No quería ir al coloquio de las grandes universidades imperiales, pero el protocolo imperial pesaba sobre él. «Un candidato a primer ministro tiene obligaciones», le había dicho la oficial de protocolo.
Así que ella y Dors aparecieron en el Salón Imperial de Festivales. Sus Especiales usaban discretos trajes formales, con cuellos alechugados de meritócratas de nivel medio.
—Para mezclarse mejor con la multitud —bromeó Dors. Hari vio que los identificaban al instante y se alejaban. A él lo habrían ignorado. Entraron en un alto corredor de doble arcada, bordeado por antiguas estatuas que invitaban al paseante a lamerlas. Hari hizo la prueba, después de leer atentamente un refulgente letrero que le aseguraba que no había riesgo biológico. Tras una larga lamida sintió un tenue sabor a aceite y manzanas quemadas, un indicio de aquello que los antiguos consideraban estimulante.
—¿Qué es lo primero? —preguntó a la oficial de protocolo.
—Una audiencia con una persona del mundo académico —respondió ella, y añadió enfáticamente: A solas.
Dors no estaba de acuerdo y Hari negoció una solución intermedia. Dors permanecería en la puerta.
—Le haré servir refrigerios allí —dijo la oficial.
Dors le sonrió glacialmente.
—¿Por qué esta audiencia es tan importante?
La oficial la miró con desdén.
—Esta persona tiene mucha influencia en el Consejo Alto.
—Y puede ganarme algunos votos —dijo Hari en tono conciliador.
—Un poco de charla cortés —dijo la oficial de protocolo.
—Prometo, por decirlo con delicadeza, sobar las posaderas de ese hombre. O esa mujer.
Dors sonrió.
—Más vale que no sea mujer.
—Es curioso que ese acto tenga implicaciones sexuales.
La oficial de protocolo carraspeó y lo guio entre pantallas crepitantes que le erizaron el cabello. Parecía que incluso un funcionario académico necesitaba medidas de seguridad personal.
Una vez dentro, Hari se encontró a solas con una mujer mayor. Con razón la oficial de protocolo había carraspeado.
—Qué amable ha sido al venir. —Ella permaneció inmóvil, una mano extendida, la muñeca floja. Un efecto de cascada tintineaba a sus espaldas, enmarcando sus artificiosos atractivos.
Era como entrar en la naturaleza muerta de un museo. Hari no sabía si estrecharle o besarle la mano. Se la estrechó, y la expresión de ella le hizo pensar que había elegido mal.
Usaba mucho maquillaje y se inclinaba hacia delante como si viera muchas cosas que los demás no captaban.
Había sido una pensadora original, una filósofa no lineal. Ahora muchos meritócratas de la galaxia le debían lealtad.
Antes de sentarse, ella señaló la pared.
—¿Quiere ajustar el brillo? —El efecto de cascada se había convertido en una espesa niebla. A veces anda mal y la habitación no lo reajusta.
Un modo de establecer una jerarquía, sospechó Hari. Habituarlo a hacer aquello que le pedía. O quizá fuera una de esas mujeres que se sentían inseguras si no lograban que un hombre les prestara servicios menores. O quizá sólo fuera inepta y quisiera su cascada. O quizás él analizaba hasta el último detalle, un vicio de matemático.
—He oído cosas notables sobre su trabajo —dijo ella. La Figura Encumbrada Habituada a la Obediencia Inmediata se convirtió en Dama Grácil Tranquilizando al Subalterno. Él dijo una frase neutra. Un tiktok trajo un estimulante líquido que se deslizó por su garganta como una nube sedosa.
—¿Cree reunir las condiciones prácticas para el ministerio?
—Nada es más práctico y útil que una teoría atinada.
—Habla como un auténtico matemático. Bien, en nombre de todos los meritócratas, espero que esté a la altura de la tarea.
Pensó en decirle —a pesar de todo, ella tenía cierto encanto— que el ministerio le importaba un bledo. Pero la intuición lo indujo a contenerse. Ella era otra dueña del poder. Supo que en el pasado esa mujer había sido vengativa.
Ella lo miró con picardía.
—Entiendo que usted ha conquistado al emperador con una teoría de la historia.
—Por el momento es apenas una descripción.
—¿Una especie de síntesis?
