—Debemos irnos pronto —dijo Hari, garrapateando en su libreta.
—¿Por qué? La recepción tardará en empezar. —Dors se alisó el vestido con gran cuidado y ojos críticos.
—Quiero dar un paseo en el camino.
—La recepción es en el sector Daliviti.
—Dame el gusto.
Ella se acomodó su ceñido atuendo con cierto esfuerzo.
—Ojalá esta no fuera la moda.
—Pues usa otra cosa.
—Es tu primera aparición en una fiesta imperial. Querrás lucir tu mejor aspecto.
—Traducción: tú lucirás tu mejor aspecto y no te separarás de mí.
—Sólo usas ese traje de profesor.
—Apropiado para la ocasión. Deseo mostrar que todavía soy sólo un profesor.
Ella se acomodó un poco más el vestido.
—Sabes, algunos esposos disfrutan mirando a sus esposas hacer esto.
Hari la miró mientras ella se retorcía en el ceñido conjunto amarillo y azul.
—No querrás excitarme para que luego tenga que soportar la recepción en ese estado.
Ella sonrió pícaramente.
—Es exactamente lo que quiero.
Él se recostó en el aeroasiento y suspiró teatralmente.
—La matemática es una musa más amable. Menos exigente.
Ella le arrojó un zapato, errando por sólo un centímetro.
Hari sonrió.
—Cuidado, o los Especiales entrarán para defenderme.
Dors se dio los retoques definitivos y lo miró intrigada.
—Estás aún más distraído que de costumbre.
—Como siempre, inserto mis investigaciones en los recovecos de la vida.
—¿El problema habitual? ¿Qué es importante en la historia?
—Preferiría saber qué no es importante.
—Estoy de acuerdo en que el enfoque megahistórico habitual, con la economía, la política y lo demás, no es suficiente.
Hari apartó los ojos de su libreta.
—Algunos historiadores piensan que es preciso contar pocas reglas de una sociedad para comprender las grandes leyes que la hacen funcionar.
—Conozco esa investigación. —Dors torció la boca en una mueca dubitativa—. Pequeñas reglas y grandes reglas. ¿Por qué no simplificar? Quizá las leyes sean todas las reglas sumadas.
—Claro que no.
—Un ejemplo —insistió ella.
Él quería pensar, pero ella no estaba dispuesta a desistir. Le golpeó las costillas.
—¡Un ejemplo!
—De acuerdo. He aquí una regla: cuando encuentras algo que te agrada, compra provisiones para toda la vida, porque sin duda dejarán de fabricarlo.
—Eso es ridículo. Una broma.
—No es buena broma, pero es verdad.
—Bien, ¿tú sigues esa regla?
—Desde luego.
—¿Cómo?
—¿Recuerdas la primera vez que miraste en mi guardarropa?
Ella parpadeó, y él sonrió evocador. Ella había estado husmeando sutilmente, y corrió la enorme pero liviana puerta. En los estantes había prendas ordenadas por tipo y color.
—Seis trajes azules —había comentado Dors—, por lo menos una docena de zapatos negros. Y camisas. Blancas, verdes, rojas. Por lo menos cincuenta. Y todas iguales.
—Y exactamente las que me gustan —había dicho él—. Esto también resuelve el problema de elegir qué usar por la mañana. Sólo busco al azar.
—Creí que usabas la misma ropa todos los días.
Él enarcó las cejas, sorprendido.
—¿La misma? ¿Ropa sucia, quieres decir?
—Bien, como no cambiaba…
—¡Me cambio todos los días!
Hari se echó a reír, recordando.
—Y habitualmente me pongo la misma ropa al día siguiente, porque me gusta. Y ya no encontrarás ninguna de estas prendas en las tiendas.
—Vaya —dijo ella, tocando la costura de las camisas—. Hace por lo menos cuatro temporadas que estas han pasado de moda.
—¿Ves? La regla funciona.
—Para mí, una semana representa la oportunidad de usar veintiuna prendas. Para ti es un trabajo.
—Estás ignorando la regla.
—¿Cuánto hace que te vistes así?
—Desde que noté cuánto tiempo tardaba en decidir lo que me pondría. Y lo que realmente me gustaba no estaba con frecuencia en las tiendas. Generalicé la solución para ambos problemas.
