6

—Se supone que las fiestas alegran a la gente —dijo Yugo, lanzando una taza de kaff por el escritorio de caoba de Hari.

—Esta no —dijo Hari.

—Tanto lujo, gente poderosa, bellas mujeres, ingeniosos visitantes. Creo que yo me habría quedado.

—Eso es lo que me deprime, pensándolo bien. ¡Tanto poder!, ninguno de ellos parece importarle nuestra decadencia.

—¿No existe un antiguo dicho…?

—«Tocar el violín mientras arde Roma.» Dors lo conocía, por cierto. Dice que es preimperial, acerca de una zona con sueños de grandeza. «Todos los gusanos conducen a Roma» es otro.

—Nunca oí mencionar Roma.

—Tampoco yo, pero la pomposidad es eterna. Retrospectivamente parece cómica.

Yugo caminó de un lado a otro.

—¿Entonces no les importa?

—Para ellos es sólo un escenario para sus juegos de poder.

En el Imperio ya había mundos, zonas y arcos enteros de los brazos espirales que habían caído en la sordidez. Peor aún, en cierto sentido, era el paulatino descenso en diversiones gárrulas, incluso en la vulgaridad. Abundaba en los medios. Los nuevos estilos «renacentistas» de mundos como Sark eran populares.

Para Hari lo mejor del Imperio estaba en su moderación, la sutileza y discreción de sus costumbres, la fineza, el encanto, el talento, incluso el glamour. Helicon era tosca y brutal, pero conocía la diferencia entre la seda y los cerdos.

—¿Qué dicen los funcionarios?

Yugo se sentó en el escritorio de Hari, evitando las funciones de control instaladas bajo una pátina de madera. Había entrado con el kaff como pretexto, buscando chismes sobre los notables. Hari sonrió para sus adentros; la gente sentía atracción por ciertos aspectos de la jerarquía, por mucho que despotricara contra ellos.

—Esperan que algunos de los movimientos de «renacimiento moral», como el revisionismo ruellianista, cobren arraigo. Infundan energía a las zonas, dijo uno de ellos.

—Mmm. ¿Crees que funcionará?

—No por mucho tiempo.

La ideología era un pegamento incierto. Ni siquiera el fervor religioso podía mantener unido mucho tiempo a un imperio. Cualquiera de ambas fuerzas podía impulsar la formación de un imperio, pero no podía resistir contra marejadas más potentes y constantes, principalmente la economía.

—¿Y qué hay de la guerra en la zona de Orión?

—Nadie la mencionó.

—¿Crees que tenemos la guerra bien representada en las ecuaciones? —Yugo tenía un talento especial para señalar aquello que molestaba a Hari.

—No. La guerra fue un elemento sobrevalorado en la historia.

Con frecuencia la guerra ocupaba el centro del escenario; nadie seguía leyendo un bello poema cuando estallaba una pelea a puñetazos. Pero los puñetazos tampoco duraban. Además fastidiaba a los que trataban de ganarse el pan. La guerra era tan perjudicial para los ingenieros como para los comerciantes. ¿Entonces por qué estallaban guerras ahora, con todo el peso económico del Imperio contra ellas?

—Las guerras son simples. Pero estamos pasando por alto algo básico. Puedo sentirlo.

—Hemos basado las matrices en los datos históricos que exhumó Dors —dijo Yugo, un poco a la defensiva—. Eso es sólido.

—No lo dudo. Aun así…

—Mira, tenemos más de doce mil años de datos sólidos. Construí el modelo sobre eso.

—Tengo la sensación de que aquello que pasamos por alto no es sutil.

La mayoría de los colapsos no obedecían a causas abstrusas. En los primeros días de la consolidación del Imperio, florecieron soberanías locales menores, luego perecieron. Había temas recurrentes en sus historias.

Una y otra vez, reinos estelares se desmoronaban bajo el peso de los impuestos excesivos. A veces los impuestos mantenían ejércitos mercenarios que defendían esos reinos contra sus vecinos, o simplemente preservaban el orden doméstico frente al embate de fuerzas centrífugas. Fuera cual fuese la causa aparente de los impuestos, las grandes ciudades se despoblaban cuando la gente huía de los recaudadores, buscando la «paz rural».

¿Pero por qué lo hacía espontáneamente?

—La gente. —Hari se irguió—. Eso es lo que nos falta.

