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Juana de Arco despertó dentro de un sueño ambarino. La acariciaban brisas frescas, sonaban ruidos extraños. Oyó antes de ver.

Y de pronto se encontró sentada fuera. Reparó en las cosas una por vez, como si una parte de sí misma las estuviera contando.

Aire fresco. Delante de ella, una mesa redonda y lisa.

Contra ella, una turbadora silla blanca. El asiento, a diferencia de los de su aldea natal de Domrerny, no era de madera labrada a mano. La tersa superficie imitaba lascivamente sus contornos. Juana se ruborizó.

Desconocidos. Uno, dos, tres, apareciendo con un pestañeo.

Se movían. Gente rara. No podía distinguir a las mujeres de los hombres, excepto cuando los pantalones y túnicas contorneaban las partes pudendas. El espectáculo era aún más escandaloso que el que había visto en Chinon, en la licenciosa corte del gran y verdadero rey.

Charla. Los extraños no le prestaban atención, aunque ella los oía tan claramente como cuando oía sus voces. Escuchó sólo el tiempo suficiente para llegar a la conclusión de que aquello que decían, no teniendo nada que ver con la santidad ni con Francia, no era digno de oírse.

Ruido. Fuera. Un férreo río de carruajes que se desplazaban solos. Se sorprendió de esto, pero la emoción pronto se disipó.

Un panorama amplio, aproximándose.

Nieblas perladas ocultaban distantes torres marfileñas. En la bruma parecían iglesias que se derretían.

¿Qué era ese lugar?

Una visión, quizá relacionada con sus amadas voces. ¿Podían tales apariciones ser santas?

Sin duda ese hombre que estaba sentado a una mesa cercana no era un ángel. Estaba comiendo huevos revueltos… con una pajilla.

Y las mujeres… impúdicas, atrevidas, exuberantes exhibiciones de caderas, muslos y bustos. Algunas bebían vino tinto en copas transparentes, diferentes de las que Juana había visto en la corte real.

Otros parecían comer nubes flotantes, nieblas delicadas y ondeantes como una mousse. Una bruma pasó cerca de ella, oliendo a carne vacuna con picante salsa del Loira. Juana aspiró, y al instante tuvo la sensación de haber experimentado una comida.

¿Era eso el cielo? ¿Los apetitos se satisfacían sin trabajo ni esfuerzo?

Imposible. Sin duda la recompensa final no era tan… carnal. Y turbadora. Y embarazosa.

El fuego que algunos sorbían con esas pajillas… eso la intimidaba. Una nube de humo se le acercó haciendo aletear pájaros de pánico en su pecho, aunque el humo no tenía olor, no le quemaba los ojos ni le irritaba la garganta.

«El fuego, el fuego —pensó, presa del pánico—. ¿Qué había…?»

Un ser semejante a una armadura se le acercó con una bandeja de comida y bebida. «Veneno de los enemigos, los enemigos de Francia», pensó con espanto, buscando su espada.

—Estaré contigo enseguida —dijo el ser semejante a una armadura mientras se dirigía a otra mesa—. Sólo tengo cuatro manos. Paciencia, por favor.

«Una posada», pensó. Era una especie de posada, aunque no parecía haber ningún lugar donde alojarse. Y sí, ahora recordaba… Debía encontrarse con alguien. ¿Un caballero?

Ese hombre alto y huesudo, mucho mayor que Jacques Dars, su padre, el único que además de ella estaba vestido normalmente.

Algo en ese atuendo le recordó a los atildados petimetres de la corte del gran y verdadero rey. El cabello rizado y blanco contrastaba con la cinta lila que le ceñía la garganta. Usaba mangas alechugadas de bordes angostos, casaca de satén pardo con flores de color y pantalones de terciopelo rojo, medias blancas y zapatos de gamuza.

Un aristócrata necio y vanidoso, pensó. Un lechuguino acostumbrado a los carruajes, incapaz de montar a caballo, y mucho menos de librar una guerra santa.

Pero el deber era una obligación sagrada. Si el rey Carlos le ordenaba avanzar, ella avanzaría.

Se levantó. Su armadura era asombrosamente liviana. Apenas sentía las láminas de cuero del torso y la espalda, ni las dos láminas de metal del brazo que dejaban los codos libres para blandir la espada. Nadie prestaba la menor atención a los crujidos de su atuendo ni al susurro de su cota de malla.

—¿Vos sois el caballero con quien debo reunirme, Monsieur Arouet?

