—No deseo ver a ese esmirriado caballero de peluca. Se cree que es mejor que todos los demás —le dijo la Doncella a la hechicera llamada Sybyl.
—Es cierto, pero…
—Prefiero la compañía de mis propias voces.
—Está muy prendado de ti —dijo Madame la Sorcière.
—Eso me resulta difícil de creer. —Aun así, Juana no pudo contener una sonrisa.
—Ah, pero es verdad. Le ha pedido a Marq, su recreador, una imagen totalmente nueva. Sabrás que vivió hasta los ochenta y cuatro años.
—Parece aún más viejo. —La peluca, la cintilla lila y los pantalones de terciopelo le parecían ridículos en ese hombre tan seco.
—Marq decidió darle la apariencia que tenía a los cuarenta y dos. ¿Por qué no vas a verlo?
La Doncella reflexionó. Monsieur Arouet sería mucho menos repulsivo si…
—¿Monsieur tenía otro sastre cuando era joven?
—Eso podría arreglarse.
—No iré a la posada con esto.
Alzó las cadenas, recordando el manto de piel que el rey le había puesto sobre los hombros al ser coronado en Ruán. Pensó en pedirlo, pero decidió lo contrario. Habían insistido mucho en ese manto durante el juicio, acusándola de amar el lujo por inspiración del demonio, aunque sólo había sentido tosca arpillera sobre la piel hasta el día en que compareció en la corte y conquistó al rey. Sus acusadores, había notado, usaban satén negro y terciopelo y apestaban a perfume.
—Haré lo que pueda —prometió Madame la Sorcière—, pero debes convenir en no decírselo a Monsieur Boker. Él no quiere que confraternices con el enemigo, pero creo que te hará bien. Aguzará tus aptitudes para el gran debate.
Hubo una pausa —caída, nubes blandas— en que la Doncella sintió algo parecido a un desmayo. Cuando se recobró —superficies frescas y duras, súbitas salpicaduras pardas y verdes— se encontró de nuevo en Aux Deux Magots, rodeada por huéspedes que parecían ignorar su presencia.
Seres con forma de armadura llevaban bandejas y despejaban las mesas. Buscó a Garçon y lo encontró mirando a la cocinera rubia, que fingía no verlo. La veneración de Garçon evocaba el modo en que la Doncella había mirado las estatuas de santa Catalina y santa Margarita, que habían renunciado a los hombres pero habían adoptado indumentaria masculina; suspendidas entre dos mundos, la pasión sagrada arriba, el ardor terrenal abajo.
Igual que este lugar, con su rechinante jerga de números y máquinas, aunque ella sabía que era un claustro de espera en el Purgatorio, flotando entre los mundos.
Reprimió una sonrisa cuando apareció Monsieur Arouet. Llevaba una peluca oscura sin empolvar, aunque aún parecía bastante mayor, la edad de su padre Jacques Dars, más de treinta años. Llevaba los hombros encorvados bajo el peso de muchos libros. Ella sólo había visto libros dos veces, durante sus juicios, y aunque no eran como esos, se sobresaltó al recordar su poder.
—Alors —dijo Monsieur Arouet, poniendo los libros delante de ella—. Cuarenta y dos volúmenes, mis obras selectas. Incompletas pero… —sonrió—, por ahora tendrá que bastar. ¿Qué sucede?
—¿Te burlas de mí? Sabes que no sé leer.
—Lo sé. Garçon 213-ADM te enseñará.
—No quiero aprender. Todos los libros nacen del demonio, excepto la Biblia.
Monsieur Arouet alzó las manos y lanzó una retahíla de juramentos violentos, como los que usaban sus soldados cuando se olvidaban de que ella estaba cerca.
—Debes aprender a leer. El conocimiento es poder.
—El demonio debe conocer mucho —dijo ella, cuidándose de que ninguna parte de esos libros la tocara.
El exasperado Monsieur Arouet se volvió hacia la hechicera, que parecía estar sentada en una mesa cercana.
—¡Vac! ¿No puedes enseñarle nada? —Se volvió de nuevo hacia Juana—. ¿Cómo apreciarás mi brillantez si ni siquiera sabes leer?
—No me interesa.
—¡Ja! Si hubieras sabido leer, habrías confundido a esos idiotas que te enviaron a la hoguera.
