Trató de ignorar a la hechicera llamada Sybyl, quien afirmaba ser su creadora, como si alguien que no fuera el Rey de los Cielos pudiera reclamar semejante proeza. No quería hablar con nadie. Los acontecimientos se agolpaban, presurosos, densos, sofocantes. Su asfixiante y dolorosa muerte aún la acechaba.
En la gorra que le habían puesto en la cabeza rapada ese día atroz, el día más oscuro pero más glorioso de su breve vida, sus «crímenes» estaban inscritos en la lengua sagrada: Herética, Relapsa, Apostata, Idolater. Palabras negras que pronto arderían.
Los cultos cardenales y obispos de la siniestra y proinglesa Universidad de París y de la Iglesia —¡la novia de Cristo en la Tierra!—, habían quemado su cuerpo viviente. Todo por cumplir la voluntad del Señor, que deseaba que el gran y verdadero rey fuera Su ministro en Francia. Por esa razón habían rechazado el rescate del rey y la habían enviado a la hoguera. ¿Qué le harían entonces a la hechicera llamada Sybyl, quien, como ella, vivía entre hombres, usaba ropa masculina y se atribuía poderes que eclipsaban los del Creador mismo?
—Márchate, por favor —murmuró—. Necesito silencio para oír mis voces.
Pero ni la Sorcière ni el hombre barbado de ropa negra llamado Boker —que se parecía turbadoramente a los ceñudos patriarcas de la gran iglesia de Ruán— querían dejarla en paz.
—Si queréis cháchara, hablad con Monsieur Arouet. Es lo que más le gusta.
—Sagrada Doncella, Rosa de Francia —dijo el hombre barbado—, ¿Francia era tu mundo?
—Mi lugar en el mundo —dijo Juana.
—Tu planeta, quiero decir.
—Los planetas están en el cielo. Yo era de la tierra.
—Quiero decir… oh, no importa. —Le habló sin sonidos a la mujer, Sybyl—. ¿Del suelo? ¿Granjeros? ¿Aun los prehistóricos podían ser tan ignorantes?
Al parecer pensaba que ella no sabía leer los labios, un truco que había aprendido para seguir las deliberaciones de los tribunales eclesiásticos.
—Sé lo que es necesario para mi misión.
Boker frunció el ceño y continuó.
—Óyeme, por favor. Nuestra causa es justa. El destino de lo sagrado depende de que conquistemos muchos conversos para nuestro bando. Si debemos elevar el cáliz de la humanidad, y las viejas tradiciones de nuestra identidad, debemos derrotar el escepticismo seglar.
Ella trató de alejarse, pero la detuvo el chirriante peso de sus cadenas.
—Dejadme en paz. Aunque no maté a nadie, participé en muchos combates para asegurar la victoria del verdadero rey de Francia. Presidí su coronación en Reims. Por él fui herida en batalla.
Alzó las muñecas, pues ahora estaba en la hedionda celda de Ruán, con grilletes y cadenas. Sybyl había dicho que esto la estabilizaría, que sería bueno para su carácter. Como ángel, Sybyl sin duda tenía razón. Boker empezó a implorarle, pero Juana reunió fuerzas para decir:
—El mundo sabe qué retribución obtuve por mis esfuerzos. No volveré a librar guerras.
Monsieur Boker se volvió hacia la hechicera.
—Un sacrilegio, mantener a una gran figura en cadenas. ¿No puedes transportarla a un lugar de reposo teológico? ¿Una catedral?
—Contexto. Los simulacros necesitan contexto —dijo la Sorcière sin sonidos. Juana descubrió que podía leer los labios con una claridad inaudita. Tal vez ese purgatorio aguzaba sus sentidos.
Monsieur Boker chasqueó los labios.
—Me impresiona lo que has hecho, ¿pero de qué nos sirve si no está dispuesta a colaborar?
—No la has visto en la cumbre de su identidad. Las pocas asociaciones históricas que hemos podido descifrar sostienen que ella es una «presencia cautivadora». Tendremos que lograr que eso aflore.
—¿No puedes hacerla más pequeña? Es imposible hablar con una giganta.
La Doncella, para su asombro, perdió dos tercios de su talla.
Monsieur Boker parecía complacido.