—¿Eh? Tú mismo demostraste que los individuos no importan, ¿recuerdas? El teorema reduccionista.

—Los individuos no, pero la gente sí. Nuestras ecuaciones combinadas la describen masivamente, pero no conocemos los impulsores críticos.

—Todo eso está oculto en el interior de los datos.

—Tal vez no. ¿Y si fuéramos grandes arañas, en vez de primates? ¿Sería igual la psicohistoria?

Yugo frunció el ceño.

—Bien, si los datos fueran los mismos…

—Datos sobre comercio, guerras, estadísticas de población. ¿No importaría si contáramos arañas en vez de personas?

Yugo sacudió la cabeza con mal ceño, reacio a aceptar un argumento que podía derrumbar años de trabajo.

—Tiene que estar ahí —dijo.

—Tú vienes aquí para obtener detalles sobre lo que hacen los ricos y famosos en sus juergas. ¿Cómo entra eso en las ecuaciones?

Yugo hizo una mueca de irritación.

—Eso no cuenta.

—¿Quién lo dice?

—Bien, la historia…

—Es escrita por los ganadores, de acuerdo. ¿Pero cómo logran los grandes generales que los hombres y mujeres marchen por el lodo congelado? ¿Cuándo se niegan a marchar?

—Nadie lo sabe.

—Necesitamos saberlo. Mejor dicho, las ecuaciones lo necesitan.

—¿Cómo?

—No sé.

—¿Acudir a los historiadores?

Hari rio. Compartía el desprecio de Dors por la mayoría de sus colegas. La moda actual en el estudio del pasado era una cuestión de gustos, no de datos.

En un tiempo pensaba que la historia sólo consistía en hurgar en mohosos ciberarchivos. Si Dors le mostraba cómo rastrear los datos —ya estuvieran almacenados en antiguos cilindros de ferrita o en bloques de polímeros—, tendría un fundamento firme para la matemática. ¿Acaso Dors y otros historiadores no añadían un ladrillo más de conocimiento a un monumento creciente?

El estilo actual, sin embargo, consistía en reunir el pasado en un sabor favorito. Las facciones se enfrentaban por cuestiones de antigüedad, presentando la historia «de ellos» en contraste con «la nuestra». Se multiplicaban los lindes. Los «espiralocéntricos» sostenían que las fuerzas históricas se difundían por los brazos en espiral, mientras que los «axiocéntricos» sostenían que el centro galáctico era el auténtico agente de las causas, las tendencias, los movimientos, la evolución. Los «tecnócratas» lidiaban con los «naturales», que entendían que el cambio obedecía a cualidades humanas innatas.

Entre los miles de datos y notas al pie, los especialistas veían la política del presente reflejada en el pasado. Mientras el presente se fracturaba y transfiguraba, no parecía existir un punto de referencia fuera de la historia misma, una plataforma poco fiable, sobre todo cuando uno comprendía cuántas lagunas misteriosas había en la documentación. A juicio de Hari, la moda predominaba sobre la fundamentación. No existía un pasado libre de controversias.

Las fuerzas centrífugas del relativismo quedaban contenidas —«permíteme mi perspectiva y podrás tener la tuya»— dentro de un campo de acuerdos básicos. La mayoría convenía en que el Imperio era bueno en general. Que los largos períodos de éxtasis habían sido las mejores épocas, pues el cambio siempre era costoso para alguien. Que por encima de las rivalidades, de las facciones que proclamaban lo que eran esencialmente historias familiares, era valioso comprender la trayectoria y los logros de la humanidad.

Pero ahí cesaban los acuerdos. Pocos parecían interesados en el rumbo de la humanidad o del Imperio. Hari sospechaba que los historiadores ignoraban ese tema y preferían centrarse en las rivalidades porque inconscientemente temían el futuro. En su fuero interno sabían que había decadencia y que más allá del horizonte no aguardaba otro proceso de cambio y estabilidad sino un colapso.

—¿Qué hacemos entonces? —Hari notó que era la segunda vez que Yugo hacía la pregunta. Se había sumido en sus ensoñaciones.

—No sé.

—¿Agregar otro término para los instintos básicos?

Hari negó con la cabeza.

—La gente no funciona por instinto. Pero se comporta como gente… como primates, diría.

—¿Deberíamos examinar ese factor?

