El ceñudo Voltaire apoyaba las manos en sus caderas huesudas. Se levantó de la recamada silla de su estudio de Cirey, el château de su amante, la marquesa de Chatelet.
El lugar que había considerado su hogar durante quince años lo deprimía ahora que ella se había ido. Y el marqués, sin la decencia de esperar a que el cuerpo de su esposa se enfriara, le había informado que debía marcharse.
—¡Sácame de aquí! —pidió Voltaire al científico, que al fin respondió a su llamada. Científico, una palabra nueva, sin duda derivada de la raíz latina, sapere. Pero parecía que ese sujeto no sabía demasiado—. Quiero ir al café. Necesito ver a la Doncella.
El científico se inclinó sobre ese tablero de control, que a Voltaire ya empezaba a disgustarle, y sonrió, evidentemente complacido con su poder.
—No creí que fuera tu tipo. Toda tu vida has mostrado una fuerte preferencia por mujeres sesudas como tu sobrina y Madame du Chatelet. Recuerda que he examinado tus recuerdos y no tienes secretos para mí.
—¿Quién puede soportar la compañía de mujeres estúpidas? Lo único que puede decirse a favor de ellas es que son de fiar, porque son demasiado bobas para el engaño.
—¿A diferencia de Madame du Chatelet?
Voltaire tamborileó con los dedos sobre el escritorio de castaño labrado, un regalo de Madame du Chatelet. ¿Cómo había llegado ese mueble a ese tosco lugar? ¿Era posible que lo hubieran armado sólo con sus recuerdos?
—Es verdad, me traicionó. También pagó caro por ello.
El científico enarcó las cejas.
—¿Te refieres a ese joven oficial? ¿El que la dejó encinta?
—A los cuarenta y tres años, una mujer casada con tres hijos mayores no tiene por qué quedar encinta.
—Perdiste los estribos cuando ella te lo contó… comprensible, aunque indigno de un hombre ilustrado. Aun así, no rompiste con ella. La acompañaste durante el parto.
Voltaire se sulfuró. Recuerdos oscuros, fluyendo como aguas negras en un río subterráneo. Se había preocupado durante el alumbramiento, que había resultado ser asombrosamente fácil. Pero nueve días después, la mujer más extraordinaria que él había conocido estaba muerta. Fiebre puerperal. Nadie, ni siquiera su sobrina, ama de llaves y exquerida, Madame Denis, que lo cuidó a partir de entonces, había podido reemplazarla. Voltaire la había llorado hasta que… Se aproximó a ese pensamiento, lo soslayó. Hasta que él murió.
Hinchó los carrillos y replicó:
—Ella me convenció de que sería irracional romper con una mujer de excepcional cultura y talento sólo porque había ejercido los mismos derechos de que disfrutaba yo. Sobre todo cuando hacía meses que no le hacía el amor. Los derechos del hombre, afirmó, pertenecían también a las mujeres… siempre que fueran de la aristocracia. Permití que su gentil razonamiento me persuadiera.
—Ah —dijo enigmáticamente el científico.
Voltaire se frotó la cabeza, llena de sombrías remembranzas.
—Ella era una excepción a todas las reglas. Comprendía a Newton y a Locke. Comprendía cada palabra que yo escribía. Me comprendía a mí.
—¿Por qué no le hacías el amor? ¿Demasiado ocupado yendo a orgías?
—Estimado amigo, mi participación en esos jolgorios se ha exagerado enormemente. Es verdad, en mi juventud acepté una invitación para una celebración del placer erótico. Lo hice tan bien que me invitaron a regresar.
—¿Y regresaste?
—Por cierto que no. Una vez, filosofía. Dos veces, perversión.
—No entiendo por qué un hombre tan mundano como tú ansía tanto otra reunión con la Doncella.
—Su pasión —dijo Voltaire, con una imagen de la robusta Doncella en la mente—. Su valor y su devoción por aquello en que creía.
—Tú también poseías ese rasgo.
Voltaire pateó el suelo, pero no hubo sonido.
—¿Por qué me hablas en pasado?
—Lo lamento. También incluiré el fondo de audio.
Hizo un gesto, y Voltaire oyó los tablones que crujían mientras él paseaba. Una yunta de caballos trotaba fuera.
—Yo tengo temperamento. No confundas la pasión con el temperamento… que es una cuestión de los nervios. La pasión nace del corazón y del alma, no es un mero mecanismo de los humores corporales.
—¿Crees en el alma?
—En las esencias, por cierto. La Doncella se atrevió a aferrarse a su visión con todo su corazón, a pesar de la prepotencia de la Iglesia y del Estado. Su devoción a su visión, a diferencia de la mía, no estaba manchada por la perversión. Ella fue la primera protestante auténtica. Siempre he preferido los protestantes a los fanáticos papistas… hasta que residí en Ginebra, donde descubrí que su odio público por el placer es tan grande como el de un papa. Los cuáqueros son los únicos que no practican en privado aquello que detestan en público. Lamentablemente, cien creyentes auténticos no pueden redimir a millones de hipócritas.
