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—El viaje valdrá la pena, aunque sea para salir de Streeling —dijo Yugo.

Entraron en la estación grav con los inevitables Especiales tratando de caminar con naturalidad a su lado. Para Hari eran tan poco llamativos como arañas en un plato.

—Es verdad —dijo Hari. En Streeling, los miembros del Consejo Alto podían llamarlo, grupos de presión podían penetrar la improvisada intimidad del Departamento de Matemática, el emperador podía aparecer en el aire en cualquier momento. De viaje estaba a salvo.

—Una buena conexión dentro de dos coma seis minutos. —Yugo consultó su escritor retinal mirando a la izquierda. A Hari nunca le habían gustado esos trebejos, pero permitían leer cómodamente (en este caso, el horario grav) dejando ambas manos libres. Yugo llevaba dos maletas. Hari había ofrecido ayuda, pero Yugo dijo que eran «joyas de la familia» y necesitaban atención.

Sin cambiar el paso atravesaron un lector óptico que verificó los asientos, facturó sus cuentas y notificó al autoprograma acerca del aumento de masa.

Hari estaba distraído con algunas ideas matemáticas, así que el descenso lo sobresaltó.

—¡Oh! —exclamó, aferrando los brazos del sillón. La caída era la única señal que podía interrumpir aun las meditaciones más profundas. Se preguntó cuándo habría evolucionado esa alarma, y luego prestó atención a Yugo, quien describía con entusiasmo la comunidad dahlita donde almorzarían.

—¿Todavía piensas en esa cuestión política?

—¿La cuestión de la representación? No me importan las facciones internas y demás. Pero matemáticamente es un acertijo.

—A mí me parece bastante claro —dijo Yugo con una leve aunque respetuosa tensión en la voz—. Los dahlitas han sufrido abusos durante mucho tiempo.

—¿Porque sólo tienen los votos de un sector?

—Correcto… y somos cuatrocientos millones tan sólo en Dahl.

—Y más en otras partes.

—En efecto. Haciendo un promedio en Trantor, un dahlita tiene una representación de sólo coma seis ocho respecto de los demás.

—Y en la galaxia…

—Exactamente lo mismo. Tenemos nuestra zona, claro, pero estamos restringidos salvo en el Consejo Bajo galáctico.

Yugo había dejado de ser un amigo risueño y parlanchín para convertirse en un hombre de semblante adusto. Hari no quería que el paseo se transformara en discusión.

—Las estadísticas requieren atención, Yugo. Recuerda la clásica broma sobre los tres estadistas que fueron a cazar patos…

—¿Qué es eso?

—Un ave, conocida en algunos mundos. El primero disparó un metro demasiado alto, el segundo un metro demasiado bajo. Y el tercer estadista exclamó: «¡Ahora lo tenemos!»

Yugo rio forzadamente. Hari trataba de seguir el consejo de Dors acerca del trato con la gente, usando más el humor y menos la lógica. El episodio con Lamurk había redundado en favor de Hari en los medios y el Consejo Alto, según decía el emperador.

Dors misma, sin embargo, parecía singularmente inmune tanto a las risas como a la lógica; el incidente de los núcleos de ferrita había introducido fricciones en su relación.

Esta era otra de las razones por las cuales Hari había aprobado la sugerencia de Yugo de pasar un día fuera de Streeling. Dors debía dictar dos clases y no podía ir. Había protestado, pero concedió que los Especiales quizá pudieran protegerlo, mientras él no cometiera ninguna «tontería».

—De acuerdo —insistió Yugo—, pero los tribunales también están contra nosotros.

—Dahl es ahora el sector más grande. Tendréis vuestros juzgados con el tiempo.

—No tenemos tiempo. Los bloques nos están excluyendo A Hari le disgustaba la singular lógica de los enfrentamientos Políticos, así que trató de apelar al lado matemático de Yugo.

—Todos los organismos judiciales son vulnerables al control de los bloques, amigo mío. Supongamos que un tribunal tuviera once jueces. Un grupo de seis podría decidir todas las normativas. Podrían reunirse en secreto para llegar a un acuerdo o estar ligados por lo que piensa la mayoría de ellos, luego votar como bloque cuando se reúnen los once.

Yugo torció la boca con irritación.

—Los once del Alto Tribunal. A eso te refieres, ¿verdad?