—Todos hombres cultos. Como tú.
—No, pucellette, no como yo. En absoluto. —Juana se apartó del libro que él le ofrecía como si fuera una serpiente. El sonriente Monsieur Arouet frotó el cuerpo de Juana y el de Garçon, que ahora estaba junto a la mesa, con el libro—. Es inofensivo, ¿ves?
—El mal es a menudo invisible —murmuró ella.
—Monsieur tiene razón —le dijo Garçon—. La mejor gente sabe leer.
—Si hubieras sido letrada —dijo Monsieur Arouet—, habrías sabido que tus inquisidores no tenían el menor derecho a juzgarte. Eras una prisionera de guerra, capturada en batalla. Tu captor inglés no tenía derecho a pedir que los inquisidores y académicos franceses hicieran examinar tus opiniones religiosas. Tú fingiste creer que tus voces eran divinas…
—¡Que yo fingí! —exclamó ella.
—Y él fingió creer que eran demoníacas. Los ingleses son demasiado tolerantes para quemar gente en la hoguera. Dejan esas formas de esparcimiento para nuestros compatriotas, los franceses.
—No tan tolerantes —declaró la Doncella—. Me entregaron al obispo de Beauvais, afirmando que yo era una bruja. —Desvió los ojos para no enfrentar la mirada de él—. Tal vez lo sea. Traicioné a mis voces.
—Voces de la conciencia, nada más. El pagano Sócrates también las oía. Todos las oyen. Pero es irracional sacrificar nuestras vidas por ellas, pues al destruirnos por ellas también las destruimos. —Frunció los labios reflexivamente—. Las personas de buena cuna las traicionan sin pensarlo dos veces.
—¿Y nosotros, aquí? —susurró Juana.
Él entornó los ojos.
—¿Te refieres a estas voces? ¿Los científicos?
—Son espectrales.
—¿Como demonios? Pero hablan el lenguaje de la razón. Han creado una república del análisis.
—Eso dicen ellos. Pero nos han pedido que representemos aquello que no tienen.
—Tú crees que no tienen sangre. —Voltaire torció la boca en sorprendida especulación.
—Creo que escuchamos a los mismos «científicos», así que nos someten a la misma prueba.
—Yo presto atención a voces como las de ellos —dijo Voltaire a la defensiva—. Yo, al menos, sé cuándo desechar consejos insensatos.
—Tal vez las voces de Monsieur sean suaves —sugirió Garçon—. En consecuencia, más fáciles de ignorar.
—Yo permití que ellos, hombres de la iglesia, me obligaran a admitir que mis voces eran del demonio —dijo la Doncella—, cuando yo sabía bien que eran divinas. ¿No es ese el acto de un demonio, de una bruja?
—¡Escucha! —Monsieur Arouet le cogió los brazos—. No existen las brujas. Los únicos demonios de tu vida fueron los que te mandaron a la hoguera. Cerdos ignorantes. Salvo tu captor inglés, quien fingió creer que eras bruja para llevar a cabo un astuto plan político. Cuando ardieron tus ropas, sus sicarios sacaron tu cuerpo de la hoguera para mostrar a la multitud y a los inquisidores que eras una mujer que merecía su destino, pues entre otras cosas habías usurpado los privilegios de los hombres.
—¡Basta, por favor! —dijo Juana. Creía oler el hedor aceitoso del humo, aunque Monsieur Arouet había ordenado a Garçon que pusiera letreros de NO FUMAR en la posada. Abruptamente estaban dentro. La habitación oscilaba, giraba—. El fuego —jadeó—. Sus lenguas…
—Suficiente —dijo la hechicera—. ¿No ves que la estás trastornando? ¡Basta!
Pero Monsieur Arouet insistió.
—Examinaron tus partes pudendas cuando se quemaron tus ropas. ¿Lo sabías, verdad? Tal como habían hecho antes, para demostrar que eras la virgen que decías ser. Y tras satisfacer su lujuria en nombre de la santidad, te regresaron a la pira y quemaron tus huesos hasta hacerlos cenizas. Así fue como tus compatriotas retribuyeron tus servicios al rey, tus esfuerzos para que Francia siguiera siendo francesa. Y habiéndote incinerado, celebraron una audiencia, citaron el rumor de que tu corazón no se había consumido en la hoguera y se apresuraron a declararte heroína nacional, la salvadora de Francia. No me sorprendería que a estas alturas te hayan canonizado y te reverencien como una santa.
