Aún no es hora de que lleguen los Especiales, pensó Hari. Pero era imposible realizar cualquier tarea mientras estaba tenso.
Movió monedas en el bolsillo, se distrajo, extrajo una. Una moneda de cinco créditos, aleación ámbar, una elegante cabeza de Cleon I en un lado —las casas de moneda siempre halagaban a los emperadores— y el disco de la galaxia visto desde arriba en el otro. La sostuvo de canto y reflexionó.
Digamos que la anchura de la moneda representa la altura de escala típica del disco. Para mayor exactitud, la moneda tendría que abultarse en el centro para describir el eje, pero en general era una buena réplica geométrica.
En el disco había un defecto, una ampolla diminuta en un brazo en espiral exterior. Calculó mentalmente la proporción, concediendo que la galaxia tenía unos cien mil años luz de diámetro. Pestañeó. La a retrataba un volumen de mil años luz de diámetro. En los exteriores, eso contendría diez millones de estrellas.
Ver tantos mundos como una mancha a la deriva en la inmensidad le hizo sentir como si Trantor hubiera perdido su solidez y él hubiera caído en un abismo.
¿Podía la humanidad importar a semejante escala? Tantos miles de millones de almas, abarrotadas en un punto granuloso.
Pero los humanos se habían extendido por la inabordable extensión de ese disco en un pestañeo.
La humanidad se había propagado por los brazos en espiral, internándose en los agujeros de gusano, rodeando el centro en pocos miles de años. En ese período los brazos en espiral no habían avanzado un tramo perceptible en su parsimoniosa gavota; eso llevaría quinientos millones de años. Con su apetencia de horizontes lejanos, los humanos se habían propagado por la red de agujeros de gusano, apareciendo frente a soles de color rojo turgente, azul virulento, rubí humeante.
La mancha representaba un volumen que un cerebro humano, con su capacidad de primate, no podía aprehender, salvo como notación matemática. Pero ese mismo cerebro impulsaba a los humanos hacia el exterior, y ahora recorrían la galaxia, dominando el abismo constelado de estrellas, sin conocerse a sí mismos.
Un solo humano no podía sondear un punto del disco, pero la suma de la humanidad, sus mentes, podían, paso a paso y de una en una, conocer su territorio estelar inmediato.
¿Y qué deseaba él? Abarcar toda esa humanidad, sus impulsos más profundos, sus mecanismos oscuros, su pasado, su presente y su futuro. Quería conocer a la especie errabunda que había logrado coger ese disco para convertirlo en un juguete.
Así que quizás una sola mente humana sí pudiera aprehender el disco, elevándose un nivel, y sondear los efectos colectivos ocultos en las intrincadas ecuaciones.
Describir Trantor, en esa proporción, era un juego de niños. Para el Imperio, necesitaría una comprensión mucho más vasta.
La matemática podía regir la galaxia con sus símbolos traslúcidos e invisibles.
Así que un solo hombre o mujer podía importar.
Quizá. Sacudió la cabeza. Una sola cabeza humana.
«Adelantándonos un poco, ¿verdad? Sueños de divinidad…» De vuelta al trabajo.
Pero no podía trabajar. Tenía que esperar. Para su alivio, los Especiales imperiales llegaron y lo escoltaron por la Universidad de Streeling. A estas alturas estaba acostumbrado a los curiosos, al embarazo de avanzar entre las muchedumbres que ahora se apiñaban donde quiera que iba.
—Hoy tienes mucho trabajo —le dijo al capitán de los Especiales.
—Gajes del oficio, señor.
—Espero que te paguen extra por esto.
—Sí, señor. Es un añadido.
—Por riesgos extra, ¿verdad? Misión peligrosa.
El capitán pareció avergonzarse.
—Bien… sí, señor.
—Si alguien empieza a disparar, ¿cuáles son tus órdenes?
—Si logran penetrar el perímetro, debemos interponernos entre ellos y usted.
—¿Y entonces? ¿Recibirías una pulsación gauss o un dardo?
Él pareció sorprendido.
—Desde luego.
—¿De veras?
—Es nuestro deber.
Hari se sintió humillado por la sencilla lealtad de ese hombre. No hacia Hari Seldon, sino hacia la idea del Imperio, el orden, la civilización.
Y Hari comprendió que él también era devoto de esa idea. Era preciso salvar el Imperio, o al menos detener su declive. Eso sólo se podía lograr sondeando su estructura profunda.
