Tomó otro estimulante para calmarse. Por alguna razón se sentía más nervioso ahora que durante el enfrentamiento. Lamurk le había dirigido una mirada fría y airada cuando se despedían.
—Lo tendré a la vista —dijo Dors—. Tú disfruta de tu fama.
Esto era imposible para Hari, pero lo intentó. Rara vez veía tal variedad de personas, y se serenó adoptando un papel habitual: el de observador cortés. A fin de cuentas, la charla menuda no exigía mayor concentración. Una sonrisa cálida le bastaría.
La fiesta era un microcosmos de la sociedad de Trantor. En sus momentos libres Hari observó la interacción entre los estratos sociales.
El abuelo de Cleon había reinstaurado muchas tradiciones ruellianas, y una de ellas requería que los miembros de las cinco clases estuvieran presentes en toda función imperial de gala. Cleon parecía muy devoto de esta práctica, como si elevara su popularidad entre las masas. Hari optó por callar sus dudas.
Ante todo venía la aristocracia hereditaria. Cleon mismo estaba en el ápice de una pirámide jerárquica que descendía desde el trono imperial hasta poderosos duques de cuadrantes y príncipes del brazo en espiral, pasando por los pares vitalicios, hasta llegar a los barones locales que Hari conocía en Helicon.
Trabajando en los campos, los había visto sobrevolar altivamente sus posesiones. Gobernaban dominios no mayores de lo que un deslizador podía cruzar en un día. Para un miembro de la nobleza, la vida se centraba en el gran juego, una campaña incesante para promover la fortuna de su linaje, logrando un mayor status para su familia a través de alianzas políticas o matrimonios para sus muchos hijos.
Hari resopló y ocultó su desdén tomando otro estimulante. Había estudiado informes antropológicos de mil Mundos Caídos, los cuales habían involucionado en el aislamiento, recayendo en modos de vida más toscos. Sabía que ese orden piramidal se contaba entre los patrones sociales humanos más naturales y duraderos. Aun cuando un planeta quedara reducido a la mera agricultura y la metalurgia manual, esa estructura triangular persistía. A la gente le gustaban el rango y el orden.
La incesante competencia de las familias nobles había sido el primer y más fácil sistema psicohistoriológico que Hari había modelado. Primero había combinado la teoría de los juegos con la selección de parentesco. Luego, en un rapto de inspiración, los insertó en las ecuaciones que describían granos de arena deslizándose por las pendientes de una duna. Eso explicaba correctamente las transiciones súbitas: aludes sociales.
Así sucedía con el ascenso y caída de los linajes nobles. Épocas largas y estables, y luego abruptos desplazamientos.
Observó la multitud, escogiendo a los de la segunda aristocracia, presuntamente igual a la primera, la meritocracia.
Como jefe de departamento de una importante universidad imperial, Hari pertenecía a esa jerarquía, una pirámide constituida a partir de los logros, no de la buena cuna. Los meritócratas tenían obsesiones totalmente alejadas de las constantes rencillas dinásticas de la nobleza. De hecho, en la clase de Hari pocos se molestaban en reproducirse, tan ocupados estaban en sus especialidades. La nobleza rivalizaba por los rangos superiores del gobierno imperial, mientras que los meritócratas se consideraban dueños del poder real.
«Ojalá Cleon pensara en un papel así para mí», pensó Hari. Un puesto de viceministro, o un puesto de consejero. Podría haberlo manejado por un tiempo, o bien se habría equivocado y lo habrían expulsado. De un modo u otro, al cabo de un año estaría de vuelta en Streeling. No ejecutaban a los viceministros, al menos no por incompetencia.