—Eres sorprendente.
—Sólo soy sistemático.
—Eres obsesivo.
—Estás juzgando, no diagnosticando.
—Eres un encanto. Loco, pero un encanto. Tal vez ambas cosas vayan juntas.
—¿Eso es también una regla?
Ella lo besó.
—Sí, profesor.
La inevitable pantalla de Especiales se formó alrededor de ellos en cuanto salieron del apartamento. A esas alturas él y Dors habían entrenado a los Especiales para que al menos les permitieran la intimidad de un cubículo en el ascensor.
El ascensor grav no era un milagro de la física gravitatoria, sino de la electromagnética avanzada. A cada instante más de mil campos electrostáticos lo soportaban por medio de intrincados equilibrios de carga. Hari sentía cosquilleos en el cabello y punzadas en la piel mientras las configuraciones de campo reducían infinitesimalmente su masa.
Cuando salieron del vehículo, trece pisos más arriba, Dors se pasó un peine con carga programada por el cabello, el cual crujió y chasqueó dócilmente hasta acomodarse: cabello «inteligente».
Entraron en un pasaje angosto bordeado de tiendas. A Hari le agradaba estar en un lugar donde podía ver a más de cien metros.
El desplazamiento era rápido porque no había transporte para el tráfico lateral. Una acera deslizable circulaba por el centro, en la dirección que seguían ellos, pero permanecieron cerca de los escaparates para mirar mientras caminaban.
Para moverse lateralmente, sólo había que subir o bajar un piso en ascensor o escalera mecánica y abordar una cinta móvil o un robomódulo. En los corredores de ambos lados la acera deslizable iba en dirección opuesta. Sin giros a la izquierda ni a la derecha, los accidentes de tráfico eran infrecuentes. La mayoría de la gente caminaba donde era posible, por el ejercicio y por la indefinible euforia de Trantor. La gente buscaba el estímulo constante de la humanidad, la productiva fricción que mezclaba ideas y culturas. Hari no era inmune a ese estímulo, aunque perdía un poco de sabor si se exageraba.
La gente de las plazas y los parques hexagonales usaba modas de los veinticinco millones de mundos. Hari vio «cueros» de animales autoformativos que no podían parecerse al mítico caballo. Pasó un hombre con perneras cortadas en la cadera, exponiendo una tez con rayas azules que vibraba en un espectáculo perpetuo. Una mujer angulosa presentaba un corpiño con rostros boquiabiertos que devoraban pechos con pezones marfileños; Hari tuvo que mirar dos veces para convencerse de que no eran reales. Muchachas con prendas atrevidas desfilaban ruidosamente. Un niño —¿o era un habitante adulto de un mundo de gravedad fuerte?— tocaba un fotocítaro, rasgueando los haces láser.
Los Especiales se desplegaron y el capitán se le acercó.
—Aquí no podemos protegerle bien, académico.
—Estas son personas comunes, no terroristas. No tenían modo de predecir que yo estaría aquí.
—Si el emperador nos ordena protegerle, nosotros obedecemos.
—Yo manejaré las amenazas directas —intervino Dors—. Soy capaz, se lo aseguro.
El capitán torció la boca en una mueca, pero aguardó un momento antes de responder:
—Oí algo acerca de eso. Aun así…
—Ordene a sus hombres que usen sus detectores verticalmente. Una carga direccional, colocada en los niveles de arriba y abajo, podría pillarnos.
—Eh, sí, señora —el capitán se alejó al trote.
Pasaron por las paredes dentadas del cuadrante Farhahal. Un acaudalado anciano se había convencido de que mientras su finca estuviera inconclusa, él tampoco «concluiría», es decir, no moriría. Cuando un añadido se aproximaba al final, ordenaba más. Con el tiempo la maraña de habitaciones, corredores, bóvedas, puentes y jardines se convirtió en una abigarrada incoherencia. Cuando al fin Farhahal «concluyó», las riñas entre los herederos y los honorarios de los leguleyos hicieron decaer el cuadrante. Ahora era una conejera fétida, visitada sólo por depredadores e incautos.