Y tal vez por eso le disgustaba la idea de ser primer ministro. Le quitaba tiempo, concentración.
En los módulos blindados de los Especiales se desquitó de su descontento sacando su tablilla y trabajando en algunas ecuaciones. El capitán tuvo que avisarle cuando llegaron al palacio. Hari bajó y se encontró con el habitual ritual de seguridad: los Especiales desplegándose y sensores aéreos elevándose para escrutar el perímetro. Le recordaban abejas doradas, zumbonas y vigilantes.
Caminó junto a una pared que conducía a los jardines de palacio y una lámina parda y redonda del tamaño de una uña salió de la pared y se le adhirió al cuello. Hari se la desprendió.
La reconoció como una chuchería promocional, un autoadhesivo que daba una sensación placentera al inyectar endorfinas en la corriente sanguínea. También predisponía sutilmente para ciertas señales luminosas de los anuncios del corredor.
Arrojó el adhesivo. Un Especial lo recogió y de pronto estallaron gritos alrededor. El Especial intentaba liberarse del adhesivo.
Un aguijón anaranjado asomó con un fogonazo en la mano del guardia. El hombre soltó un grito y otro Especial lo aferró y lo empujo al suelo. Cinco Especiales rodearon a Hari y él no vio nada más.
El Especial gritaba a voz en cuello. Algo cortó el gemido de dolor. El capitán ordenó seguir adelante y Hari tuvo que trotar con los Especiales hacia los jardines y por varios senderos.
Tardaron un tiempo en aclarar el incidente. El adhesivo era imposible de rastrear, y no había manera de saber con certeza si estaba dirigido a Hari.
—Podría formar parte de una conspiración palaciega —dijo el capitán—. Quizá sólo esperaba a un peatón con una signatura aromática similar.
—¿No estaba dirigido a mí?
—Podría ser. El adhesivo tardó un par de segundos en decidir si lo buscaba a usted o no.
—Y me buscaba.
—Los olores del cuerpo y la piel no son exactos.
—Tendré que empezar a usar perfume.
El capitán sonrió.
—Eso no detendría a un dispositivo inteligente.
Aparecieron otros especialistas en protección para evaluar pruebas y compartir opiniones. Hari quiso visitar al Especial que había recogido el adhesivo. Ya lo habían enviado a una sala de emergencia, y decían que perdería la mano. Y Hari no podía verlo. Cuestiones de seguridad.
Pronto Hari se aburrió del asunto. Había ido temprano para pasear por los jardines y, aunque sabía que era irracional, la pérdida del paseo lo afectaba más que el atentado.
Hari se tomó un instante y olvidó el incidente. Visualizó un operador de desplazamiento, un vector azul. El operador presentó el nudo rojo y furibundo y lo desplazó. Más tarde, lo encararía más tarde.
Interrumpió la cháchara y ordenó a los Especiales que lo siguieran. Hubo protestas y las ignoró. Atravesó los jardines, disfrutando del aire libre. Aspiró ávidamente. La cegadora velocidad del ataque había borrado su importancia. Por ahora.
—Las torres del palacio se erguían como una telaraña gigantesca. Entre sus moles se extendían airosas veredas. Una bruma plateada velaba las torres, que titilaban y palpitaban con una cadencia silenciosa, como un gran corazón invisible. Había pasado tanto tiempo en el estrecho panorama de los corredores de Trantor que sus ojos tardaban en captar las desconcertantes perspectivas.
Un movimiento ascendente le llamó la atención mientras atravesaba un parque florido. Desde la inmensa pajarera imperial, miles de aves se elevaban en las corrientes verticales. Sus cambiantes y exquisitas formas eran diáfanas y ondulantes, una danza inmensa y vivaz.
Pero habían sido modeladas milenios atrás mediante bioingeniería, afectando el genoma. Formaban correntadas y ondas semejantes a nubes, o montañas de aire, devorando mosquitos liberados por los jardineros. Pero el soplo de una corriente lateral podía disolver esas delicadas esculturas.
Como el Imperio, reflexionó. Bello en su orden, estable durante quince milenios, pero en decadencia. Resquebrajándose en cámara lenta. O espasmódicamente, como en los disturbios de Junin.
¿Por qué? Aun en medio de ese paisaje encantador, su mente de matemático volvió al problema.
