Nunca es fácil afrontar las críticas, sobre todo cuando existe la posibilidad de que sean atinadas.
Aparte de las eternas maniobras en busca de posición y prestigio, Hari sabía que los demás meritócratas —desde la potentada académica hasta los miembros de su departamento, con muchos más en el medio— tenían buenas razones para objetar lo que él hacía.
Habían oído hablar de la psicohistoria. Eso bastaba para alarmarlos y alertarlos. No aceptaban la posibilidad de que la humanidad no pudiera controlar su futuro, de que la historia fuera resultado de fuerzas que actuaban más allá del horizonte de los meros mortales. ¿Era posible que olieran una verdad que Hari conocía por estudios complejos de varias décadas, la verdad de que el Imperio había resistido gracias a su metanaturaleza superior, no a los actos valientes de los individuos. O incluso, de los mundos?
Gentes de toda clase creían en la autodeterminación humana. Habitualmente partían de la sensación visceral de que actuaban por cuenta propia, de que habían alcanzado sus opiniones a partir de razonamientos internos, es decir, partían de la premisa del paradigma mismo. Era circular, desde luego, pero eso no invalidaba sus argumentos. Como convicción, el sentimiento de estar al control era poderoso. Todos querían creer que eran amos de su destino. La lógica no tenía nada que ver con ello.
¿Y quién era él para decir que estaban equivocados?
—¿Hari?
Era Yugo, con aire de timidez.
—Adelante, amigo.
—Recibimos un raro pedido hace un minuto. Un instituto de investigaciones del que nunca oí hablar nos ofrece mucho dinero.
—¿Para qué? —El dinero siempre venía bien.
—A cambio de los archivos acerca de esos simulacros de Sark.
—¿Voltaire y Juana? La respuesta es no. ¿Quién los pide?
—No sé. Los tenemos guardados. Los originales.
—Averigua quién lo pide.
—Lo intenté. No puedo rastrear el origen.
—Eso es raro.
—Por eso pensé en decírtelo. Huele a gato encerrado.
—Instala un programa de rastreo, por si preguntan de nuevo.
—De acuerdo. Y en cuanto al Bastión dahlita…
—Olvídalo por el momento.
—Mira cómo los imperiales aplastaron esa rebelión en Junin.
Hari dejó que Yugo hablara. Hacía tiempo había dominado el arte académico de aparentar que prestaba atención mientras su mente trabajaba a años luz de distancia.
Sabía que tendría que hablar con el emperador acerca del tema de dahlitas, y no sólo para contrarrestar la maniobra de Lamurk, un o audaz dentro del tradicionalmente inviolable ámbito de Trantor. Una solución rápida y sangrienta para un problema difícil. Limpia y brutal.
Los dahlitas tenían sus razones. Estaban mal representados. También eran impopulares y reaccionarios.
El hecho de que los dahlitas —salvo por lumbreras excepcionales como Yugo— fueran hostiles al instinto habitual de la mentalidad científica no cambiaba las cosas.
Hari empezaba a dudar de que la rígida y formal comunidad científica fuera digna de mayor respeto. A su alrededor veía la corrupción de la imparcialidad de la ciencia, desde la red de subsidios hasta ese reparto de sobras imperiales que denominaban sistema de promoción.
Tan sólo ayer lo había visitado un decano de personal que le había aconsejado, con dudosa lógica, que Hari usara su poder imperial para otorgar un subsidio a un profesor que había trabajado muy poco pero tenía lazos familiares con el Consejo Alto.
—¿No cree que es conveniente para la universidad que usted otorgue un pequeño beneficio a una persona influyente? —había preguntado el decano con toda sinceridad. Hari se negó, pero llamó al sujeto para explicarle por qué.
El decano quedó atónito ante tanta franqueza. Luego Hari pensó que el decano tenía razón dentro de su sistema lógico. Si los subsidios eran meras prebendas, dependientes de su liberalidad, ¿por qué no otorgarlos por razones políticas? Era un modo raro de pensar, pero había que admitir que era coherente.
Hari suspiró. Cuando Yugo hizo una pausa en su vehemente perorata, Hari sonrió. No, reacción errónea. Entrecejo fruncido. Eso dio resultado. Yugo continuó con su discurso, meciendo los brazos, elevando los epítetos a exageradas alturas.
Hari comprendió que el mero contacto con la política tal como era, la lucha brutal de enjambres ciegos en las sombras, había causado dudas sobre su posición. ¿La ciencia en la que tanto creía en Helicon era tan útil como él pensaba para personas como los dahlitas?
Sus reflexiones lo llevaron de vuelta a sus ecuaciones. ¿Era posible impulsar el Imperio mediante la razón y la decisión moral, en vez del poder y la riqueza? Las teocracias lo habían intentado, y habían fracasado. Las cientocracias, más infrecuentes, se habían vuelto excesivamente rígidas.
—Y les dije que sí, que Hari podía hacerlo —concluyó Yugo.
—¿Qué?
—Respaldar el plan de Alphoso para la representación dahlita.
—Pensaré en ello —dijo Hari para cubrirse—. Entretanto, oigamos un informe sobre ese aspecto de la longevidad.
—Lo entregué a tres de los nuevos asistentes de investigación —dijo Yugo más calmado—. No pudieron entenderlo.
—Si eres mal cazador, los bosques siempre están vacíos.
La mirada de asombro de Yugo hizo que Hari se preguntara si no habría sido demasiado brusco. La política cobraba su precio.
—Así que incluí el factor longevidad en las ecuaciones, sólo para ver qué ocurría. —Yugo insertó un núcleo elipsoidal de datos en el lector del escritorio de Hari—. Mira lo que ocurre.