—No me llames así —rezongó el viejo—. Arouet es el nombre de mi padre… el nombre de un hipócrita autoritario, no el mío. Hace años que nadie me llama así.

De cerca parecía menos viejo. El cabello blanco la había desorientado, y ahora veía que era falso, una peluca empolvada y ceñida con la cinta lila que iba bajo la barbilla.

—¿Y cómo debo llamaros? —Juana se abstuvo de insultar al petimetre con las rudas palabras que había aprendido entre sus compañeros de armas, y que ahora eran llevadas por demonios a la punta de su lengua, pero no más allá.

—Poeta, trágico, historiador. —Él se inclinó hacia delante y susurró con un guiño—: Me hago llamar Voltaire. Rey filósofo y librepensador.

—Aparte del Rey de los Cielos y Su hijo, llamo rey a un solo hombre, Carlos VII de la Casa de Valois. Y os llamaré Arouet hasta que mi señor me ordene lo contrario.

—Mi querida pucelle, tu Carlos ha muerto.

—¡No!

Él miró los silenciosos carruajes que recorrían la calle impulsados por fuerzas invisibles.

—Siéntate, siéntate. También han pasado muchas otras cosas. Ayúdame a llamar la atención de ese extraño camarero.

—¿Me conocéis? —Inducida por sus voces, había renunciado al apellido de su padre para hacerse llamar la Pucelle, «la Doncella».

—Te conozco muy bien. No sólo viviste cinco siglos antes que yo, sino que escribí una obra sobre ti. Y tengo el curioso recuerdo de haber hablado antes contigo, en ciertos espacios sombríos. —El hombre sacudió la cabeza, frunció el ceño—. Aparte de mi atuendo (hermoso, ¿verdad?) tú eres la única cosa conocida en este lugar. Tú y la calle, aunque debo decir que eres más joven de lo que pensé mientras que la calle… mmm… parece más ancha pero más vieja. Al fin se decidieron a pavimentarla.

—Yo no entiendo…

Él señaló un letrero que llevaba el nombre de la posada, Aux Deux Magots.

—Mademoiselle Lecouvreur, una famosa actriz, aunque también conocida por ser mi querida. —Parpadeó—. Te estás sonrojando… qué encanto.

—Yo no sé nada de esas cosas —dijo Juana. Y añadió con orgullo—: Soy virgen.

Él hizo una mueca.

—No entiendo por qué alguien se enorgullecería de un estado tan antinatural.

—Y yo no entiendo por qué estáis vestido de esa manera.

—Mis sastres se ofenderán mortalmente. Pero permíteme sugerir que eres tú, querida Pucelle, quien, con tu insistencia en vestir como hombre, privas a la sociedad civilizada de uno de sus placeres más inofensivos.

—Una insistencia por la que pagué un alto precio —replicó ella, recordando que los obispos le reprochaban su atuendo masculino tan implacablemente como preguntaban por sus voces divinas.

Como si con la absurda indumentaria que debían usar las mujeres ella pudiera haber derrotado a ese duque proinglés en Orleans. O conducido a tres mil caballeros a la victoria en Jargeau y Meung-sur-Loire, Beaugency y Patay, en ese verano de gloriosas conquistas cuando, guiada por sus voces, nada le salía mal.

Reprimió lágrimas. Un recuerdo…

Derrota. Luego había descendido la rojiza oscuridad de las batallas perdidas, ahogando sus voces, mientras crecían las voces de sus enemigos, los proingleses.

—No te pongas tan tozuda —dijo Monsieur Arouet, palmeándole el metal de la rodilla—. Aunque personalmente me disgusta tu vestimenta, defendería a muerte tu derecho a vestirte como desees. O a desvestirte. —Miró la prenda casi transparente de una clienta.

—Señor…

—París no ha perdido su apetito por los refinamientos, después de todo. Pálido fruto de los dioses, ¿no crees?

—No, no creo. No hay virtud mayor que la castidad en las mujeres… y los hombres. Nuestro Señor fue casto, como lo son nuestros santos y sacerdotes.

—¡Sacerdotes castos! —Monsieur Aroxiet revolvió los ojos—. Lástima que no fueras a la escuela adonde mi padre me obligó a asistir cuando era niño. Podrías habérselo informado a los jesuitas, que a diario abusaban de sus inocentes alumnos.

—No puedo creer…

—¿Y qué hay de él? —Voltaire señaló la criatura rodante de cuatro manos que se acercaba a ellos—. Sin duda esa criatura es casta. ¿Entonces también es virtuosa?