Al entrar en el palacio, se cruzó con una delegación de niños que se dirigían a una audiencia con una figura imperial menor. Súbitamente echó de menos a su hijo adoptivo, Raych. Él y Dors habían decidido enviarlo secretamente a la escuela cuando a Yugo le rompieron la pierna. «Prívalos de objetivos», había dicho Dors.
En la meritocracia, sólo podían tener hijos aquellos adultos con compromiso, estabilidad y talento. La nobleza o los ciudadanos comunes podían engendrar críos a puñados. Los padres eran como artistas, gente especial con un don especial que gozaba de respeto y privilegios, con la libertad para crear humanos felices y competentes. Era una tarea noble y bien retribuida. Hari había tenido el honor de ser aprobado.
En contraste, tres cortesanos con formas extrañas pasaron junto a él. La biotecnología permitía que la gente transformara a sus hijos en torres esqueléticas, en gurruminos semejantes a flores, en enanos verdes o pigmeos rosados. Los enviaban desde todos los confines de la galaxia para divertir a la corte imperial, donde la novedad siempre estaba en boga.
Pero esas variaciones no duraban. Había una norma para la especie. Y torcerla era un hábito igualmente arraigado. Hari admitía que siempre estaría entre los poco sofisticados, pues esas gentes le repugnaban.
Alguien había diseñado la sala de recepción para que pareciera cualquier cosa menos lo que era. Parecía un bolsón irregular de cristal derretido, cruzado por bruñidos tubos de ceramoacero. Estos tubos desembocaban en protuberancias lisas destinadas a oficiar de sillas y mesas.
Parecía improbable que pudiera levantarse de alguna de esas formas una vez que descubriera cómo sentarse en ellas, así que permaneció de pie. Y se preguntó si ese efecto también era deliberado. El palacio era una sutil estructura de diseños superpuestos.
Se trataba de una reunión privada, le había asegurado el personal de Cleon. Aun así, había un pequeño ejército de agregados, encargados de protocolo y asistentes que se habían presentado mientras Hari se dirigía hacia allí atravesando habitaciones cada vez más sobrecargadas. La charla también era más sobrecargada. La vida cortesana estaba dominada por personas pomposas que actuaban como si desvelaran tímidamente estatuas de sí mismas.
Había muchos adornos y refinamientos, el equivalente arquitectónico de las joyas y la seda, e incluso los asistentes menores usaban dignos uniformes verdes. Hari tuvo la sensación de que debía bajar la voz y comprendió, recordando los domingos en Helicon, que este lugar tenía aspecto de iglesia.
Cleon entró y el personal se desvaneció, perdiéndose calladamente en salidas ocultas.
—¡Mi Seldon!
—Vuestro, Alteza —respondió Hari, siguiendo el ritual.
El emperador lo saludó efusivamente, hablando del aparente atentado —«Sin duda un accidente, ¿no crees?»— y lo condujo hacia la gran pared-pantalla. Ante un gesto de Cleon apareció una enorme vista de la galaxia, obra de un nuevo artista. Hari murmuró admirativamente y evocó sus pensamientos de una hora atrás.
Era una escultura temporal que abarcaba toda la historia de la galaxia. El disco era, a fin de cuentas, un cúmulo de escombros que giraban en el fondo de un bache gravitatorio del cosmos. Su aspecto dependía de cuál de los miles de ojos de la humanidad usara uno para verlo. El infrarrojo podía revelar sendas polvorientas. Los rayos X buscaban estanques de gas ardiente. Las antenas de radio registraban fríos bancos de moléculas y plasma magnetizado. Todos estaban cargados de sentido.
En el carrusel del disco, las estrellas cabeceaban bajo complejos tirones newtonianos. Los brazos principales —Sagitario, Orión y Perseo, contando desde el centro— llevaban nombres oscurecidos por su antigüedad. Cada cual contenía una zona de ese nombre, insinuando que quizás allí giraba la antigua Tierra. Pero nadie lo sabía, y las investigaciones no habían revelado ningún candidato. En cambio, docenas de mundos competían por el título de Tierra Verdadera. Muy probablemente, ninguno de ellos lo fuera.
Hitos brillantes resplandecían en las franjas curvas de los brazos en espiral. Una belleza que superaba toda descripción… pero no todo análisis, pensó Hari, fuera físico o social. Si él pudiera encontrar la clave…
—Te felicito por el éxito de mi decreto de los mequetrefes —dijo Cleon.
