La potentada académica lo condujo afuera con palabras corteses y conciliatorias. Dors aguardaba en la suntuosa entrada. Pero Hari había captado el mensaje esencial: la meritocracia académica lo respaldaría como primer ministro si él cuando menos aparentaba suscribir la ortodoxia predominante.
Juntos, con la habitual guardia de honor académica, descendieron a la vasta rotonda. Era un vertiginoso anfiteatro con varias disciplinas representadas por sus insignias, expuestas en inmensas paredes. Debajo de ellos se agitaba una muchedumbre parlanchina, miles de mentes hablantes reunidas para presentar discursos e informes y calumniar a distinguidos colegas.
—¿Crees que sobreviviremos? —preguntó Hari.
—No me sueltes —dijo Dors, cogiéndole la mano.
Comprendió que ella había tomado la pregunta literalmente.
Poco después la potentada académica ya no fingía saborear los estimulantes, sino que los ingería como si fueran uno de los principales grupos alimentarios. Guio a Hari y Dors de grupo en grupo. En ocasiones recordaba su papel de anfitriona y fingía interesarse en él como algo más que una pieza de ajedrez en un juego más amplio. Lamentablemente estos intentos se centraban en preguntas sobre su vida personal.
Dors eludía esos interrogatorios con gestos y sonrisas. Cuando la potentada se volvió hacia Hari para preguntarle si hacía ejercicio, él no pudo resistirse a responder que ejercía la contención.
La oficial de protocolo frunció el ceño, pero el comentario de Hari pasó inadvertido en medio de la muchedumbre. La compañía de sus colegas le resultaba un poco incómoda. Hablaban con una ironía distante que los ponía por encima de los temas que comentaban. Sus avinagradas paradojas y su humor incisivo le resultaban irritantes e inoportunos. Sabía que las controversias más feroces giran sobre cuestiones donde no hay pruebas fehacientes en ninguno de ambos sentidos. Aun así, habla una desesperación afectada incluso entre los científicos.
La física fundamental y la cosmología habían sido bien elaboradas en la lejana antigüedad. Ahora la historia científica imperial procuraba extraer detalles intrincados e investigarlos con miras a aplicaciones inteligentes. La humanidad estaba atrapada en un cosmos que se expandía, aunque la expansión perdía velocidad, y destinada a ver la extinción de las estrellas. El lento deslizamiento hacia un futuro indefinido estaba ordenado por el contenido masa-energía presente en el origen mismo del universo. Los humanos no podían hacer nada contra ese destino, salvo comprenderlo.
Se había descubierto un inmenso territorio intelectual, pero eso sólo puede hacerse una vez. Ahora los científicos no eran descubridores sino colonos o turistas.
No era sorprendente que aun los mejores de ellos, procedentes de toda una galaxia, tuvieran un aire de brillo gastado, como oro viejo.
Los meritócratas no engendraban muchos hijos y tenían una apariencia de airosa esterilidad. Hari se preguntó si existía un terreno intermedio entre esa atmósfera enrarecida y el caos de los «renacimientos» que surgían en los mundos caóticos. Tal vez necesitara saber más sobre la naturaleza humana.
La oficial de protocolo lo guio por una aerorrampa espiralada, y la electrostática los sostuvo y los bajó suavemente hacia los consabidos reporteros. Hari los miró con aprensión y Dors le estrujó la mano.
—¿Tienes que hablar con ellos?
Él suspiró.
—Si los ignoro, publicarán eso.
—Que Lamurk los divierta.
—No. —Hari entornó los ojos—. Ya que estoy en esto, será mejor que juegue para ganar.
Ella ensanchó los ojos.
—Te has decidido, ¿verdad?
—¿A intentarlo? Claro que sí.
—¿Qué sucedió?
—Esa mujer, la potentada. Ella y su clase creen que el mundo es sólo un conjunto de opiniones.
—¿Qué tiene que ver eso con Lamurk?
—No puedo explicarlo. Todos forman parte de la decadencia. Quizá sea eso.
Ella le estudió el semblante.
—Nunca te entenderé.
—Bien. Eso sería aburrido, ¿verdad?
Los reporteros se aproximaron apuntando sus cámaras 3D como armas.
—Toda entrevista comienza como una seducción y termina con una traición —le susurró Hari a Dors. Bajaron.
—Académico Seldon, usted es conocido como matemático, como candidato a primer ministro y como heliconiano. Usted…
—Sólo caí en la cuenta de que yo era heliconiano cuando vine a Trantor.
—Y su carrera como matemático…
—Sólo caí en la cuenta de que yo pensaba como matemático cuando empecé a tratar con políticos.
