo razonamiento: sólo le faltaba uno. Entonces oyó el susurro. Suave, pero creciente.

Una ráfaga fresca le obligó a mirar arriba. Algo bloqueaba la opaca franja de fosforescencia azul, bajando deprisa.

Oyó un chirrido. No podría llegar a las puertas de arriba antes que eso llegara abajo.

Hari se quedó tieso. Podía bajar, pero no llegaría a tiempo al próximo nivel. La negra y aterradora masa de la célula E bajaba a gran velocidad.

Se detuvo de golpe, con un chisporroteo azul y un zumbido de aire. En el nivel de arriba.

Los amortiguadores de sonido silenciaban incluso el chasquido de las puertas que se abrían. Hari gritó, pero no hubo respuesta. Empezó a bajar, resoplando, apoyando los pies en las cavidades.

Un crujido arriba. La célula E bajaba de nuevo.

Las cavidades de los emisores escupían azulados arcos de energía hacia la parte inferior de la célula. Hari bajaba con creciente espanto.

Tuvo una idea, una intuición. El viento le agitaba el cabello. Se obligó a estudiar la parte inferior de la célula. Cuatro grapas rectangulares colgaban debajo. Eran metálicas y podían contener carga, La célula E estaba casi sobre él. No había tiempo para pensar. Hari saltó hacia la grapa más próxima mientras ese peso inmenso se abalanzaba sobre él.

Cogió el grueso borde de la grapa. Un chispazo zumbante le hizo abrir los ojos de dolor.

Una descarga crujiente lo atravesó. El shock electromuscular le tensó las manos y los brazos. Eso lo mantuvo sujeto al grueso metal mientras pataleaba involuntariamente.

Había recibido parte de la descarga energética. Ahora los campos electrodinámicos del pozo jugaban con su cuerpo y lo sostenían. Sus brazos no tenían que soportar todo su peso.

Aguantó, aunque le temblaban las manos y los brazos y dolores agudos le punzaban los músculos.

Pero sentía la corriente en el pecho, en el corazón. Sus músculos vibraban. Era sólo otro elemento del circuito.

Aflojó la mano izquierda. Eso detuvo el flujo de la corriente, pero aún contenía carga. Los agudos dolores de los músculos del pecho se aliviaron, pero persistían.

Los niveles pasaban frente a los deslumbrados ojos de Hari. Al menos, pensó, se estaba alejando de sus perseguidores.

Sintió fatiga en el brazo derecho y usó el izquierdo. Se dijo que usar un brazo cada vez sería mejor que usara los dos a un tiempo. No lo creía, pero quería creerlo.

¿Pero cómo saldría del pozo? La célula E se detuvo de nuevo. Hari miró la masa que pendía sobre él como un techo negro. Los niveles estaban alejados en esta parte arcaica del palacio. Tardaría varios minutos en descender al próximo.

La célula E podía subir y bajar largo rato por el pozo antes de que la llamaran del piso inferior. Aun así, Hari ignoraba cómo terminaba el pozo. Podía ser triturado contra un amortiguador de seguridad.

Su astuto salto no le había ofrecido una escapatoria. Estaba atrapado de un modo ingenioso, pero atrapado.

Si lograba golpear uno de los interruptores de emergencia al pasar, sentiría una nueva descarga mientras la electricidad saltaba de él a las paredes del pozo. Los músculos se le petrificarían de dolor. ¿Cómo podría aferrarse a algo?

La célula E subió dos pisos, bajó cinco, se detuvo, bajó de nuevo. Hari cambió de manos otra vez y trató de pensar.

Se le estaban cansando los brazos. La descarga los había tensado, y los borbotones de corriente que saltaban en el revestimiento de la célula E le causaban espasmos de dolor.

No había adquirido la carga adecuada para asegurar un equilibrio neutro, así que sus brazos sufrían un tirón residual hacia abajo. Sentía en el cuerpo el hormigueo de ondas electrostáticas semejantes a dedos de seda. Recibía los burbujeos de corriente de la célula E, que ajustaba la carga para equilibrar la gravedad. Pensó en Dors, en cómo había llegado allí, un torrente de imágenes oníricas.

Sacudió la cabeza. Tenía que pensar.