Hari alzó las manos.

—Lo confieso. Intuyo que esta línea lógica conduce a alguna parte, pero no veo adónde.

Yugo asintió, sonrió.

—Ya saldrá cuando esté madura.

—Gracias. Sé que no soy un óptimo colaborador. Demasiado melancólico, es todo. —Oye, no te preocupes. A veces tienes que pensar en voz alta.

—A veces no sé si estoy pensando.

—Deja que te muestre lo último, ¿eh?

A Yugo le gustaba exhibir sus inventos y Hari se reclinó mientras Yugo obtenía acceso al holo y aparecían dibujos en el aire. Las ecuaciones colgaban en el espacio, en pilas tridimensionales, cada cual con su código cromático.

¡Eran tantas! Hari pensó en pájaros volando en grandes bandadas.

La psicohistoria era básicamente un vasto conjunto de ecuaciones entrelazadas que seguían las variables de la historia. Era imposible cambiar una sin alterar otra. Si se modificaba la población, cambiaba el comercio, junto con las formas de entretenimiento, las costumbres sexuales y cien factores más.

Algunos eran irrelevantes, sin duda, ¿pero cuáles? La historia era una cantera insondable de factoides que no tenían sentido sin una manera de podar el matorral de datos particulares. Esa era la primera tarea esencial de toda teoría de la historia, encontrar las variables profundas.

—Tasas de posdicción… ¡presto! —dijo Yugo, suspendiendo la mano entre los elegantes gráficos tridimensionales—. Índices económicos, variables familiares, lo que quieras.

—¿Qué épocas?

—Milenios tercero al séptimo, EG.

Mientras Yugo las desplazaba en el tiempo, las superficies multidimensionales que representaban variables económicas eran como botellas sinuosas llenas de fluidos burbujeantes. Líquidos amarillos y rojos giraban en una ágil y lenta danza. Hari no dejaba de asombrarse de la improbable belleza que nacía de la matemática. Yugo había incluido cifras econométricas abstrusas, pero en el parsimonioso vaivén de los siglos constituían delicados arabescos.

—Una concordancia notable —concedió Hari. Las superficies amarillas de los datos históricos se fusionaban limpiamente con los demás colores, y los fluidos encontraban niveles curvos—. ¡Y cubriendo cuatro milenios! ¿No hay infinitudes?

—El nuevo plan de renormalización las eliminó.

—¡Excelente! Además, los datos de la Era Galáctica media son los más sólidos, ¿verdad?

—Sí. Los políticos entraron en escena después del séptimo milenio. Dors me está ayudando a filtrar la basura.

Hari admiró la grácil fusión de colores, vino antiguo en odres transfinitos.

Las tasas psicohistóricas se eslabonaban con firmeza. La historia no era un macizo edificio de acero que se extendía rígidamente en el tiempo sino un puente colgante que crujía y se arqueaba con cada pisada. Esta «dinámica de acoplamiento fuerte» conducía a resonancias en las ecuaciones, grandes fluctuaciones, incluso infinitudes. Pero en la realidad nada era infinito, así que era preciso corregir las ecuaciones. Hari y Yugo habían pasado muchos años eliminando infinitudes molestas. Tal vez el objetivo estuviera a la vista.

—¿Cómo se ven los resultados si proyectas las ecuaciones hacia delante, pasando el séptimo milenio? —preguntó Hari.

—Las oscilaciones aumentan —admitió Yugo.

Los ciclos de realimentación no eran algo nuevo. Hari conocía el antiquísimo teorema general: si todas las variables de un sistema están estrechamente acopladas, y puedes cambiar una de ellas con precisión y amplitud, entonces puedes controlarlas todas indirectamente. El sistema se podía guiar hacia un desenlace exacto a través de sus miríadas de ciclos de realimentación internos. Espontáneamente, el sistema se ordenaba y obedecía.

La historia, desde luego, no obedecía a nadie. Pero para épocas tales como la transcurrida desde el cuarto hasta el séptimo milenio, las ecuaciones habían logrado representar correctamente las cosas. La psicohistoria podía «posdecir» la historia.

En sistemas realmente complejos, los procesos de ajuste excedían el horizonte de complejidad humana.

Eran incognoscibles y, más importante aún, no eran dignos de conocerse.