Hari dejó de mirar la inmensa perspectiva.
—¿Cómo decís, Alteza?
—Tu idea… el primer fruto de la psicohistoria. —Cleon rio entre dientes al ver que Hari no comprendía—. ¿Ya lo has olvidado? Los renegados que saquean, buscando renombre con su infamia. Me aconsejaste que los despojara de su identidad haciéndolos llamar mequetrefes.
Hari se había olvidado del consejo, pero asintió con un cabeceo.
—¡Dio resultado! Sus delitos han mermado. Y los condenados mueren llenos de furia, exigiendo que los hagan famosos. Te aseguro que es una delicia.
Hari sintió un escalofrío ante el modo en que el emperador chasqueaba los labios. La sugerencia que él había hecho de pasada había adquirido una realidad concreta que lo perturbaba.
Oyó que el emperador le preguntaba por sus avances en psicohistoria. Sintió un nudo en la garganta y recordó a esa mujer, Moonrose, y sus irritantes preguntas. Eso parecía haber sido semanas atrás.
—El trabajo es lento —atinó a decir.
—Sin duda requiere un conocimiento profundo de cada aspecto de la vida civilizada —comentó Cleon comprensivamente.
—En ocasiones —repuso Hari, dejando de lado sus ambiguas emociones.
—Recientemente estuve en una convocatoria y me enteré de algo que sin duda has incluido en tus ecuaciones.
—¿Sí, Alteza?
—Se dice que los cimientos mismos del Imperio, al margen de los agujeros de gusano, parten del descubrimiento de la fusión de protones y borones. Nunca había oído hablar de ello, pero el orador declaró que era el mayor logro de la antigüedad. Que toda nave estelar, toda tecnología planetaria, la necesita para obtener energía.
—Supongo que es verdad, pero lo ignoraba.
—¿Un dato tan elemental?
—Lo que no me sirve no me concierne.
Cleon frunció la boca desconcertado.
—Pero sin duda una teoría de toda la historia exige muchos detalles.
—La tecnología sólo entra por sus efectos en otros temas —dijo Hari. ¿Cómo explicar las sinuosidades del cálculo no lineal?—. Con frecuencia lo importante son sus limitaciones.
—Toda tecnología que se distinga de la magia es insuficientemente avanzada —dijo airosamente Cleon.
—Bien dicho, Alteza.
—¿Te gusta? La frase es de ese sujeto, Draius. Tiene su gracia, ¿verdad? Y además es cierta. Tal vez… —Se interrumpió y le habló al aire—: ¡Funcionario de trascripción! Haz distribuir esa línea sobre la magia.
Cleon se reclinó.
—Siempre acuden a mí en busca de «sabiduría imperial». Una lata.
Una tenue nota musical anunció a Betan Lamurk. Hari se puso rígido al verlo, pero Lamurk sólo tenía ojos para el emperador mientras ejecutaba un prolongado ritual cortesano. Como miembro destacado del Consejo Alto, tenía que recitar frases tradicionales y vacías e inclinarse en una extraña reverencia sin apartar los ojos del emperador. Después pudo relajarse.
—¡Profesor Seldon! Me alegra verlo de nuevo.
Hari le estrechó la mano de manera formal.
—Lamento ese pequeño enfrentamiento. No sabía que la cámara 3D estaba allí.
—No tiene importancia. No podemos evitar que los medios interpreten las cosas a su manera.
—Mi Seldon me dio un excelente consejo acerca del decreto de los mequetrefes —dijo Cleon. Era evidente que el deleite del emperador no complacía a Lamurk.
Cleon los condujo a lujosos sillones que nacían de las paredes, Hari se encontró sumido en una deliberación sobre asuntos del Consejo. Resoluciones, medidas de apropiación, propuestas legislativas. Ese material también había circulado por la oficina de Hari. Él había configurado su autosec para el análisis de textos, traduciendo esa jerigonza al galáctico y facilitando las conexiones. Así transcurrió la primera hora. Hari había ignorado la mayor parte del material, arrojando pilas de documentos en el reciclador cuando nadie miraba.
El arcano funcionamiento del Consejo Alto no era difícil de comprender, sólo aburrido. Mientras Lamurk deliberaba con el emperador, Hari los observaba como si viera un juego de pelota: una práctica curiosa, pero fascinante a su modo.