—Es un principio general. Incluso podrían funcionar planes más pequeños. Supongamos que cuatro del Alto Tribunal se reunieran en secreto y convinieran en emitir el mismo voto. Luego votarían como bloque en el grupo original de seis. Así cuatro personas podrían determinar el resultado de una votación de once.

—Maldición, es peor de lo que pensé —dijo Yugo.

—Mi razonamiento es que cualquier representación finita es susceptible de corrupción. Es un teorema general acerca del método.

Yugo asintió y para consternación de Hari se lanzó a recitar las penas y humillaciones sufridas por los dahlitas a manos de las mayorías gobernantes del Tribunal, el Consejo Alto y el Consejo Bajo, el directorio de Diktat…

Los interminables tejemanejes del Gobierno. ¡Qué aburrimiento!

Hari comprendió que su forma de pensar estaba muy alejada de los febriles cálculos de Yugo, y aún más de las artimañas de gente como Lamurk. ¿Cómo sobreviviría como primer ministro? ¿El emperador no veía eso?

Asintió, se puso su máscara de interlocutor atento y se calmó mirando las imágenes de las paredes. Todavía se estaban zambullendo en la larga curva cicloidal del descenso grav.

Esta vez el nombre era apto. La mayor parte del viaje de larga distancia en Trantor se hacía bajo tierra, por una curva que hacía que el vehículo descendiera por mera fuerza de gravedad, suspendido en campos magnéticos que estaban apenas a un dedo de las paredes del tubo. Como caían por un oscuro vacío, no había ventanillas. En cambio, las paredes apaciguaban todo temor a la caída.

La tecnología madura era discreta, sencilla, silenciosa, sinuosamente clásica, incluso amigable; su uso resultaba tan obvio como el de un martillo y sus efectos tan fáciles como un 3D. Tanto la tecnología como el usuario se habían educado mutuamente.

Atravesaron un bosque. En Trantor muchos vivían entre árboles, piedras y nubes, como los humanos de antaño. Los efectos no eran reales, pero no era necesario que lo fueran. «Nosotros somos los salvajes ahora», pensó Hari. Los humanos modelaban los laberintos de Trantor para satisfacer sus necesidades profundas, así que el ojo de la mente interpretaba que recorría un parque. La tecnología aparecía sólo cuando se la invocaba, como un espíritu mágico.

—Oye, ¿te importa si apago esto? —la pregunta de Yugo interrumpió sus reflexiones.

—¿Los árboles?

—Sí, el descampado.

Hari asintió y Yugo activó la visión de una galería sin grandes distancias a la vista. Muchos trantorianos se sentían incómodos en espacios grandes, o frente a imágenes de espacios grandes.

Habían dejado de descender, y empezaban a elevarse. Hari se sintió presionado contra el sillón, que compensó diestramente el cambio. Se movían a alta velocidad, lo sabía, pero no había señales de ello. Las leves pulsaciones de la garganta magnética sumaban incrementos de velocidad mientras ascendían, compensando las pequeñas pérdidas. Aparte de eso el viaje no requería energía, pues la gravedad daba y luego quitaba.

Cuando emergieron en el sector carmondiano sus Especiales se aproximaron. Ya no estaban en un ámbito exclusivo y universitario. Allí pocos edificios podían verse como exteriores, así que el diseño se concentraba en el espectáculo interior: cuestas imponentes, airosos cruceros, raudos troncos de metal labrado y musculosa fibra. Pero en medio de esa serena arquitectura se desplazaban inquietas multitudes, oscilando como un oleaje furioso.

Una hilera de ciclistas arrastraba remolques por una rampa. Transportaban aparatos voluminosos, relucientes cajas de carne y otras mercancías, todo destinado a clientes de las inmediaciones. Los restaurantes eran meras cocinas rodeadas por mesas diminutas y sillas apiñadas en las aceras. Los barberos trabajaban en la avenida, concentrándose en el extremo superior del cliente mientras los mendigos le masajeaban los pies para pedirle una moneda.

—Hay mucha… actividad —dijo Hari diplomáticamente mientras percibía el olor de cocina dahlita.

—Sí, ¿no te agrada?

—Creí que el último emperador había declarado ilegales la mendicidad y la venta callejera.

—Correcto. —Yugo sonrió—. No funciona con los dahlitas. Hemos mudado mucha gente a este sector. Vamos, quiero almorzar.