—Gran Juana, interpretas mal la naturaleza de la guerra que se avecina. Han pasado incontables milenios desde que ascendiste al cielo. Tú…
La Doncella se incorporó.
—Dime una cosa. ¿Es el rey de Francia un descendiente de la Casa de Lancaster del Enrique inglés? ¿O es un Valois, descendiente del grande y verdadero rey Carlos?
Monsieur Boker pestañeó y pensó.
—Creo que podemos afirmar que nosotros, los Preservadores de la Fe de Nuestro Padre, el partido que represento, somos en cierto sentido descendientes de tu Carlos.
La Doncella sonrió. Sabía que sus voces eran enviadas por el cielo, dijeran lo que dijesen los obispos. Sólo las había negado cuando la llevaron al cementerio de St. Oueen, y sólo por temor al fuego. Había tenido razón al retractarse de su retractación dos días después; el hecho de que los Lancaster no hubieran logrado anexionar Francia lo confirmaba. Si Monsieur Boker hablaba en nombre de los descendientes de la Casa de Valois, a pesar de la clara ausencia de un título de nobleza, lo escucharía.
—Adelante —dijo.
Monsieur Boker explicó que pronto se celebraría un referéndum. (Después de deliberar con la Sorcière, le pidió a Juana que considerase que ese lugar era, en esencia, como Francia.) Habría un enfrentamiento entre dos partidos mayoritarios, Preservadores contra Escépticos.
Ambos partidos habían convenido en celebrar un gran debate entre dos duelistas verbales, para dirimir la cuestión principal.
—¿De qué se trata? —preguntó la Doncella.
—Si debemos construir seres mecánicos dotados de inteligencia. Y en tal caso, si debemos permitirles plena ciudadanía, con todos los derechos pertinentes.
La Doncella se encogió de hombros.
_¿Es una broma? Sólo los aristócratas y los nobles tienen derechos.
—Ya no es así, aunque por cierto tenemos un sistema de clases. Ahora los plebeyos gozan de derechos.
—¿Campesinos como yo? —preguntó la Doncella—. ¿Nosotros?
Monsieur Boker, frunciendo el ceño, se volvió hacia la Sorcière.
—¿Yo debo hacer todo?
—La querías tal como es —dijo la Sorcière—. Mejor dicho, tal como era.
Monsieur Boker pasó dos minutos despotricando contra algo que llamaba el desplazamiento conceptual. Ese término parecía aludir a una disputa teológica acerca de la naturaleza del artificio mecánico. Para Juana la respuesta era clara, pero a fin de cuentas ella era una campesina, no una artesana de las palabras.
—¿Por qué no preguntáis a vuestro rey o a uno de sus consejeros? ¿O a uno de vuestros eruditos?
Monsieur Boker curvó el labio, agitó los brazos.
—Nuestros dirigentes son timoratos. ¡Débiles! ¡Nulidades racionales!
—Sin duda…
—No puedes imaginarlo, dado tu antiguo apasionamiento. La intensidad y la pasión se consideran malos y obsoletos. Deseábamos hallar intelectos con el viejo fuego, el…
—¡No! ¡Oh! —Las llamas, lamiéndola.
Tardó unos instantes en serenarse para volver a escuchar.
El gran debate entre la Fe y la Razón se celebraría en el Coliseo del sector Junin ante un público de cuatrocientas mil almas. La Doncella y su oponente aparecerían en hologramas, magnificados por un factor de treinta. Luego cada ciudadano votaría sobre ese tema.
—¿Votar? —preguntó la Doncella.
—La querías intacta —dijo la Sorcière Ahí la tienes.
La Doncella escuchó en silencio, obligada a asimilar milenios en minutos. Cuando Monsieur Boker concluyó, dijo:
—He descollado en la batalla, aunque fuera por tiempo breve, pero nunca en las argumentaciones. Sin duda tú conoces mi destino.
Monsieur Boker puso cara de aflicción.
—¡Las extravagancias de los antiguos! Sólo tenemos un marco histórico escueto en torno de tu… representación… nada más. No sabemos dónde viviste, aunque tenemos detalles de los acontecimientos que sucedieron a tu…
—Muerte. Puedes hablar de ella. Estoy acostumbrada, como corresponde a una doncella cristiana, al llegar al Purgatorio. También sé quiénes sois vosotros.
