10

Dors sólo llegó hasta el vestíbulo del palacio. Allí la guardia imperial la obligó a dar la vuelta.

—Maldición, es mi esposa —protestó Hari.

—Lo lamento, es una Orden Perentoria —dijo el afable funcionario de la corte. Hari podía oír las mayúsculas. La falange de Especiales que rodeaba a Hari no intimidaba a ese sujeto. Hari se preguntó si alguien podía intimidarlo.

—Mira —le dijo a Dors—, queda un poco de tiempo antes de la reunión. Comamos un bocado en la recepción.

—¡No pensarás entrar! —exclamó ella.

—Creí que entendías. Tengo que entrar. Cleon convocó esta reunión…

—Por instigación de Lamurk.

—Claro, se trata de ese problema dahlita.

—Y ese hombre que tumbé en la recepción. Es probable que alguien lo haya instigado para intervenir.

—Correcto, Lamurk. —Hari sonrió—. Todos los agujeros de gusano conducen a Lamurk.

—No te olvides de la potentada académica.

—Ella está de mi lado.

—Ella quiere ser primer ministro, Hari. Todos los rumores lo dicen.

—Pues que lo sea —gruñó él.

—No puedo dejarte entrar allí.

—Esto es el palacio. —Hari señaló las filas de uniformes azules y dorados—. Hay imperiales por todas partes.

—No me gusta.

—Mira, convinimos en que trataría de hacerte pasar, y falló, tal como te había avisado. De todos modos, nunca habrías aprobado la revisión de armas.

Ella se mordió el labio inferior, pero no dijo nada. Ningún humaniforme podía aprobar la intensa inspección de armamentos.

—Así que entro, discuto y te encuentro después aquí afuera…

—¿Tienes los mapas y datos que organicé?

—Claro, chip incorporado. Puedo leerlo con un triple parpadeo.

Hari tenía un chip encastado en el cuello para copiar datos, una ayuda invaluable en conferencias de matemáticos. Equipo estándar, de fácil acceso. Un microláser dibujaba una imagen en la parte posterior de la retina: colores 3D, un magnífico paquete de gráficos. Dors le había instalado mapas y datos sobre el Imperio, el palacio, la legislación reciente, los hechos notables, todo lo que pudiera surgir en discusiones y protocolos.

Dors abandonó su expresión severa y Hari vio a la mujer que había debajo.

—Yo sólo… por favor, cuídate.

Él le besó la nariz.

—Siempre me cuido.

Caminaron entre las legiones de curiosos que llenaban el vestíbulo, probando los aperitivos que flotaban en bandejas.

—El Imperio se va a la bancarrota y ellos pueden costearse esto —rezongó Hari.

—Es una tradición —dijo Dors—. Beaumunn el Dadivoso no quería demoras en las comidas, que constituían su actividad principal. Ordenó que cada una de sus fincas le preparase las cuatro comidas diarias, por si él llegaba a ir allí. Las sobras se reparten de este modo.

Hari no habría creído una historia tan improbable si no se la hubiera contado una historiadora. Había grupos de gente que obviamente vivían allí, usando alguna posición menor para disfrutar de un banquete incesante. Él y Dors caminaron entre ellos, usando vapores refractarios que enturbiaban la apariencia. El reconocimiento atraería parásitos.

—Aun en medio de tanta ostentación piensas en el problema de Voltaire, ¿verdad? —susurró ella.

—Trato de deducir cómo alguien lo copió de nuestros archivos.

—¿Y alguien lo había solicitado pocas horas antes? —Dors frunció el ceño—. Cuando te negaste, lo robaron.

—Tal vez agentes imperiales.

—No me gusta. Tal vez traten de implicarte aún más en el escándalo de Junin.

—Aun así, el viejo tabú contra los simulacros está desapareciendo. —Él brindó por ella—. Olvidémoslo. Hoy en día, uno simula o se estimula.

Había varios miles de personas bajo el domo esculpido. Para poner a prueba a ciertas personas que los seguían, Dors lo condujo por un trayecto tortuoso. Hari se cansó pronto de esas evasiones. Dors, siempre observadora de la sociedad, señaló a los famosos. Parecía pensar que eso le interesaría, o al menos le impediría pensar en la inminente reunión. Algunos lo reconocieron, a pesar de los vapores de refracción, y tuvieron que detenerse para conversar. Nada sustancial se dijo en esos diálogos, desde luego, por larga tradición.

—Hora de entrar —le advirtió Dors.

—¿Localizaste a los que nos siguen?