El hecho de que el Consejo fijara pautas y líneas generales, mientras en un nivel inferior los peritos legales elaboraban los detalles y aprobaban leyes, no modificaba su divertido interés. ¡La gente dedicaba su vida a hacer esas cosas!
La táctica le interesaba poco. Ni siquiera la humanidad importaba. En el tablero galáctico, los fenómenos humanos eran las piezas, y las leyes de la psicohistoria eran las reglas del juego. El jugador del otro lado estaba oculto, quizá no existía.
Lamurk necesitaba otro jugador, un rival. Sutilmente, Hari comprendió que él era el inevitable enemigo.
La carrera de Lamurk apuntaba hacia el cargo de primer ministro y estaba empeñado en obtenerlo. En todo momento Lamurk buscaba el favor del emperador y desechaba los comentarios de Hari, que fueron pocos.
Hari no presentó una oposición directa, pues Lamurk era un maestro. Guardó silencio, limitándose a expresar su disenso con algún gesto. Casi nunca había lamentado callarse la boca.
—Este asunto del MacroRetículo… ¿estás a favor? —le preguntó el emperador a Hari, abruptamente.
Él apenas recordaba la idea.
—Alterará considerablemente la galaxia —respondió.
—¡Productivamente! —Lamurk golpeó una mesa—. Todos los indicadores económicos están fallando. El MacroRetículo acelerará infoflujo, estimulará la productividad.
El emperador hizo un gesto dubitativo.
—No me convence la idea de conectar tan cómodamente a tanta gente.
—Piensa en ello —insistió Lamurk—. Los nuevos compresores permitirán que una persona común de la zona Equis, por ejemplo, hable todos los días con un amigo de los Confines, o cualquier otra parte.
El emperador cabeceó con incertidumbre.
—¿Hari? ¿Qué piensas?
—Yo también tengo mis dudas.
Lamurk hizo un gesto despectivo.
—Falta de agallas.
—El incremento de comunicaciones puede acelerar la crisis del Imperio.
—Pamplinas. Eso va contra toda buena norma ejecutiva.
—El Imperio no se rige por normas… —Hari hizo una reverencia ante el emperador—, sino que se le permite funcionar.
—Más pamplinas. En el Consejo Alto…
—¡Escúchale! —dijo Cleon—. Él no habla demasiado.
Hari sonrió.
—Mucha gente me lo agradece, Alteza.
—Bien, no quiero respuestas elusivas. ¿Qué dice tu psicohistoria sobre el funcionamiento del Imperio?
—Son millones de castillos unidos por puentes.
—¿Castillos? —Cleon irguió su famosa nariz con escepticismo.
—Planetas. Tienen sus propias preocupaciones y se gobiernan como les place. El Imperio no se molesta en los detalles, a menos que un mundo se ponga agresivo.
—En efecto, y así debe ser —dijo Cleon—. Ah… y tus puentes son los agujeros de gusano.
—Exacto, Alteza. —Hari evitó mirar a Lamurk y se concentró en el emperador mientras bosquejaba su visión.
Los planetas podían tener gran cantidad de ducados menores, con disputas, guerras y «microestructuras» a granel. Las ecuaciones psicohistóricas mostraban que nada de eso importaba.
Lo importante era que los recursos físicos no podían ser compartidos por cantidades indefinidamente grandes de personas. Cada sistema solar era una cantidad limitada de bienes y, al fin y al cabo, eso significaba jerarquías locales para controlar el acceso.
Los agujeros de gusano podían trasladar poca masa, porque rara vez tenían más de diez metros de diámetro. Las gigantescas naves hiperespaciales llevaban enormes cargamentos, pero eran más lentas y torpes. Distorsionaban el espacio-tiempo, contrayéndolo a proa y expandiéndolo a popa, desplazándose a velocidades hiperlumínicas en el marco galáctico, aunque no en el propio. El comercio entre la mayoría de los sistemas estelares se limitaba a artículos livianos, compactos y costosos. Especias, modas, tecnología, no voluminosas materias primas.
Los agujeros de gusano tenían mayor capacidad para albergar haces lumínicos modulados. La curvatura de los agujeros de gusano refractaba los haces llevándolos a los receptores del otro extremo. Los datos fluían libremente, uniendo la galaxia.
Y la información era lo opuesto de la masa. Los datos podían desplazarse, comprimirse y filtrarse mediante copias. Se podían compartir infinitamente. Florecían como capullos en una primavera eterna, pues en cuanto la información se aplicaba a un problema, la solución resultante era nueva información. Y era barata, con lo cual se requerían pocos recursos de masa para adquirirla. Su medio preferido era, literalmente, la luz: el rayo láser.
