—¿Qué sucede aquí? —Voltaire, las manos en las caderas, se levantó tumbando la silla, que chocó contra la piedra, y los miró desde la pantalla.
—¿Quiénes sois vosotros? ¿A qué agente infernal representáis?
Marq detuvo la simulación y miró a Sybyl.
—Eh… ¿quieres explicarle?
—Es tu recreación, no la mía.
—Me lo temía. Voltaire era imponente. Irradiaba poder y confianza. En todas las inspecciones microscópicas de este simulacro, nunca había aparecido la suma de todo, su esencia gestáltica.
—Hemos trabajado duramente en esto. Si retrocedes ahora…
—Está bien, está bien —respondió Marq, agitado.
—¿Cómo te presentaste ante él?
—Me materialicé, me acerqué, me senté.
—¿Te vio salir de la nada?
—Me temo que sí —dijo él, compungido.
—Lo asustaste.
Marq había usado todos los temperamentos prefabricados que tenía, podando y modelando constelaciones anímicas, pero había dejado intacto el núcleo central de Voltaire. Era un nudo enrevesado. Algún programador de la preantigüedad había realizado un trabajo denso, asombroso. Sumergió al simulacro Voltaire en un vacío incoloro de estática sensorial. Lo calmaría, luego intervendría.
Sus dedos bailaban. Cortó la aceleración temporal.
Las simpersonalidades necesitaban tiempo de ordenador para asimilar la nueva experiencia. Arrojó a Voltaire en una abarrotada red de experiencias, aparentemente real. La personalidad respondió a la simulación y vivió las emociones inducidas. Voltaire era racional; su personalidad podía aceptar ideas nuevas en menos tiempo que el simulacro de Juana.
¿Qué le hacía todo esto a la reconstrucción de una persona real, cuando aparecía el conocimiento de una realidad diferente? Aquí venía la parte difícil de la reanimación. La aceptación del quién, el qué y el cuándo. Ondas de choque conceptuales resonarían en las personalidades digitales, imponiendo ajustes emocionales. ¿Podrían resistirlo? A fin de cuentas, no eran personas reales, así como una pintura impresionista abstracta no pretendía decir cómo era una vaca. Él y Sybyl sólo podrían intervenir cuando los programas automáticos hubieran hecho todo lo posible.
Aquí se ponía a prueba la artesanía matemática. Las personalidades artificiales tenían que sobrevivir a este punto cúspide o desmoronarse en la locura y la incoherencia. Una construcción que corría por autopistas de percepción expansiva podía sufrir sacudidas ontológicas tan fuertes que se despedazaba.
Marq permitió que se reunieran, observando atentamente. El Aux Deux Magots, un trasfondo de ciudad sencilla y una multitud. Para reducir el tiempo de ordenador, los rasgos meteorológicos se repetían cada dos minutos de simulación. Un cielo sin nubes, para ahorrar en modelación de flujo de fluidos. Sybyl modificaba a su Juana, él a su Voltaire, reparando pequeñas grietas y deslices en la matriz perceptiva del personaje.
Se reunieron, conversaron. Algunas tormentas fugaces y azuladas cruzaron las simulaciones neuronales de Voltaire. Marq insertó algoritmos de reparación conceptual. La turbulencia se disipó.
—¡Lo tengo! —susurró. Sybyl asintió, concentrada en sus propias reparaciones—. Ahora se ejecuta regularmente —dijo Marq, sintiéndose mejor con el error de arranque—. Mantendré sentada a mi manifestación, ¿de acuerdo? Sin desapariciones ni nada.
—Juana está lista. —Sybyl señaló estrías pardas en la representación matricial que flotaba ante ella en 3D—. Algunos movimientos tectónicos emocionales, pero llevarán tiempo.
—Yo digo que adelante.
Ella sonrió.
—Adelante.
El momento llegó. Marq llevó a Voltaire y Juana de vuelta a tiempo real.
Al cabo de un minuto supo que Voltaire estaba todavía intacto, funcional, integrado. También Juana, aunque ella se había replegado en su ensimismamiento meditabundo, un aspecto bien documentado de su clima interno.
Voltaire, sin embargo, estaba enfurruñado. Apareció ante ellos en tamaño natural. El holograma frunció el ceño, insultó y exigió el derecho de iniciar la comunicación cuando él quisiera.
—¿Creéis que deseo estar a vuestra merced cuando tenga algo que decir? Habláis con un hombre que sufrió el exilio, la censura, la cárcel y la represión… que vivía en temor constante de las autoridades eclesiásticas y estatales…
—Fuego —susurró la Doncella con turbadora sensualidad.
—Cálmate o te apagaré —le ordenó Marq a Voltaire. Congeló la acción y se volvió hacia Sybyl—. ¿Qué crees? ¿Debemos aceptar?
—¿Por qué no? No es justo que ellos estén siempre a nuestra disposición.
—¿Justo? Hablamos de una simulación.
—Ellos tienen nociones de justicia. Si las infringimos…
—De acuerdo, de acuerdo. —Marq reinició la acción—. La próxima pregunta es cómo.
—No me importa cómo lo hagas —dijo el holograma—. Sólo hazlo, de inmediato.
—Un momento —dijo Marq—. Te cederemos tiempo de ejecución para integrar tu espacio perceptivo.
—¿Qué significa eso? —preguntó Voltaire La expresión inteligente es una cosa, la jerigonza es otra.
—Para elaborar tus chifladuras —respondió Marq secamente.
—¿Para que podamos conversar?
—Sí —dijo Sybyl—. Por iniciativa tuya, no sólo nuestra. Pero no salgas a caminar a la misma hora… eso requiere demasiada manipulación de datos.
—Aquí tratamos de reducir los costes —dijo Marq, reclinándose para tener una mejor vista de las piernas de Sybyl.
—Bien, deprisa —dijo la imagen de Voltaire—. La paciencia es para los mártires y los santos, no para hombres de belles lettres.
El traductor presentó todo esto en la lengua actual, insertando el audio de palabras antiguas y perdidas. Los buscadores de conocimiento encontraban la traducción y la superponían para Marq y Sybyl. Aun así, Marq había dejado la resbaladiza acústica natural por una cuestión de atmósfera, el temple de un pasado inimaginablemente remoto.
—Sólo di mi nombre, o el de Sybyl, y apareceremos ante ti en un rectángulo bordeado de rojo.
—¿Tiene que ser rojo? —preguntó la frágil voz de la Doncella—. ¿No puede ser azul? El azul es tan fresco, es el color del mar. El agua es más fuerte que el fuego, puede apagar el fuego.
—Deja de divagar —rezongó el otro holograma. Llamó a un camarero mec y ordenó—: Ese plato flambé… apágalo de inmediato. Inquieta a la Doncella. Y vosotros dos, genios. Si podéis resucitar a los muertos, sin duda podréis trocar el rojo en azul.
—No puedo creerlo —dijo Sybyl—. ¿Un simulacro? ¿Quién cuernos se cree que es?
—La voz de la razón —repuso Marq—. Frangois-Marie Arouet de Voltaire.
—¿Crees que están preparados para ver a Boker? —Sybyl se mordió encantadoramente el labio—. Convinimos en dejarle ver los simulacros en cuanto se estabilizaran.
Marq reflexionó.
—Seamos francos con él. Lo llamaré.
—Tenemos tanto que aprender de ellos.
—Es verdad. ¿Quién habría dicho que los prehistóricos podían ser tan hijos de perra?