La corriente lo atravesaba como si fuera parte del revestimiento conductor. Los pasajeros del interior no sentían nada, pues la carga neta permanecía en el exterior mientras cada electrón era rechazado por sus vecinos.

«Los pasajeros del interior.» Cambió de nuevo de manos. Ambas le dolían ahora. Se meció como un Péndulo, en oscilaciones cada vez más amplias. En el quinto vaivén pateó con fuerza la parte inferior. Un ruido estentóreo. Golpeo el duro metal varias veces más y se quedó colgado, escuchando, ignorando el dolor de sus brazos.

Ninguna respuesta. Aulló roncamente. Tal vez nadie pudiera oírlo desde dentro. Estas antiguas células E estaban muy decoradas por dentro, recordó, con una atmósfera de confort aterciopelado. ¿Quién repararía en pequeños ruidos externos?

La célula E se desplazaba de nuevo hacia arriba. Hari flexionó los brazos y movió los pies sobre el abismo. Los campos lo sostenían, haciéndole cosquillas en la piel. Tenía el vello erizado en todo el cuerpo. Entonces comprendió.

Tenía aproximadamente la misma carga que la célula E, así que ya no necesitaba la célula. Al menos, era una teoría agradable. ¿Tendría agallas para demostrarla? Soltó el borde. Cayó.

Pero despacio, despacio, rodeado por una brisa acariciante. Ambos brazos gritaban de alivio.

Al soltarse, aún conservaba su carga. Los campos del pozo lo envolvían y absorbían su ímpetu, como si él mismo fuera una célula E.

Pero imperfecta. Con la realimentación continua entre una célula E y las paredes del pozo, no flotaría mucho tiempo.

Arriba, la célula E subió y se alejó, aureolada por la fosforescencia azul. Hari se elevó un poco, se detuvo, comenzó a caer de nuevo. El pozo trataba de compensar la presencia de la célula E y de Hari, una carga intrusa. El programa de control de realimentación no podía resolver un problema tan complicado. Pronto el limitado sistema de control decidiría que la célula E era su ocupación y él era un fastidio. Detendría la célula E, la aseguraría en un nivel y se desharía de él. Hari perdió velocidad, se detuvo, cayó de nuevo. Riachuelos eléctricos recorrían su piel, vibraban electrones en su cabello. El aire parecía un envoltorio elástico y chispeante. Su piel temblaba en fieros espasmos, especialmente sobre su cabeza y en la parte inferior de sus piernas, donde se acumulaba más carga. Perdió velocidad de nuevo. En el fulgor fosforescente vio que se acercaba a otro piso. Sintió la esponjosa presión de las fluctuantes paredes.

Quizá pudiera valerse de ello. Se extendió hacia el costado, alzando las piernas para arrojarse contra la gomosa tensión de los campos electrostáticos.

Rozó torpemente esa resistencia algodonosa. Estaba acelerando, cayendo como una pluma. Se estiró para aferrar una cavidad emisora y un borbotón azulado le sacudió la mano. Tembló y jadeó de dolor. Se le entumeció el brazo. Aspiró aire para aclararse la visión, súbitamente acuosa. La pared pasaba a mayor velocidad. Se aproximaba a un nivel, colgando a sólo un metro de la pared del pozo. Pataleó como un mal nadador contra los blandos campos electrostáticos.

Las puertas pasaron. Pateó el interruptor de emergencia, erró, pateó de nuevo, acertó. Las puertas comenzaron a abrirse. Se retorció y cogió el umbral con la mano izquierda.

Otra sacudida en la mano. Cerró los dedos. Se meció con el brazo rígido y chocó contra la pared. Otra descarga eléctrica lo estremeció. Más pequeña, pero le hizo tensar la pierna derecha. Logró apoyar la mano derecha en el umbral.

Había recobrado todo su peso y colgaba contra la pared. Su pie izquierdo encontró una cavidad emisora, se afianzó. Hari se encaramó penosamente. Sus músculos protestaban de dolor.

Procuró concentrarse. Tenía los ojos por encima del umbral. Gritos distantes. Zapatos azules imperiales corriendo hacia él.

«Aguanta, aguanta.» Una mujer con el uniforme de los Guardias Thurbanos se arrodilló junto a él, frunciendo el entrecejo.

—¿Qué hace usted en…?

—Llame… a los Especiales… —graznó Hari. Dígales que me he… caído.