—Eso brindó comunicaciones suficientes para forjar un Imperio. Pero las probabilidades de que un nativo de la zona Puissant viajara a la zona Zaqulot, o a la estrella vecina, ya que por agujero de gusano son viajes equivalentes, eran ínfimas —dijo Hari.
—Así que tus «castillos» se mantuvieron aislados, salvo por el flujo de información —dijo Cleon.
—Pero ahora el MacroRetículo multiplicará por mil la tasa de transferencia de información, usando compresores para compactar la información.
Cleon frunció los labios, desconcertado.
—¿Y por qué eso es malo?
—No lo es —dijo Lamurk—. Mejores datos significan mejores decisiones, todos lo saben.
—No necesariamente. La vida humana es un viaje en un mar de significados, no una red de información. ¿Qué obtendrá la mayoría de la gente de un flujo personal de datos? Una lógica distante y extraña. Detalles sin raíces.
—Podremos gestionar mejor las cosas —insistió Lamurk. Cleon alzó un dedo y Lamurk se tragó sus siguientes palabras.
Hari titubeó. A pesar de todo, Lamurk tenía algo de razón.
Había relaciones matemáticas entre la tecnología, la acumulación de capital y la mano de obra, pero el impulso más importante era el conocimiento. La mitad del crecimiento económico del Imperio nacía del incremento en la calidad de la información, encarnado en mejores máquinas y mayor capacitación, lo cual generaba eficiencia. Este era el punto débil del Imperio, pues las ciencias habían perdido su ímpetu in novador.
Pero Hari vio que el emperador vacilaba, y continuó:
—Muchos miembros del Consejo Alto ven el MacroRetículo como un instrumento de control. Quiero señalar algunos datos que conocéis bien, Alteza.
Hari estaba en su modalidad favorita, la de dictar cátedra. Cleon se inclinó hacia delante con interés. Hari le contó una historia.
Para navegar entre los mundos A y B, dijo, uno debía realizar una docena de saltos por los agujeros de gusano. El Nido de Gusanos era un sistema astrofísico de trenes con muchos trasbordos.
Cada boca de gusano imponía nuevas tarifas y recargos en cada embarque. El control de toda una ruta comercial arrojaba la máxima rentabilidad. La lucha por el control era interminable, a menudo violenta. Desde el punto de vista de la economía, la política y el «impulso histórico» —que significaba cierta inercia impuesta sobre los acontecimientos—, un imperio local que controlase toda una constelación de nódulos sería sólido y duradero.
No era así. Una y otra vez, las satrapías regionales sufrían conmociones. Parecía natural explotar cada agujero de gusano por la tarifa máxima, coordinando las bocas de gusano para optimizar el tráfico. Pero ese grado de control inquietaba a la gente. Al controlar elaboradamente el sistema, la información fluía sólo de los directivos a los asalariados, con poca realimentación.
Una regulación extensa no brindaba los mejores beneficios. En cambio, redundaba en «economías de sábana corta»: cuando los hombros colectivos sentían frío, se subía la sábana para cubrirlos, y los pies se congelaban. El exceso de control fracasaba.
—Así que el MacroRetículo, si permite que el Consejo Alto «gestione las cosas», podría reducir la vitalidad de la economía.
Lamurk sonrió con condescendencia.
—Pura teoría abstracta, Alteza. Escucha a un veterano que ha estado largo tiempo en el Consejo.
Hari escuchó la propuesta de Lamurk y se preguntó por qué se molestaba con eso. Admitía que intercambiar ideas con el emperador implicaba un contacto casi sensual con el poder. Observar a un hombre que podía destruir un mundo con un gesto surtía efecto en el flujo de adrenalina.
Pero no era su lugar, ni por talento ni por vocación. Le agradaba exponer sus puntos de vista, era divertido; todo profesor cree secretamente que el mundo necesita una buena clase, y dictada por él. Pero en ese juego los peones eran reales. El decreto de los mequetrefes lo había perturbado, aunque no veía en ello nada que fuera moralmente erróneo.
Allí había vidas en juego en medio de la cháchara, y no sólo vidas ajenas. Tuvo que recordarse que el sonriente y confiado Lamurk era el obvio origen del adhesivo que casi lo había matado pocas horas antes.