—La cristiandad, Francia misma, se funda en…

—Si la castidad se practicara en Francia tanto como se predica, la raza estaría extinguida.

La criatura rodante frenó junto a la mesa. En el pecho tenía una inscripción con lo que parecía ser su nombre, GARÇON 213-ADM. Con una voz grave, clara como la de un hombre, comentó:

—Una fiesta de disfraces, ¿eh? Espero que mi retraso no os demore. Nuestros mecánicos tienen dificultades.

Miró a la cocinera, una rubia que se cubría el cabello con una redecilla. ¿Un demonio?

La Doncella frunció el ceño. Esa mirada trémula, aunque mecánica, evocaba el modo en que sus carceleros la habían mirado. Humillada, había dejado las ropas femeninas que sus inquisidores le obligaban a usar. Al recobrar su atuendo masculino, había puesto a sus carceleros en cintura. Había sido un buen momento.

La cocinera asumió un aire altivo, pero se arregló la redecilla y le sonrió a Garçon 213-ADM antes de eludir la mirada de Juana, que no comprendió el gesto. Había aceptado la existencia de criaturas mecánicas en ese extraño lugar, sin cuestionar su significado. Quizá fuera otra etapa intermedia en el orden providencial del Señor, pero era desconcertante.

Monsieur Arouet tocó un brazo del hombre mecánico, cuya construcción la Doncella no pudo sino admirar. Si lograba que esa criatura montara a caballo, sería invencible en la batalla. Y las posibilidades…

—¿Dónde estamos? —preguntó Monsieur Arouet—. O quizá debería preguntar «cuándo». Tengo amigos en las altas esferas…

—Y yo en las bajas —dijo afablemente el hombre mecánico.

—Exijo saber dónde estamos, qué está sucediendo.

El hombre mecánico hizo un gesto de indiferencia con dos brazos libres, mientras ponía la mesa con los otros dos.

—¿Cómo puede un camarero mecánico, con inteligencia programada acorde con su rango, instruir a Monsieur, un ser humano, acerca de los arcanos misterios del simespacio? ¿Monsieur y Mademoiselle han decidido qué pedirán?

—Aún no nos has traído el menú —dijo Monsieur Arouet.

El hombre mecánico apretó un botón bajo la mesa. Letras relucientes titilaron en dos láminas encastadas en la mesa. La Doncella soltó un grito de deleite. Al ver la mirada reprobatoria de Monsieur Arouet, se llevó la mano a la boca. Sus modales campesinos con frecuencia la ponían en situaciones embarazosas.

—Ingenioso —dijo Monsieur Arouet, encendiendo y apagando el botón mientras examinaba la parte inferior de la mesa—. ¿Cómo funciona?

—No estoy programado para saberlo. Tendrás que preguntarle a un mecanoelectricista.

—¿Un qué?

—Con todo respeto, Monsieur, mis demás clientes están esperando. Sí estoy programado para anotar tu pedido.

—¿Qué deseas, querida? —le preguntó Monsieur Arouet a la Doncella.

Ella agachó la cabeza, avergonzada.

—Pedid por mí.

—Ah, sí. Lo olvidaba.

—¿Olvidabas qué? —preguntó el hombre mecánico.

—Mi compañera es analfabeta. No sabe leer. Y yo bien podría serlo, por el bien que puede hacerme este menú.

Conque ese hombre obviamente culto no podía comprender la carta. Para Juana esto resultó enternecedor en medio de ese huracán de extravagancias.

El hombre mecánico dio explicaciones y Voltaire lo interrumpió.

—¿Comida nubosa? ¿Cocina electrónica? —Hizo una mueca—. Sólo tráeme lo mejor que tengas para una gran hambre y sed. ¿Qué puedes recomendar para vírgenes abstemias? ¿Un plato de tierra, acaso? ¿Con un vaso de vinagre?

—Tráeme una tajada de pan —dijo la Doncella con glacial dignidad—. Y un vaso de vino para remojarla.

—¡Vino! —exclamó Monsieur Arouet—. ¿Tus voces permiten el vino? Mais quelle scandale! Si se corriera la voz de que bebes vino, ¿qué dirían los sacerdotes sobre el mal ejemplo que das a los futuros santos de Francia? —Se volvió hacia el hombre mecánico—. Tráele un vaso de agua, y que sea pequeño. —Mientras Garçon 213-ADM se retiraba, Monsieur Arouet exclamó—: ¡Y asegúrate de que el pan sea costra, preferentemente mohosa!