—En 1924 —dijo la Sorcière. ¿Cómo sabría ese extraño número? ¿Conocimiento angélico?
El despectivo exabrupto de Monsieur Arouet le chirriaba en los oídos.
—A ella no le sirvió de mucho —le dijo Monsieur Arouet a la Sorcière.
—Esa fecha constaba en una nota —declaró la Sorcière con vehemencia, en medio de su fáctica neutralidad—. Aunque por cierto no tenemos coordenadas para saber qué significan los números. Ahora estamos en el 12.026 de la Era Galáctica.
Lógicas flamígeras surcaban el aire crepitante. Vientos calientes borraban la muchedumbre de curiosos que rodeaban la hoguera.
—Fuego —jadeó la Doncella. Aferrando el cuello de su cota de malla, huyó a la fresca sombra del olvido.
—Es hora —urgió Voltaire a Madame la Scientiste, que colgaba ante él como un óleo animado. Él había escogido esta representación, pues la encontraba extrañamente tranquilizadora.
—No te he ignorado adrede —replicó ella con frialdad.
—¿Cómo te atreves a volverme más lento sin mi consentimiento?
—Marq y yo somos asediados por los reporteros. Nunca soñé que el gran debate sería el evento periodístico de la década. Todos quieren entrevistaros a ti y a Juana.
Voltaire agitó la cinta color albaricoque que le ceñía la garganta.
—Rehúso que ellos me vean sin mi peluca empolvada.
—No dejaremos que te vean a ti ni a la Doncella. Pueden hablar con Marq. Él disfruta de esa atención y la sabe manejar. Dice que la difusión pública le ayudará en su carrera.
—Yo creo que deberíais consultarme ante decisiones tan importantes…
—Mira, vine en cuanto me llamó mi sec. Te puse en tiempo más lento para inspeccionar tu integración de patrones. Deberías agradecer que te conceda tiempo interior…
—¿Contemplación? —resopló él.
—Es un modo de encararlo.
—No sabía que semejante cosa pudiera… concederse. —Voltaire se encontraba en sus suntuosos aposentos de la corte de Federico el Grande, jugando al ajedrez con el fraile a quien empleaba para que le dejara ganar.
—Esto cuesta. Y el análisis coste-beneficio muestra que sería mejor que ambos funcionarais juntos.
—¿Sin soledad? Es imposible entablar una conversación racional con esa mujer.
Le dio la espalda, para aumentar el efecto dramático. Había sido un buen actor. Así lo afirmaban los que le habían oído representar sus obras en la corte de Federico. Sabía reconocer una buena escena, y esta tenía potencial dramático. Esas insulsas criaturas estaban poco habituadas a las ráfagas de emoción pura, modelada con arte.
—Libérate de él y te actualizaré —dijo ella con voz más suave.
Voltaire apuntó un dedo huesudo hacia el bondadoso fraile, el único religioso que había conocido a quien podía soportar. El hombre se marcho, cerrando con cuidado la puerta de roble tallado.
Voltaire bebió un sorbo del fino jerez de Federico para aclararse la garganta.
—Quiero que liberes a la Doncella del recuerdo de su ordalía final. Entorpece nuestra conversación, tal como los obispos y funcionarios de estado entorpecen la publicación de trabajos inteligentes. Además… —Voltaire hizo una pausa, incómodo al expresar sentimientos más blandos que la irritación—. Además está sufriendo. No lo soporto.
—No creo…
—De paso, libérame del recuerdo de los once meses que pasé en la Bastilla. Y de mis frecuentes fugas de París… no de las fugas mismas, pues mis períodos de exilio constituyen la mayor parte de mi vida. Sólo borra las causas, no los efectos.
—Pues no sé…
Él asestó un puñetazo contra una mesa de roble.
—¡No puedo actuar sin ataduras si no me liberas de mis temores pasados!