Era temprano, pero comieron en un restaurante de pie, atraídos por los olores. Hari probó un «bombardero», que caracoleó en su boca y luego estalló en un gusto oscuro y humoso que él no pudo identificar, para disiparse en un sabor agridulce. Sus Especiales parecían muy inquietos, de pie en una arteria poblada y agitada. Estaban acostumbrados a lugares menos plebeyos.

—Aquí las cosas no prosperan —observó Yugo. Había vuelto a los modales de sus días de obrero y hablaba con la boca medio llena.

—Los dahlitas tienen talento para la expansión —dijo Hari diplomáticamente. Su elevada tasa de natalidad los empujaba a otros sectores, donde sus contactos con Dahl atraían nuevas inversiones. A Hari le agradaba esa desbordante energía; le recordaba las pocas ciudades de Helicon.

Había hecho modelos de todo Trantor, tratando de verlo como una versión en miniatura del Imperio. Había logrado muchos progresos renunciando a los criterios convencionales. La mayoría de los economistas veían el dinero como simple propiedad, una relación de poder básica y lineal. Pero Hari lo veía como un líquido resbaladizo y esquivo que fluía de una mano a la otra mientras lubricaba el ímpetu del cambio. Los analistas imperiales habían confundido un flujo variable con una cifra estática.

Terminaron y Yugo le hizo abordar un módulo terrestre. Siguieron un camino complicado, lleno de bullicio, olores y vigor. Allí se desintegraba el tráfico ordenado. En vez de tener una capa unidireccional, las calles locales se interceptaban en ángulos agudos y oblicuos, rara vez rectangulares. Yugo parecía considerar las intersecciones como toscas interrupciones.

Pasaron a poca distancia de unos edificios, se detuvieron y bajaron a caminar. Los Especiales los seguían y sin transición Hari se encontró en medio del caos. Una humareda los rodeó y el acre hedor casi le hizo vomitar.

—¡Abajo! —gritó el capitán de los Especiales. El oficial ordenó a sus hombres que se armaran con anamorfina. Todos desenfundaron armas.

El humo oscurecía las luces fosforescentes. A través de la espesa bruma Hari vio una muralla de personas que avanzaba hacia ellos. Salían de callejones y puertas laterales y todas parecían abalanzarse sobre él. Los Especiales dispararon una andanada contra la masa. Algunos cayeron. El capitán arrojó una granada y el gas se expandió a poca distancia. Había calculado hábilmente; la circulación del aire llevó el gas hacia la turba, no hacia Hari.

Pero la anamorfina no los detendría. Dos mujeres pasaron junto a Hari, llevando piedras arrancadas de la calle. Una tercera atacó a Hari con un cuchillo y el capitán le disparó con un dardo. Más dahlitas se lanzaron contra los Especiales y Hari entendió sus gritos, protestas incoherentes contra los tiktoks.

La idea le pareció tan extraña que al principio creyó haber oído mal. Eso lo distrajo, y cuando miró hacia la turba el capitán había caído y un hombre avanzaba empuñando un cuchillo.

Hari no entendía qué tenía que ver esto con los tiktoks, pero no tuvo tiempo para hacer nada excepto echarse a un lado y patear al hombre en la rodilla.

Una botella rebotó en su hombro y se estrelló contra la acera. Un hombre agitó una cadena tratando de pegarle en la cabeza. Hari se agachó y se lanzó contra el hombre, derribándolo. Cayeron junto con otros dos, maldiciendo y braceando. Hari recibió un proyectil en el vientre.

Rodó y respiró entrecortadamente. A pocos metros vio que un hombre mataba a otro con un largo cuchillo curvo. Un ademán brusco, un tajo. Sucedía en silencio, como un sueño. Hari jadeaba, obnubilado. Debía reaccionar, lo sabía, pero estaba tan aturdido…

De pronto estuvo de pie, sin saber cómo, forcejeando con un hombre que hacía tiempo que no se molestaba en bañarse.

Luego el hombre se fue, abruptamente arrebatado por el hervor de la multitud.

Otro salto súbito y se encontró rodeado de Especiales. Cadáveres. Tendidos en la acera. Otros se aferraban la cabeza ensangrentada. Gritos, golpes. No tuvo tiempo para deducir qué arma les había causado ese efecto cuando los Especiales se los llevaron a él y Yugo y todo el incidente se perdió en la oscuridad, como un programa 3D entrevisto y cambiado con impaciencia. El capitán quería regresar a Streeling.

—Mejor aún, el palacio.

—Esto no fue por nosotros —dijo Hari mientras cogían una acera móvil.

—Nunca se sabe, académico.