—¿De veras? —preguntó cautamente la Sorcière.
—¡Ángeles! Os manifestáis como personas comunes, para aplacar mis temores. Luego me encomendáis una tarea. Aunque haya ciertas artimañas, es una misión divina.
Monsieur Boker asintió lentamente, mirando a la Sorcière.
—De los fragmentos de datos que giran en torno a tu yo, deducimos que tu reputación fue restaurada en audiencias celebradas veintiséis años después de tu muerte. Los que participaron en tu condena se arrepintieron de su error. Fuiste llamada, con gran estima, la Rose de la Loire.
Ella contuvo sus nostálgicas lágrimas.
—Justicia… Si yo hubiera sido habilidosa en mis argumentaciones, habría convencido a mis inquisidores, esos predicadores proingleses de la Universidad de París, de que no soy una bruja.
Monsieur Boker parecía conmovido.
—Aun la preantigüedad sabía reconocer un poder sagrado.
La Doncella rio ligeramente.
—El Señor está de parte de Su hijo, y también de los santos y los mártires. Pero ello no significa que escapen al fracaso y la muerte.
—Ella tiene razón —dijo la Sorcière. Aun los mundos y las galaxias comparten el destino del hombre.
—Los seres espirituales te necesitamos —suplicó Monsieur Boker—. Nos hemos vuelto demasiado parecidos a nuestras máquinas. Ya nada es sagrado, excepto el buen funcionamiento de nuestros componentes. Sabemos que abordarás esta cuestión con fervor, pero también con sencillez y verdad. Eso es lo que te pedimos.
La Doncella sentía fatiga. Necesitaba soledad, tiempo para reflexionar.
—Debo consultar con mis voces. ¿Deberé encarar muchas preguntas o sólo una?
—Sólo una.
Los inquisidores habían sido mucho más exigentes. Hacían preguntas por docenas, a veces las mismas, una y otra vez. Las respuestas que eran correctas en Poitiers resultaban erróneas en otra parte. Privada de comida, bebida y descanso, intimidada por el viaje al cementerio, agotada por el tedioso sermón que la obligaban a oír, y quebrada por el terror al fuego, no podía soportar el interrogatorio.
«¿El arcángel Miguel tiene cabello largo? ¿Es santa Margarita robusta o delgada? ¿Los ojos de santa Catalina son pardos o azules?»
La indujeron a describir las voces del espíritu con atributos de la carne. Luego la condenaron perversamente por confundir el espíritu sagrado con la carne corrupta. Había sido un asco. Y en el Purgatorio podían seguir juicios peores. Por tanto no podía saber con certeza si Boker resultaría ser amigo o enemigo.
—¿Qué es? —preguntó—. Esa única pregunta que deseas que responda.
—Existe el consenso universal de que las inteligencias fabricadas por el hombre poseen una especie de cerebro. Queremos que respondas si también tienen alma.
—Sólo el Todopoderoso tiene poder para crear un alma.
Monsieur Boker sonrió.
—Los Preservadores no podríamos estar más de acuerdo contigo. Las inteligencias artificiales, a diferencia de nosotros, sus creadores, carecen de alma. Son meras máquinas. Ingenios mecánicos con cerebros electrónicamente programados. Sólo el hombre tiene alma.
—Si ya conoces la respuesta a la pregunta, ¿para qué me necesitas?
—¡Para persuadir! Primero los indecisos del sector Junin, luego Trantor, luego el Imperio.
La Doncella reflexionó. Sus inquisidores también habían conocido las respuestas de las preguntas que le planteaban. Monsieur Boker parecía sincero, pero también lo habían parecido quienes la declararon bruja. Monsieur Boker le había dicho la respuesta de antemano, una respuesta con la que concordaría cualquier persona sensata. Aun así, no podía estar segura de sus intenciones. Ni siquiera el crucifijo que el sacerdote había mantenido en alto a pedido de Juana era una certidumbre en medio del humo aceitoso y las voraces llamas.
—¿Y bien? —insistió Monsieur Boker—. ¿La Sagrada Rosa aceptará ser nuestra campeona?
—Esas personas a quienes debo convencer… ¿también son descendientes de Carlos, el gran y verdadero rey de la Casa de Valois?