Un legado persistente de la preantigüedad era el año galáctico estándar, usado por todos los mundos del Imperio en cuestiones oficiales. Hari siempre se había preguntado si era un resabio del período orbital terráqueo. Con su año de doce meses, cada uno de veintiocho días, sugería como candidatos a sólo 1.224.675 de los 25 millones de mundos del Imperio. Pero las rotaciones, precesiones y resonancias satelitales perturbaban todos los períodos planetarios. Ninguno de esos 1.224.675 mundos concordaba exactamente con el calendario EG. Más de 17.000 se aproximaban bastante.
Yugo se puso a explicar sus resultados. Un rasgo curioso de la historia imperial era la longevidad humana. Todavía era de cien años, pero algunos escritos antiguos sugerían que esto representaba casi el doble del «año primordial» (como decía un texto) que era «natural» para los humanos. En tal caso, la gente vivía casi el doble que en épocas preimperiales. La extensión indefinida de la longevidad era imposible; la biología siempre ganaba al final. Nuevas enfermedades ocupaban el nicho asignado al cuerpo humano.
—Dors me dio los detalles básicos. Una dama perspicaz —dijo Yugo—. Mira estos datos. —Eran curvas, proyecciones 3D, hojas de correlaciones.
La colisión entre la ciencia biológica y la cultura humana siempre era intensa, a menudo nociva. Habitualmente llevaba a una política de mercado libre donde los padres podían seleccionar rasgos deseables para sus hijos.
Algunos optaban por la longevidad, llevándola a 125, incluso 150 años. Cuando una mayoría era longeva, esas sociedades planetarias trastabillaban. ¿Por qué?
—Así que examiné las ecuaciones, buscando influencias externas —continuó Yugo. El ferviente dahlita había desaparecido; allí estaba la brillantez que décadas atrás había inducido a Hari a rescatar a Yugo de un trabajo inferior.
A través de la grácil y engañosa sinuosidad de las ecuaciones, había hallado una llamativa resonancia. Había ciclos subyacentes en la economía y la política, bien comprendidos, de 120 a 150 años.
Cuando la longevidad humana alcanzaba esos límites, se iniciaba una realimentación destructiva. Los mercados se convertían en paisajes escabrosos, con cumbres y valles.
Las culturas pasaban del exceso extravagante a la restricción puritana. Al cabo de siglos, el caos destruía casi toda la capacidad biocientífica, o bien las restricciones religiosas la sofocaban. La longevidad media descendía de nuevo.
—Qué extraño —dijo Hari, observando las bruscas curvas de los ciclos, sus arcos partiéndose en segmentos astillados—. Siempre me he preguntado por qué no vivimos más.
—Hay gran presión social en contra. Ahora sabemos de dónde viene.
—Aun así… me gustaría tener una vida productiva de varios siglos.
Yugo sonrió.
—Mira los medios… obras dramáticas, leyendas, holonovelas. Los vejestorios siempre son tacaños feos y codiciosos que tratan de acapararlo todo.
—Habitualmente es verdad.
—Y los mitos. Los que se levantan de la tumba. Vampiros, momias. Siempre son malignos.
—¿Sin excepción?
Yugo asintió.
—Dors me dio algunos ejemplos realmente viejos. Estaba ese antiguo mártir… ¿Jesús, verdad?
—¿Una especie de rito de resurrección?
—Dors dice que tal vez Jesús no haya existido de veras. Eso es lo que dicen los desperdigados textos antiguos. Tal vez el mito sea un psicosueño colectivo. Notarás que no se quedó mucho tiempo después de regresar de la tumba.
—Ascendió al cielo, ¿verdad?
—Se marchó deprisa, al menos. La gente no te quiere tener cerca, aunque hayas vencido a la parca.
Yugo señaló las curvas, que convergían en un desastre.
—Al menos podemos entender por qué la mayoría de las sociedades aprenden a no permitir que la gente viva demasiado.
Hari estudió las superficies de acontecimientos.
—Ah, ¿pero quién aprende?
—¿Eh? La gente, de un modo u otro.
—Pero ninguna persona supo esto. —Señaló con el dedo.
—El conocimiento está encarnado en tabúes, leyendas, leyes.
Hari asintió. Surgió una idea, algo más grande que aguardaba más allá de sus intuiciones. Se le escabulló. Tendría que esperar a que la idea lo visitara de nuevo, si alguna vez disponía de tiempo para escuchar esa voz que le susurraba como una figura evasiva en una calle neblinosa.
Hari se recobró.
—Buen trabajo. Estoy bastante impresionado. Publícalo.
—Creí que mantendríamos oculta la psicohistoria.
—Este es un elemento pequeño. La gente creerá que los rumores son versiones exageradas de esto.
—La psicohistoria no puede funcionar si la gente sabe.
—No hay peligro. El elemento de la longevidad obtendrá mucha cobertura y acallará las especulaciones.
—¿Entonces será una pantalla contra los fisgones imperiales?
—Exacto.
Yugo sonrió.
—Es curioso que espíen incluso a un «ornamento del Imperio». Así te llamó Cleon antes de la recepción oficial de la semana pasada.
—¿De veras? No lo oí.
—Trabajas demasiado en esos subsidios. Tienes que delegar ese material.
—Necesitamos más recursos para la psicohistoria.
—¿Por qué no obtienes algún dinero a través del emperador?
—Lamurk lo descubriría y lo usaría contra mí. Favoritismo en el Consejo Alto y cosas así. Tú mismo podrías escribir el artículo.
—Tal vez. Pero sin duda sería mucho más fácil con dinero.
—La idea es no hacernos notar. Evitar el escándalo, dejar que Cleon haga su danza diplomática.
—Cleon también dijo que eras una «flor del intelecto». Lo he grabado para ti.
—Olvídalo. A una flor no le conviene sobresalir demasiado, porque la cortan.