El icono que parpadeaba en el tablero de Marq se quedó fijo cuando él entró en su oficina. Eso significaba que Sybyl debía haber respondido en la suya.
Marq sintió suspicacia. Habían acordado no hablar a solas con la recreación del otro, aunque cada cual había dado al otro la programación necesaria para hacerlo. La Doncella nunca iniciaba la comunicación, lo cual significaba que la llamada era de Voltaire.
¿Cómo se atrevía Sybyl a empezar sin él? Salió airadamente de la oficina, dispuesto a enrostrarles a Sybyl y Voltaire lo que pensaba de esa conspiración a sus espaldas. Pero en el corredor lo asediaron las cámaras, los periodistas y los reporteros. Tardó quince minutos en irrumpir en la oficina de Sybyl, donde la sorprendió en cómoda charla con Voltaire. Lo había empequeñecido, reduciéndolo a escala humana.
—¡Rompiste el pacto! —protestó Marq—. ¿Qué estás haciendo? ¿Tratando de aprovechar que está enamorado de esa esquizofrénica para que fracase en el debate?
Sybyl tenía la cabeza hundida entre las manos. La irguió con ojos empapados de lágrimas. Marq sintió que algo se tambaleaba en él, pero optó por ignorarlo. Sybyl le sopló un beso a Voltaire antes de petrificarlo.
—Nunca creí que te rebajarías a esto.
—¿A qué? —Sybyl recobró la compostura e irguió la mandíbula—. ¿Qué se te ha metido en la cabeza, aparte de tus temores de costumbre?
—¿A qué venía todo esto?
Una vez que oyó las explicaciones, Marq regresó a su oficina y activó a Voltaire. Antes de que la imagen terminara de formarse, le gritó:
—¡La respuesta es no!
—Sin duda me convencerás con un complejo silogismo —ironizó Voltaire.
Marq tuvo que admitir que el simulacro manejaba con aplomo los bruscos saltos y desapariciones en su marco espacial.
—Mira —dijo con más calma—. Quiero que la Rosa de Francia se marchite en su armadura el día del debate. Recordará su juicio, se pondrá a balbucir disparates y revelará al planeta que la Fe sin Razón es inconducente.
Voltaire pateó el suelo.
—Merde alors! ¡No estoy de acuerdo! Olvídate de mi, pero insisto en que borres de la memoria de la Doncella sus horas finales, para que el temor a la represalia no estorbe su razonamiento, como a menudo me sucedió a mí.
—Imposible. Boker quería la Fe, y la tendrá en forma pura.
—¡Pamplinas! Además exijo que me permitas visitarla a ella y a ese tío raro mais charmant, Garçon, en el café… a voluntad. Nunca he conocido seres como ellos, y ahora son la única compañía que tengo.
«¿Qué hay de mí?», pensó Marq. Aparte de la necesidad de mantener la simulación en línea, admiraba a ese sujeto esmirriado. Era un intelecto potente y arrollador, pero además su personalidad rebosaba de energía. Voltaire había vivido en una época de ascenso. Marq le envidiaba eso, quería ser su amigo. «¿Qué hay de mí?» Pero en cambio dijo:
—Supongo que has pensado que el perdedor del debate quedará condenado a la extinción.
Voltaire pestañeó sin inmutarse.
—No puedes engañarme —dijo Marq—. Sé que deseas algo más que una inmortalidad intelectual.
—¿De veras?
—Eso ya lo tienes. Has sido recreado.
—Te aseguro que mi definición de la vida abarca algo más que convertirse en un patrón numérico.
Eso molestó a Marq, pero lo dejó pasar por el momento.
—Recuerda que puedo leer tu espacio de memoria. Sé que una vez, cuando estabas bien entrado en años, sin ser obligado por tu padre y por propia voluntad, recibiste la comunión en Pascua.
—¡Ah, pero al final la rechacé! ¡Sólo quería que me dejaran morir en paz!
—Permíteme citar tu famoso poema sobre el terremoto de Lisboa. Parte del espacio de memoria auxiliar: Triste es el presente si ningún futuro estado, / ningún laudo dichoso aguardan los mortales, / si el hado condena al ser pensante / a perder la existencia en muda tumba.
Voltaire trastabilló.
—Es verdad, yo dije eso… ¡y con cuánta elocuencia! Pero todos los que disfrutan de la vida añoran prolongarla.
—Tu única oportunidad de un «futuro estado» consiste en ganar el debate. Borrar el recuerdo de la hoguera de la memoria de la Doncella atenta contra tus intereses… y todos sabemos que siempre supiste defenderlos.
Voltaire frunció el ceño. Marq miró los índices de su pantalla lateral. Las fluctuaciones de estado básico permanecían contenidas pero el paquete estaba creciendo, un cilindro naranja que engordaba en el espacio 3D, ondeando bajo la presión de oscilantes marañas interiores. Agentes emocionales intercambiando datos a alta velocidad, indicando la aproximación de un punto culminante.
Marq acarició un teclado. Era tentador hacer creer al simulacro lo que Marq quería, pero eso sería engorroso. Tendría que integrar el cúmulo de ideas con toda la personalidad. La autosíntesis funcionaba mucho mejor. Pero sólo se podía inducir, no forzar.
Marq notó que el ánimo de Voltaire se ensombrecía, aunque el rostro —detenido en movimiento lento— sólo mostraba una mirada cavilosa.
Marq había tardado años en aprender que tanto las personas como los simulacros podían enmascarar muy bien sus emociones.
Una pizca de humor, tal vez. Volvió a acelerarlo.
—Si me pones en aprietos, amigo, le daré ese insidioso poema que escribiste sobre ella. Palabra.
—¿La Pucelle? ¡No harías eso!
—Claro que sí. Tendrás suerte si alguna vez vuelve a dirigirte la Una sonrisa artera.
—Olvidas que la Doncella no sabe leer.
—Veré de que aprenda. Mejor aún, se lo leeré yo mismo. Será analfabeta, pero no es sorda.
Voltaire lo fulminó con la mirada.
—Entre Escila y Caribdis… —murmuró.
¿Qué planeaba esa mente filosa como un escalpelo? Se estaba integrando a ese mundo digital con mayor celeridad que ningún simulacro que Marq hubiera conocido. Al concluir el debate, Marq se proponía descomponer esa mente y estudiar de nuevo sus características, poner sus configuraciones bajo el microscopio. Y además estaba ese extraño recuerdo de ocho mil años atrás, que había provocado esa evasiva reacción de Seldon.
—Prometo escribir la lettre si me permites verla una vez más. A cambio, jurarás que ni siquiera le mencionarás La Pucelle a la Doncella.
—No intentes engañarme —advirtió Marq—. Observaré cada uno de tus movimientos.
—Como quieras.
Marq devolvió a Voltaire al café, donde esperaban Juana y Garçon 213-ADM, ejecutando sus introspecciones. En cuanto los hubo convocado, lo distrajo un golpe en la puerta. Nim.
—¿Kaff?
—Seguro. —Marq miró de nuevo la simulación del café Aux Deux agots. Que charlaran un rato. Cuanto más supiera Voltaire, más agudo estaría después—. ¿Tienes una pizca de ese sensopolvo? Ha sido un día durísimo.