—Pues bien, como político.
—Todavía soy heliconiano.
Esto provocó algunas risas.
—¿Entonces valora lo tradicional?
—Si funciona.
—Nosotros no valoramos ideas viejas —dijo una ondulante mujer de la zona Fornax—. El futuro del Imperio depende de la gente, no de las leyes. ¿De acuerdo?
—Era una racional, y hablaba un galáctico despojado y ordenado, libre de irregularidades y construcciones complejas. Hari podía seguirlo, pero para él los rebuscados giros del galáctico clásico tenían su encanto.
Para deleite de Hari, varias personas disintieron a gritos. En medio de esa algarabía Hari reflexionó sobre la infinidad de culturas humanas representadas en esa vasta sala, todavía unidas por el galáctico clásico.
La robusta base de ese idioma se había entretejido durante el principio del Imperio. Hacía muchos milenios que el idioma dormía sobre sus laureles, sin duda. Él había añadido un pequeño término de interacción a sus ecuaciones para dar cabida a las ondulaciones culturales provocadas por la zambullida de un nuevo argot en la piscina lingüística. Los antiguos floripondios del galáctico permitían sutilezas negadas a los racionales —o «ratas», como los llamaban algunos— además de divertidos retruécanos. Trató de exponer sus ideas, pero la mujer insistió:
—¡No respaldamos la rareza, sino el orden! Las antiguas costumbres fracasaron. Como matemático usted también…
—Vamos —dijo Hari, irritado—. Ni siquiera en los sistemas axiomáticos cerrados todas las proposiciones son susceptibles de decisión. Sugiero que usted no puede predecir lo que haría yo como primer ministro.
—¿Cree que el Consejo se somete a la razón? —preguntó altaneramente la mujer.
—El triunfo de la razón consiste en llevarse bien con quienes no la poseen —dijo Hari. Para su sorpresa, algunos aplaudieron.
—Su teoría de la historia niega la capacidad de Dios para intervenir en los asuntos humanos —afirmó un hombre delgado de un planeta de baja gravedad—. ¿Qué me responde a eso?
Hari estaba por darle la razón (para él no importaba demasiado) cuando Dors se plantó ante él.
—Tal vez pueda citar algunas investigaciones, ya que estamos en un acto académico. —Dors sonrió—. Leí a un historiador de hace mil años que había verificado el poder de la plegaria.
Hari la miró con sorprendido escepticismo.
—¿Córno se puede científicamente…? —preguntó el hombre delgado.
—Él razonó que las personas por quienes más se rezaba eran las más famosas. No obstante, era gente elevada que estaba por encima de la refriega.
—¿Los emperadores? —preguntó el hombre delgado con fascinación.
—Exacto. Y los miembros de su familia. Analizó sus tasas de mortalidad.
Hari nunca había oído eso, pero su innato escepticismo exigía detalles.
—¿Teniendo en cuenta su mejor atención médica, y su seguridad frente a accidentes comunes?
Dors sonrió.
—Efectivamente. Más el riesgo de magnicidio.
El hombre flaco no sabía adónde conducía eso, pero su curiosidad pudo más que él.
—¿Y…?
—Descubrió que los emperadores morían antes que las personas por quienes no rezaba nadie —dijo Dors.
El hombre flaco parecía alarmado, airado.
—¿Cuál era la desviación media? —le preguntó Hari.
—¡Siempre escéptico! No la suficiente para demostrar que la plegaria tenía un efecto dañino.
—Ah.
A la multitud parecía divertirle este ejemplo de promoción en equipo. Sería mejor dejarla con ganas de pedir más. Hari dio las gracias y se perdió detrás de una pantalla de Especiales.
Ahora quedaba la multitud misma. Cleon lo había instado a codearse con esa gente, supuestamente su base de poder, los meritócratas. —Hari arrugó la nariz con resignación.
Al cabo de la primera media hora, comprendió que era cuestión de estilo.
En la rural Helicon había aprendido a atribuir gran importancia a los buenos modales y la cortesía. Entre los alertas y cínicos académicos había encontrado muchos que parecían poco sociables, hasta que comprendió que operaban a partir de una cultura diferente, donde el ingenio importaba más que la gracia. Sus sutiles matices de voz comunicaban arrogancia y petulancia en un precario equilibrio que se traducía, en momentos de descuido, en juicios acerbos y cortantes, a menudo incluso despojados de la pátina del ingenio. Tuvo que obligarse a decir «Con el debido respeto» al comienzo de una discusión, y a decirlo con franqueza.
Además estaban los elementos tácitos.