El científico torció la boca con escepticismo.
—Juana se retractó, cedió ante las amenazas.
—La llevaron a un cementerio —protestó Voltaire—. Aterraron a una muchacha crédula con amenazas de muerte e infierno. Obispos, académicos… ¡los hombres más cultos de su tiempo! ¡Gaznápiros, la mayoría de ellos! Humillaron a la mujer más valiente de Francia, una mujer a quien destruyeron sólo para reverenciarla. ¡Hipócritas! Necesitan mártires como las sanguijuelas necesitan sangre. Medran con el autosacrificio, mientras que sea otro quien lo haga.
—Sólo tengo tu versión, y la de ella. Nuestra historia no llega tan lejos. Aun así, ahora sabemos más sobre la gente…
—Eso creéis. —Voltaire aspiró una pizca de rapé para calmarse—. Los villanos son destruidos por lo peor de sí mismos, los héroes por lo mejor. Ellos la manipularon apelando a su honor y su valentía, como cerdos tocando un violín.
—La estás defendiendo —se burló el científico—. Pero en ese poema que escribiste sobre ella —asombroso, alguien que memorizaba su propia obra para recitarla— la pintas como una mujerzuela de taberna, más entrada en años, que mentía sobre sus voces… una supersticiosa ignorante pero astuta. El mayor enemigo de esa castidad que ella finge defender es un asno… ¡un asno con alas!
Voltaire sonrió.
—Una brillante metáfora de la iglesia católica, n’est-ce pas? Quería denunciar algo, y Juana fue sólo la espada que me permitió asestar el tajo. Entonces yo no la conocía. Ignoraba que era una mujer con honduras tan misteriosas.
—No son honduras intelectuales. ¡Una campesina! —Marq recordó que había escapado de sufrir ese destino en el lodoso mundo de Bielileur. Gracias al examen de los Grises. Y ahora había escapado de su rutina cotidiana hacia una auténtica revolución cultural.
—No, no. Honduras del alma. Yo soy como un arroyuelo. Soy claro porque soy superficial. ¡Pero ella es un río, un océano! Llévame de vuelta a Aux Deux Magots. Ella y ese garçon mecánico son la única compañía que tengo ahora.
—Ella es tu rival —dijo el científico—. Una secuaz de aquellos que defienden valores que combatiste toda la vida. Para asegurarme de que la derrotas, tendré que darte suplementos.
—Estoy intacto y entero —declaró glacialmente Voltaire.
—Te equiparé con información filosófica y científica, progreso racional. Tu razón debe aplastar su fe. Debes considerarla el enemigo que es, si la civilización ha de continuar avanzando por carriles científicos y racionales.
Su elocuencia e impudor eran encantadores, pero no servían como sustitutos para la fascinación de Voltaire por Juana.
—Me niego a leer nada hasta que me reúnas con la Doncella. En el café.
El científico tuvo el descaro de reírse.
—No comprendes. No tienes elección. Yo te insertaré la información. Tendrás la información que necesitas para ganar, te guste o no.
—¡Violas mi integridad!
—No olvidemos que después del debate se presentará la cuestión de mantenerte en funcionamiento o…
—¿Liquidarme?
—Sólo quiero poner las cartas sobre la mesa.
Voltaire se enfurruñó. Conocía el férreo acento de la autoridad, pues primero había estado sometido a la de su padre, un fanático de la disciplina que lo obligaba a asistir a misa y cuya austeridad había provocado la muerte de la madre de Voltaire cuando el niño tenía sólo siete años. El único modo en que pudo escapar de la disciplina de su esposo fue la muerte. Voltaire no tenía intenciones de escapar así de este científico.
—Me niego a utilizar los conocimientos adicionales que me brindes a menos que me devuelvas de inmediato al café.
El científico miró a Voltaire tal como Voltaire miraba a su fabricante de pelucas, con altiva superioridad. Sus labios curvos decían claramente que él sabía que Voltaire no podía existir sin su protección.
Un giro humillante. Aunque venía de la clase media, Voltaire no creía que la gente común fuera digna de gobernarse a sí misma. La idea de que su fabricante de pelucas fuera legislador bastaba para hacer que nunca usara de nuevo una peluca. Era intolerable que este científico arrogante lo viera de la misma manera.
—Te diré una cosa —dijo el científico—. Tú compones una de tus brillantes Contes philosophiques desbaratando el concepto del alma humana y yo te reuniré con la Doncella. Pero si no lo haces, no la verás hasta el día del debate. ¿Está claro?
Voltaire meditó.
—Claro como un arroyo —dijo al fin.
Nubes oscuras y espesas descendieron en su mente. Recuerdos sombríos y huraños.
Se sintió engullido por un pasado rugiente…
—¡Ha entrado en ciclo! Algo está aflorando aquí —exclamó Marq, alarmado.
Estallaron imágenes del pasado remoto.
—¡Llamad a Seldon! Este simulacro tiene otra capa. ¡Llamad a Seldon!