—Están… haciendo el amor —exclamó Marq en las tribunas.
—Lo sé —dijo Sybyl—. ¿No es hermoso?
—¡Es una parodia! —exclamó el célebre Escéptico.
—Usted no es un romántico —dijo Sybyl soñadoramente.
Monsieur Boker no dijo nada. No podía apartar los ojos. Delante de una multitud de Preservadores y Escépticos, Juana dejaba su armadura, Voltaire su peluca, casaca y pantalones de terciopelo, ambos en un frenesí de urgencia erótica.
—No podemos interrumpirlos —dijo Marq—. Ellos son libres de… debatir… hasta que termine el tiempo asignado.
—¿Quién hizo esto? —jadeó Boker.
—Todos lo hacen —ironizó Marq—. Incluso usted.
—¡No! Usted construyó esta simulación. Usted los convirtió en… en…
—Yo me atuve a cuestiones filosóficas —dijo Marq—. El sustrato de personalidad está en el original.
—¡Nunca debimos haber confiado! —exclamó Boker.
—Y jamás volverán a contar con nuestro patrocinio —se burló el Escéptico.
—Como si importara —gimió el presidente de Artificios Asociados—. Los imperiales están en camino.
—Gracias al cielo —dijo Sybyl—. ¡Miren a esa gente! Querían zanjar una disputa genuina y profunda con un debate público, y luego una votación. Ahora se están…
—Machacando las cabezas —dijo Marq—. Vaya renacimiento.
—Espantoso —dijo ella—. Tanto trabajo para…
—Nada —dijo el presidente, leyendo su comunicador de pulsera—. Ni ganancias de capital ni expansión…
Las gigantescas figuras realizaban actos íntimos en un lugar público, pero la mayor parte de la multitud los ignoraba. En cambio, es tallaban discusiones en todo el Coliseo.
—¡Ordenes de arresto! —exclamó el presidente—. ¡Hay órdenes de arresto imperiales para mí! Me quieren vivo o muerto.
—Es bueno ser querido —dijo el Escéptico.
Arrodillándose ante Juana, Voltaire murmuró:
—Conviértete en lo que siempre he sabido que eras… una mujer y no una santa.
Con un ardor que nunca había conocido, ni siquiera en el calor de la batalla, ella apretó el rostro de Voltaire contra sus pechos desnudos. Cerró los ojos. Se meció presa del vértigo. Se entregó.
Un estrépito le hizo mirar hacia abajo. Alguien había arrojado a Garçon 213-ADM —que ya no estaba en el holoespacio— contra la pantalla. ¿Él y la cocinera que amaba se habían manifestado en la realidad? Si no regresaban de inmediato al simespacio, la airada multitud los destrozaría.
Apartó a Voltaire, buscando su espada, y le ordenó que creara un caballo.
—No, no —protestó Voltaire. Demasiado literal.
—Debemos… debemos… —No sabía cómo encarar los niveles de realidad. ¿Era esto una prueba, el juicio crucial del Purgatorio?
Voltaire hizo una fugaz pausa para pensar, aunque ella tuvo la impresión de que estaba reuniendo recursos, impartiendo órdenes a actores invisibles. Entonces la multitud se petrificó y calló.
Lo último que ella recordaba era Voltaire gritando palabras de aliento a Garçon y la cocinera, ruido, tramas gráficas oscilando como barrotes de una prisión sobre su visión.
Luego el Coliseo, la levantisca multitud, Garçon, la cocinera, incluso Voltaire se desvaneció por completo. Al instante.