Y un viceministro no sobrellevaba la carga más pesada del gobierno, la responsabilidad por la vida de mil billones de seres humanos. Dors lo vio errar sumido en sus pensamientos y se le acercó para hacerle probar algunos manjares y conversar con la gente. Los nobles se distinguían por sus ropas ostentosas, mientras que los economistas, generales y otros meritócratas usaban el atuendo formal de su profesión. Hari comprendió que, a pesar de todo, él estaba haciendo una declaración política. Al usar la túnica de profesor, enfatizaba que podía haber un primer ministro que no perteneciera a la nobleza por primera vez en cuarenta años. No porque le importara hacer esa declaración. Sólo lamentaba no haberla hecho adrede. A pesar de la ética ruelliana oficial, las tres clases sociales restantes parecían casi invisibles en la fiesta. Los factótums usaban oscuros trajes pardos o grises, con expresiones acordes. Rara vez hablaban por su cuenta. En general revoloteaban cerca de algún aristócrata, brindando datos y cifras que los huéspedes de ropa más vistosa usaban en sus argumentaciones. En general los aristócratas eran analfabetos en matemática, incapaces de una simple suma. Eso era para las máquinas. Hari tuvo que esforzarse para distinguir a la cuarta clase, los «Grises», entre la multitud. Se movían como pinzones entre pavos reales. Pero los integrantes de esa clase sumaban más de un sexto de la población de Trantor. Reclutados en todos los planetas del Imperio por medio de los exámenes del Servicio Civil, llegaban al mundo capitalino, cumplían su gestión como monjes célibes y se marchaban para ocupar puestos en otros mundos. Fluyendo por Trantor como el agua de las sombrías cisternas, los Grises pasaban inadvertidos, tan honestos, comunes y aburridos como las paredes de metal. Hari pensó que esa podría haber sido su vida. Era el modo de salir de los campos para muchos de los niños más brillantes que había conocido en Helicon. Sólo que Hari había sido escogido por encima de la burocracia, enviado a la Academia en cuanto pudo resolver una desfoliación de tensores de octavo orden a los diez años. El ruellianismo predicaba que la clase social de los «ciudadanos» era la más alta de todas. Teóricamente, incluso el emperador compartía la soberanía con los plebeyos.
Pero en una fiesta como esa, el grupo galáctico más numeroso estaba representado principalmente por criados que llevaban comida y bebida por la sala, aún más invisibles que los agrios burócratas. Los pobladores mayoritarios de Trantor, los obreros, mecánicos y tenderos, habitantes de los ochocientos sectores, no tenían relevancia en esta reunión. Estaban fuera de los rangos ruellianos.
En cuanto a los artistas, ese orden social no estaba destinado a ser invisible. Músicos y malabaristas se paseaban entre los invitados, la clase más pequeña y llamativa.
Aún más excéntrico era el autor de aeroesculturas que Hari vio a través de la vasta cámara, cuando Dors se lo señaló. Hari había oído hablar de esa nueva forma artística. Las «estatuas» eran de humo coloreado que el artista exhalaba en rápidas bocanadas. Formas de turbadora y fantasmagórica complejidad flotaban entre los desconcertados huéspedes. Algunas figuras eran parodias de miembros de la nobleza, hinchadas caricaturas de sus ostentosas ropas y poses.
Las figuras de humo eran cautivadoras, pero pronto se deshacían en jirones insustanciales e imprevisibles.
—Es el último grito —oyó que comentaba un curioso—. He oído decir que el artista viene directamente de Sark.
—¿El mundo renacentista? —preguntó otro, boquiabierto—. ¿No es un poco audaz? ¿Quién lo invitó?
—Dicen que el emperador mismo.
Hari frunció el ceño. Sark, el mundo de donde venían esas personalidades simuladas.
—Mundo renacentista —masculló, sabiendo ahora qué le disgustaba en esas formas de humo: su naturaleza efímera. Su destino era disolverse en el caos.
Mientras él miraba, el escultor sopló para formar un cuadro satírico. Hari no reconoció la figura de humo carmesí hasta que Dors le dio un codazo.
—¡Eres tú!
Cerró la sorprendida boca, sin saber cómo manejar los matices sociales. Una segunda nube de sinuosas cintas azules formó la clara imagen de un ceñudo Lamurk. Las neblinosas figuras revolotearon, enfrentándose, Hari sonriendo, Lamurk de mal humor.
Lamurk quedaba en ridículo, con sus ojos desorbitados y sus labios fruncidos.
—Hora de una salida elegante —susurró el teniente de protocolo, y Hari asintió con gusto.
Cuando llegaron a casa, estaba seguro de que había algo adicional en el estimulante que había tomado, algo que liberaba la lengua. Sin duda no era el reflexivo y parsimonioso Seldon quien había intercambiado frases incisivas con Lamurk. Tendría que vigilarse.
Dors meneó la cabeza.
—Claro que eras tú. Pero es una parte de ti que no sale a jugar con demasiada frecuencia.