—Tres, creo. Si te siguen al palacio, avisaré al capitán de los Especiales.

—No te preocupes. Recuerda que no se permiten armas en el palacio.

—Las tendencias me molestan más que las posibilidades. Ese adhesivo tardó en estallar el tiempo suficiente para que te lo quitaras de encima. Pero me puso tan tensa que ataqué a ese profesor.

—Con lo cual te prohibieron entrar en el palacio —reflexionó Hari—. Es una maniobra muy intrincada.

—No has leído mucho sobre historia de la política imperial, ¿verdad?

—Gracias a Dios, no.

—Sólo te inquietaría —dijo ella, besándolo con repentino y sorprendente fervor—. Y preocuparse es trabajo mío.

—Te veré dentro de unas horas —dijo Hari, aparentando tranquilidad. «Eso espero», se dijo.

Entró en el palacio, atravesando los habituales registros de armas. Nada pasaba inadvertido para esos rastreadores múltiples, ni siquiera un cuchillo de carbono o un cartucho de implosión. Milenios antes, los atentados imperiales eran tan comunes que parecían un deporte. Ahora la tradición y la tecnología se unían para infundir seguridad a estas ocasiones formales. El Consejo Alto se reunía para la revista del emperador, así que había batallones de funcionarios, consejeros, magistrados y curiosos de casaca amarilla. Los parásitos se le pegaban con practicada gracia.

Fuera del Liceo estaba el tradicional banquete benéfico, originalmente una mesa larga, ahora docenas de ellas, rebosantes de manjares.

La generosidad era obligatoria incluso antes de las sesiones; oficiales, un testimonio de la munificencia del emperador. Rechazarla sería un insulto. Hari mordisqueó algunos bocados mientras recorría el Pasaje Sagitario. Abundaban las muchedumbres bulliciosas, sobre todo en los claustros ceremoniales que bordeaban el pasaje, aislados por telones acústicos.

Hari entró en una pequeña cámara de sonido y se liberó súbitamente del bullicio. Revisó sus notas sobre el orden del día del Consejo, pues no quería pasar por despistado. La gente del Alto Tribunal miraba con desprecio todo desvío respecto del protocolo. Aunque los medios no podían entrar en el Liceo, comentaban las sesiones durante semanas, regodeándose en los traspiés de los participantes. Hari odiaba eso, pero si estaba en el juego debía jugarlo.

Recordó que Dors había mencionado a Leon el Libertino, que una vez había organizado un falso banquete para sus ministros. Uno podía morder la fruta, pero luego se adhería a la dentadura de los invitados incautos y permanecía allí hasta que una orden digital la liberaba. Sólo el emperador podía impartir esa orden, y así lo hizo después de divertirse con las súplicas y quejas de los invitados. Había rumores sobre deleites más insidiosos obtenidos por Leon con trampas similares, aunque en aposentos más íntimos.

Hari atravesó los telones de sonido y entró en los antiguos pasillos laterales que conducían al Liceo. Su mapa retinal destacaba esas rutas antiguas y poco frecuentadas. Su séquito lo seguía dócilmente, aunque algunos fruncían el ceño.

Ya los conocía a esas alturas. Querían ser vistos mientras se abrían paso en medio de la muchedumbre de los meros ejecutivos de sector. Recorrer pasillos penumbrosos sin la presión de la multitud no les halagaba el ego.

Al final de un angosto corredor había una estatua de Leon en tamaño natural, empuñando un tradicional cuchillo de verdugo. Hari se detuvo a mirar a ese hombre de cejas gruesas cuya mano derecha mostraba venas abultadas. La obra era impecable y halagüeña para el emperador. El cuchillo era muy realista, y su doble filo refulgía.

Algunos consideraban que el reinado de Leon era el más antiguo de los buenos tiempos, cuando el orden parecía natural y el Imperio se expandía sin tropiezos hacia nuevos mundos. Leon había sido un soberano brutal pero muy amado. Hari quería que la psicohistoria funcionara, ¿pero qué ocurriría si se transformaba en herramienta para revivir semejante pasado?

Hari optó por no pensar en ello. Tendría tiempo suficiente para evaluar si era posible salvar el Imperio, una vez que la psicohistoria existiera de veras.

Entró en la alta cámara imperial, escoltado por los funcionarios rituales y precedido por Cleon, Lamurk y la pompa del Consejo Alto.

Esa atmósfera de opulencia, en vez de deslumbrarlo, lo alentaba en su esfuerzo para comprender mejor el Imperio y, de ser posible, alterar su rumbo.