—La simple lógica…
—¿Desde cuándo la lógica es simple? No puedo «simplemente» componer mi lettre philosophique sobre la ridiculez de negar a los semejantes de Garçon 213-ADM los derechos del hombre sobre la base de que no tienen alma. Es un sujeto divertido, ¿no crees? Y por lo menos tan listo como una docena de curas que he conocido. ¿Acaso no habla? ¿No reacciona? ¿No desea? Está prendado de una cocinera humana. ¿No debería tener la facultad de buscar la felicidad tan libremente como tú o yo? Si no tiene alma, entonces tú tampoco la tienes. Si tú tienes alma, sólo se puede inferir de tu conducta, y como podemos hacer la misma inferencia de la conducta de Garçon, también él la tiene.
—Me inclino a estar de acuerdo —dijo Madame la Scientiste—. Aunque desde luego las reacciones de 213-ADM son simulaciones. Las máquinas autoconscientes han sido legales durante milenios.
—¡Eso es lo que deseo cambiar! —exclamó Voltaire.
—¿Y en qué medida esa actitud deriva de programaciones sarkianas?
—En nada. Los derechos del hombre…
—No tienen por qué aplicarse a las máquinas.
Voltaire frunció el ceño.
—No puedo expresarme con plena libertad en estos delicados asuntos a menos que me liberes del recuerdo de lo que sufrí por expresar mis ideas.
—Pero tu pasado es tu yo. Si no está completo e intacto…
—Pamplinas. La verdad es que nunca osé expresarme libremente en muchos asuntos. Piensa, por ejemplo, en Pascal, un puritano que odiaba la vida, con sus ideas sobre el pecado original, los milagros y muchos otros disparates. No me atreví a decir lo que realmente pensaba. Siempre tenía que calcular cuánto pagaría por cada ataque contra las convenciones y la estupidez tradicional.
Madame la Scientiste frunció atractivamente los labios.
—Supongo que hiciste bien. Eras famoso. No conocemos tu historia, ni siquiera tu mundo, pero por tus recuerdos puedo advertir…
—¡Y la Doncella! Ella está más distorsionada que yo. Pagó el máximo precio por sus convicciones. La crucifixión no pudo ser peor de lo que ella sufrió en la hoguera. Si enciendes una buena pipa, como es mi costumbre, delante de ella pone los ojos en blanco.
—Pero eso es crucial para su personalidad.
—Las indagaciones racionales no pueden realizarse en una atmósfera de temor e intimidación. Si nuestro debate ha de ser justo, te imploro que nos liberes de estos temores que nos impiden decir nuestra opinión y alentar a otros a decir la suya. De lo contrario, este debate será como una carrera donde los corredores llevan ladrillos atados a las pantorrillas.
Madame la Scientiste no respondió de inmediato.
—Me gustaría ayudar, pero no sé si podré.
Voltaire resopló con desdén.
—Conozco lo suficiente sobre tus procedimientos como para saber que puedes satisfacer mi solicitud.
—Eso no plantea problemas, es verdad. Pero no dispongo de libertad moral para manipular el programa de la Doncella a mi antojo.
Voltaire se puso rígido.
—Comprendo que Madame tiene mi filosofía en baja estima, pero sin duda…
—¡En absoluto! ¡Yo te admiro! Tienes una mente moderna, y desde las honduras del oscuro pasado… Es asombroso, ojalá el Imperio tuviera hombres como tú. Pero tu punto de vista, aunque sea válido en sí mismo, es limitado por aquello que excluye y no puede encarar.
—¿Mi filosofía? Lo abraza todo, es una visión universal…
—Además, trabajo para Artificios Asociados y los Preservadores, para el señor Boker. La ética me obliga a darles la Doncella que ellos quieren. No podré borrar el martirio de la Doncella de su memoria a menos que pueda convencerlos de ello. Y Marq tendría que obtener autorización de la compañía y de los Escépticos para borrar la tuya. Te aseguro que le encantaría. Es más probable obtener el consentimiento de sus Escépticos que el de mis Preservadores. Te daría una ventaja.
—Concuerdo contigo —concedió Voltaire—. Aliviarme de mis cargas sin liberar a la Doncella de las suyas no sería ético ni racional. Ni Locke ni Newton lo aprobarían.
Madame la Scientiste no respondió de inmediato.
—Hablaré con mi jefe y con Monsieur Boker —dijo al fin—. Pero yo que tú no contendría el aliento aferrándome a esa esperanza.
Voltaire sonrió arteramente.
—Madame olvida que no tengo aliento que contener.