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Hari desechó toda sugerencia de interrumpir el viaje. Al parecer el episodio había comenzado con la disfunción de algunos tiktoks.

—Alguien acusó a los dahlitas de provocarlo —dijo Yugo—. Así que nuestra gente intervino y, bien, las cosas se descontrolaron.

Alrededor de ellos todos estaban alborotados, rostros tensos y ojos chispeantes. Hari recordó el incisivo dicho de su padre: «Nunca subestimes el poder del tedio.»

En los asuntos humanos, la efervescencia de la acción aliviaba la sequedad del aburrimiento. Recordó a dos mujeres que zurraban a un espantajo, golpeando a ese hombre pálido y enclenque como si fuera una máquina de ejercicios. Su fobia contra la luz solar lo hacía diferente y odioso, y en consecuencia una presa viable.

El homicidio era un impulso primordial. Aun los más civilizados sufrían la tentación en momentos de rabia. Pero casi todos lo resistían y mejoraban con esa resistencia. La civilización era una defensa contra el brutal poder de la naturaleza. Esta variable era crucial pero nadie la tenía en cuenta, ni los economistas con sus productos brutos per cápita, ni los teóricos políticos con sus cocientes de representación, ni los sociólogos con sus índices de seguridad.

—También debo incluirlo —murmuró.

—¿Incluir qué? —preguntó Yugo. Él también estaba agitado.

—Cosas tan básicas como el homicidio. Todos nos obsesionamos con la economía de Trantor, pero algo tan visceral como ese episodio puede ser más importante.

—Bien, lo incluiré en las estadísticas delictivas.

—No, lo que me interesa es el impulso. ¿Cómo contribuye a explicar los movimientos más profundos de la cultura humana? Ya es engorroso encarar Trantor, una olla a presión gigante, con cuarenta mil millones de personas apretujadas. Sabemos que algo falta, porque no podemos lograr que las ecuaciones psicohistóricas converjan.

Yugo frunció el ceño.

—Pensé que necesitábamos más datos.

Hari sintió esa vieja y conocida frustración.

—No, puedo sentirlo. Hay algo crucial, y no lo tenemos.

Yugo adoptó una expresión dubitativa, y entonces llegaron al disco de descenso. Trasbordaron en un conjunto concéntrico de aceras móviles que circulaban a menor velocidad y desembocaban en una plaza ancha. Un majestuoso edificio dominaba los altos pozos de aire, esbeltas columnas coronadas por oficinas. La luz solar chispeaba en las superficies esculpidas del edificio, contando historias de dinero: Artificios Asociados.

Cruzaron la recepción y entraron en una sala interior más lujosa que cualquier cosa que hubiera en Streeling.

—Magnífica sala —masculló Yugo.

Hari comprendió este reflejo académico común. Los técnicos que operaban fuera del sistema universitario ganaban más y trabajaban en mejores ámbitos. Eso nunca le había molestado. La idea de la universidad como una suntuosa ciudadela se había marchitado al decaer el Imperio, y no veía ninguna necesidad de opulencia, sobre todo bajo un emperador que tenía gusto para ello.

Los empleados de Artificios Asociados se referían a sí mismos como Al y parecían muy brillantes. Dejó que Yugo se encargara de la conversación cuando se sentaron ante una gran mesa de seudomadera bruñida; todavía estaba conmocionado por ese episodio violento. Hari se reclinó y observó el entorno, pensando como siempre en nuevas facetas que pudieran pesar sobre la psicohistoria.

La teoría ya establecía relaciones matemáticas entre la tecnología, la acumulación de capital y la mano de obra, pero el impulso más importante era el conocimiento. La mitad del crecimiento económico surgía del incremento en la calidad de la información, encarnada en mejores máquinas y mayor capacitación, construyendo eficiencia.

Y allí era precisamente donde trastabillaba el Imperio. El impulso innovador procedente de las ciencias se había detenido paulatinamente. Las universidades imperiales producían buenos ingenieros, pero ningún inventor; grandes eruditos, pero pocos científicos genuinos. Ese factor se combinaba con las otras mareas del tiempo.

Sólo las empresas independientes como esta, reflexionó, conservaban el vigor que había impulsado tanto tiempo todo el Imperio. Pero eran flores silvestres, a menudo aplastadas por la bota de la política imperial y la inercia.

—¿Doctor Seldon? —preguntó alguien, sobresaltando a Hari. Asintió.

—¿También contamos con su autorización?

—Eh… ¿para qué?

—Para usar estas cosas. —Yugo se puso de pie y apoyó sus dos maletas sobre la mesa. Las abrió y reveló dos núcleos de ferrita—. Los simulacros de Sark, caballeros.

Hari quedó boquiabieto.

—Creí que Dors los había…

—¿Destruido? Ella también lo creyó. Aquel día, en tu oficina, usé dos núcleos de datos viejos e inservibles.

—Sabías que ella…

—Respeto a esa dama. Es rápida y tozuda. —Yugo se encogió de hombros—. Pensé que se pondría un poco… violenta.

Hari sonrió. De pronto supo que había reprimido su furia contra Dors por ese acto intempestivo. Ahora la liberó en una carcajada.

—Maravilloso. Aunque sea mi esposa, hay ciertos límites.

Rio tanto que le brotaron lágrimas. Los demás compartieron sus carcajadas y Hari se sintió mejor que en varias semanas. Por un momento se disiparon todos los disgustos de la vida universitaria y los problemas políticos.

—¿Entonces contamos con su autorización, doctor Seldon? ¿Para usar los simulacros? —insistió un joven.

—Desde luego, aunque querré controlar estrictamente ciertos… intereses míos. ¿Será posible, señor…?

—Marq Hofti. Sería un honor que usted le dedicara cierto tiempo al proyecto. Haré todo lo posible…

—También yo. —Tenía una mujer joven al otro lado—. Sybyl —se presentó, estrechándole la mano.

Ambos parecían competentes y avispados, y lo miraban con un reverente respeto que desconcertó a Hari. A fin de cuentas, él era sólo. Un matemático, como ellos.

Soltó otra estentórea carcajada, un ladrido extrañamente liberador. Acababa de pensar cómo se sentiría cuando le hablara a Dors de los núcleos de datos.