Entre los círculos de ambiciosos, el lenguaje corporal era esencial, una habilidad aprendida. Había poses de confianza, impaciencia, sumisión (cuatro matices), amenaza, estima, timidez y muchas más. Codificadas y comprendidas inconscientemente, cada cual inducía un estado neurológico específico en uno mismo y en los demás. Había rudimentos de este arte en la danza, la política y las artes marciales. Siendo sistemático, uno podía comunicar mucho más. Al igual que con el lenguaje, un diccionario ayudaba.
Un filósofo no lineal renombrado en toda la galaxia le sonrió con suficiencia.
—Sin duda, profesor —le dijo—, usted no sostendrá seriamente que su intento de integrar la matemática en la historia puede funcionar. La gente puede ser lo que quiera. Las ecuaciones no la cambiarán.
—Yo sólo procuro describir.
—¿Entonces no es una gran teoría de la historia?
«Evita una negación directa», pensó.
—Sabré que voy por la buena senda cuando pueda describir un aspecto de la naturaleza humana.
—Ah, pero eso no existe —dijo el hombre con certeza, ladeando el pecho y los brazos.
—¡Claro que hay una naturaleza humana! —replicó Hari.
Una sonrisa compasiva, un gesto condescendiente.
—¿Por qué debería haberla?
—La herencia interactúa con el medio ambiente para arrastrarnos hacia una media fija. Orienta a la gente de todas las sociedades, en millones de mundos, hacia el estrecho círculo estadístico que debemos llamar naturaleza humana.
—No creo que haya suficientes rasgos generales…
—Vínculo entre padres e hijos. División del trabajo entre los sexos.
—Bien, sin duda eso es común entre todos los animales. Yo…
—Evitar el incesto. Altruismo hacia nuestros allegados… Y en estos casos hablamos significativamente de humanitarismo.
—Bien, son sólo lazos familiares normales…
—Mire el lado oscuro. Recelo frente a los desconocidos. Tribalismo. Mire los ochocientos sectores de Trantor. Jerarquías aun en los grupos más pequeños, desde la corte del emperador hasta un equipo de bolos.
—Usted no puede dar semejantes saltos, hacer comparaciones tan simplistas y grotescas.
—Puedo y lo hago. Dominación masculina, en general, y marcada agresión territorial cuando los recursos son escasos.
—Esos son rasgos menores.
—Nos vinculan. Un sofisticado trantoriano y un granjero arcadiano pueden entender la vida del otro, por la simple razón de que su común humanidad vive en los genes que comparten desde hace decenas de milenios.
Este exabrupto no fue bien recibido. Hubo ceños fruncidos, gestos reprobatorios.
Hari notó que se había propasado. Más aún, casi había expuesto la psicohistoria.
Pero le costaba no hablar francamente. A su entender las humanidades y las ciencias sociales se reducían a ramas especializadas de la matemática y la biología. La historia, la biografía y la narrativa eran síntomas. La antropología y la sociología constituían, en conjunto, la sociobiología de una especie. Pero no lograba averiguar cómo incluir eso en las ecuaciones. Notó que había hablado de más porque sentía atracción ante su propia falta de entendimiento.
Aun así, eso no excusaba su estupidez. Abrió la boca para calmar aguas.
Vio al hombre jadeante que venía por su izquierda. La boca torcida, los ojos blancos, la mano extendida hacia delante, empuñando un tubo cromado y brillante con un agujero en la punta, una mancha negra que se expandía hasta parecerse al Devorador de Todas las Cosas e acechaba en el centro galáctico…
Dors detuvo al hombre con un habilidoso golpe. Le desvió el brazo hacia arriba, le pegó en el gaznate y en el vientre. Luego arqueó el brazo y le obligó a dar la vuelta, haciéndole tropezar con la pierna izquierda y bajándole la cabeza con la derecha.
Cayeron al suelo, Dors encima, mientras el arma patinaba entre los zapatos de la multitud, que retrocedía presa del pánico.
Los Especiales lo rodearon y Hari no vio nada más. Le gritó a Dors. Cundían los alaridos. Más alboroto. Los Especiales se apartaron, el hombre se incorporó, Dors se puso de pie, pistola en mano, sacudiendo la cabeza. El hombre se levantó con esfuerzo.
—Un tubo de grabación —dijo ella de mal humor.
—¿Qué? —Hari apenas podía oír en medio del bullicio.
El brazo izquierdo del hombre estaba torcido en un ángulo extraño, obviamente roto.
—Yo estaba de acuerdo con cada una de sus palabras —graznó, el rostro pálido—. De veras.