Pero si el sistema se descarriaba, alguien tenía que hurgar en sus vísceras para encontrar el problema.

—¿Alguna idea? ¿Alguna pista?

Yugo se encogió de hombros.

—Mira esto.

Los fluidos lamían las botellas. Aparecieron más volúmenes distorsionados, llenos de líquido —datos de colores brillantes— y Hari miró mientras las mareas barrían el anaranjado espacio de las variables, llevando oleadas de respuesta a las capas rojas cercanas. Pronto el holo entero mostró una feroz turbulencia.

—Conque las ecuaciones fallan —dijo Hari.

—Sí, y mucho. Los grandes ciclos duran alrededor de ciento veinticinco años. Pero si eliminamos los acontecimientos que duraron menos de ochenta años, obtenemos un patrón estable. Mira.

La turbulencia creció como un huracán batiendo un océano multicolor.

—Esto elimina la dispersión debida a lo que Dors llama «estilos generacionales» —dijo Yugo—. Puedo tomar las zonas que incrementaron conscientemente la longevidad humana. Proyecto las ecuaciones en el tiempo, bien… pero entonces se me acaban los datos. ¿Cómo es posible? Escarbo un poco en la historia, y resulta que esas sociedades no duraron demasiado.

Hari sacudió la cabeza.

—¿Estás seguro? Pensé que el incremento de la edad promedio introduciría un poco de sabiduría en la imagen.

—Pues no. Miré más a fondo y descubrí que la inestabilidad aumentaba cuando la expectativa de vida alcanzaba el tiempo del ciclo social, habitualmente ciento diez años estándar. Planetas enteros sufrieron guerras, depresiones, malestares sociales generales.

Hari frunció el ceño.

—¿Ese efecto es conocido?

—No lo creo.

—¿Por eso los humanos alcanzaron un límite en la prolongación de su longevidad? ¿La sociedad se desmorona, deteniendo el progreso?

—Sí.

Yugo sonreía con satisfacción, orgulloso de ese resultado.

—Irregularidades crecientes que conducen al caos.

Este era el problema profundo que no habían dominado.

—¡Maldición! —Hari sentía un disgusto visceral por lo imprevisible.

Yugo le sonrió pícaramente.

—En eso, jefe, no tengo noticias.

—No te preocupes —dijo jovialmente Hari, aunque no estaba de buen humor—. Has realizado grandes progresos. Recuerda el adagio… «el Imperio no se construyó en un día».

—Sí, pero parece que se está desmoronando bastante rápido.

Rara vez mencionaban la motivación profunda de la psicohistoria: el temor de que el Imperio estuviera decayendo por motivos que nadie conocía. Abundaban las teorías, pero ninguna tenía poder predictivo. Hari esperaba lograrlo, pero la lentitud de sus progresos era exasperante.

Yugo parecía deprimido. Hari se levantó, dio la vuelta al escritorio y le palmeó la espalda.

—¡Ánimo! Publica estos resultados.

—¿Puedo hacerlo? Debemos mantener la psicohistoria en secreto. —Sólo reúne los datos y publícalos en una revista dedicada a la historia analítica. Dile a Dors que escoja la revista.

Yugo se reanimó.

—Lo redactaré y te mostraré…

—No, déjame al margen. Es tu trabajo.

—Oye, tú me mostraste cómo configurar el análisis, dónde…

—Es tuyo. Publícalo.

—Bien…

Hari no mencionó el hecho de que ahora todo lo que se publicara bajo su nombre llamaría la atención. Algunos podían intuir que detrás de un simple efecto de resonancia de la longevidad se agazapaba una teoría mucho más abarcadora. Más le valía ser discreto.

Cuando Yugo volvió a su trabajo, Hari permaneció sentado y observó los remolinos que penetraban en los fluidos de datos, desplazándose temporalmente sobre su escritorio. Echó un vistazo a una de sus citas favoritas, escogida por Dors y grabada en una elegante plaqueta de cerámica:

Un mínimo de fuerza, aplicado en el momento cúspide de la palanca histórica, allana el camino de una visión distante. Sigue sólo aquellos objetivos inmediatos que sirven a las perspectivas más mediatas.

Emperador KAMBLE, Oráculo Noveno, versículo 17

—¿Y qué pasa cuando no puedes darte el lujo de contar con perspectivas mediatas? —murmuró, y continuó con su trabajo.