—Descubrimientos para los brillantes, síntesis para los obsesivos.
—Sin duda usted sabe que hay un aire de futilidad en semejante ambición. —Un destello acerado en los ojos claros.
—No lo había advertido, potentada.
—La ciencia es una construcción arbitraria. Perpetúa la desacreditada noción de que el progreso siempre es posible, incluso deseable.
—¿Sí? —Hari se había esculpido una sonrisa cortés en la cara y no estaba dispuesto a borrársela.
—De esas ideas sólo surgen órdenes sociales opresivos. La presunta objetividad de la ciencia oculta el hecho de que es sólo un «juego de lenguaje» entre otros. Todas esas configuraciones arbitrarias residen en un universo conceptual de discursos rivales.
—Entiendo. —Hari ensanchó la sonrisa. Tenía la sensación de que le partiría la cara.
—Elevar las «verdades» científicas —declaró ella con gesto desdeñoso— por encima de otras construcciones equivale a colonizar el paisaje intelectual. A esclavizar a nuestros rivales.
—Ajá. —Hari tuvo la impresión de que no duraría mucho en su posición neutra—. Antes de siquiera considerar el tema, ¿usted sostiene que conoce el mejor modo de estudiarlo?
—La teoría social y el análisis lingüístico tienen el poder final, pues todas las verdades tienen una validez histórica y cultural muy limitada. Por ende, esta «psicohistoria» de todas las sociedades es absurda.
Conque conocía el término. Los rumores estaban circulando.
—Tal vez usted subestime un poco el tosco roce de lo real.
Un ligero deshielo.
—Astuta expresión, académico. Aun así, la categoría de lo «real» es una construcción social.
—Desde luego, la ciencia es un proceso social. Pero las teorías científicas no se limitan a reflejar la sociedad.
—Qué encantador, pensar todavía así. —La vaga sonrisa no logró ocultar el destello helado de sus ojos.
—Las teorías no son meros cambios de moda, como el uso de faldas cortas o largas entre los hombres.
—Académico, usted conoce que no hay nada que pueda conocerse más allá de los discursos humanos.
Él mantuvo una voz serena, afable. ¿Debía señalar que ella había logrado «conocer» de dos maneras contradictorias en la misma frase?
No, eso sería prestarse a juegos de palabras, lo cual respaldaría sutilmente el punto de vista de ella.
—Seguro, los montañeros pueden discutir y teorizar sobre cuál es la mejor ruta para llegar a la cumbre.
—Siempre de modos condicionados por su historia y sus estructuras sociales.
—Pero una vez que llegan allí, la conocen. Nadie diría que «construyeron la montaña».
Ella frunció los labios y se sirvió otro nuboso estimulante.
—Mmm. Realismo elemental. Pero todos sus «hechos» encarnan una teoría. Modos de ver.
—No puedo dejar de notar que los antropólogos, los sociólogos, toda la pandilla, sienten una deliciosa sensación de superioridad cuando niegan la realidad objetiva de los «descubrimientos» de las ciencias duras.
Ella se irguió.
—No hay verdades elementales que existan independientemente de la gente, los idiomas y las culturas que las crean.
—¿Entonces no cree en la realidad objetiva?
—¿Quién es el objeto?
Él tuvo que echarse a reír.
—Juego idiomático. ¿Entonces las estructuras lingüísticas dictan lo que vemos?
—¿No es obvio? Vivimos en una galaxia rica en culturas, y cada cual ve la galaxia a su manera.
—Pero obedeciendo leyes. Muchas investigaciones demuestran que el pensamiento y la percepción preceden al habla, existen al margen del lenguaje.
—¿Qué leyes?
—Las leyes del movimiento social. Una teoría de la historia social… si tuviéramos una.
—Intenta usted lo imposible. Y si desea ser primer ministro, gozando del respaldo de sus colegas académicos y meritócratas, tendrá que atenerse al punto de vista predominante en nuestra sociedad: La cultura moderna profesa una franca incredulidad ante esas metanarrativas.
Hari tuvo la tentación de decirle que se llevaría una sorpresa, pero sólo respondió:
—Veremos.
—No vemos las cosas como son —dijo la culta dama—, sino como SOMOS.
Con cierta tristeza, Hari comprendió que la república de la indagación intelectual también padecía, como el Imperio, cierta decadencia interna.