Los Especiales se aproximaron y el capitán les pidió que subieran a un robomódulo. Hari accedió a regañadientes. Dors tenía esa cara ceñuda que denotaba preocupación. Pasaron en silencio por túneles sombríos. Hubo dos paradas y en las iluminadas estaciones Hari vio ratas que buscaban refugio cuando el robomódulo se detuvo. Se las señaló a Dors en silencio.
—Puaj —dijo ella—. Cualquiera diría que en pleno centro del Imperio podíamos eliminar las plagas.
—No últimamente —dijo Hari, aunque sospechaba que las ratas habían medrado aun en el auge del Imperio. Los roedores no respetaban la realeza.
—Supongo que han sido nuestras compañeras eternas —dijo sombríamente Dors—. Ningún mundo está libre de ellas.
—En estos túneles, los módulos de larga distancia vuelan tan rápido que en ocasiones los motores de turbina succionan las ratas.
—Eso puede dañar los motores, incluso hacer que los módulos se estrellen —comentó Dors.
—Tampoco es una diversión para la rata.
Pasaron por un sector cuyos ciudadanos aborrecían la luz del sol, aun las tenues salpicaduras que descendían por los tubos de iluminación. Históricamente, le explicó Dors, esto obedecía al temor por el componente ultravioleta, pero la fobia parecía ser más profunda que un mero problema de salud.
El módulo perdió velocidad y pasó por una rampa alta sobre bóvedas abiertas y abarrotadas. No había pozos de luz natural, sólo fulgores artificiales y fosforescentes. El sector se llamaba oficialmente Kalanstromonia, pero sus habitantes eran conocidos en todo el mundo como «espantajos». Rara vez viajaban, y sus rostros blanquecinos destacaban en la multitud. Parecían larvas alimentándose de una oscura podredumbre.
La zona imperial de recepción estaba dentro de un domo del sector Julieen. Él y Dors entraron con los Especiales, que luego cedieron el puesto a cinco hombres y mujeres que usaban ropas de negocios totalmente inconspicuas. Saludaron a Hari y luego parecieron olvidarse de él, desplazándose por una rampa ancha y charlando entre sí.
Una mujer de la suntuosa entrada lo recibió pomposamente. Una música descendía en una nube de sonido, un arreglo del himno de Streeling fusionado sutilmente con la sinfonía de Helicon. Esto llamó la atención de la muchedumbre, exactamente lo que él no quería. Un equipo protocolar reemplazó discretamente a los asistentes de la puerta, escoltándolo a él y Dors hasta un balcón. Hari agradeció esa oportunidad de mirar el paisaje.
Desde la cima del domo las vistas eran asombrosas. Había espirales que descendían hasta mesetas tan distantes que apenas pudo distinguir un bosque y sus senderos. Las almenas y jardines habían atraído espectadores durante milenios, incluidos, le dijo un guía, 999.987 suicidas, todos cuidadosamente tabulados durante muchos siglos.
Ahora que el número se aproximaba al millón, continuó el guía con deleite, los intentos se sucedían casi a cada hora. Ese mismo día habían impedido que un hombre saltara, usando un gárrulo holotraje programado para anunciar CONMIGO LLEGAMOS AL MILLÓN después de la caída.
—Parecen tan ansiosos —concluyó el guía con lo que Hari consideró cierto orgullo.
—Bien —observó Hari, tratando de deshacerse del hombre—, el suicidio es la forma más sincera de autocrítica.
El guía cabeceó imperturbablemente, y añadió:
—Además les permite contribuir en algo. Eso debe de ser un consuelo.
El equipo protocolar tenía todo planeado para él, una órbita por la vasta recepción. Presentar a X, saludar a Y, inclinarse ante Z.
—No mencione la crisis de la zona de Judena —insistió un asistente. Esto era fácil, pues Hari nunca la había oído nombrar.
Los aperitivos eran excelentes, la comida aún mejor (o eso parecía, pues a eso estaban destinados los aperitivos) y Hari aceptó el estimulante que le ofreció una mujer despampanante.
—Te podrías pasar la noche saludando y sonriendo —dijo Dors después de la primera media hora.
—Es tentador hacer sólo eso —susurró Hari mientras seguían al teniente de protocolo hasta el próximo grupo de notables zonales. El aire del vasto y neblinoso domo estaba cargado de negociaciones y regateos.
El emperador llegó con toda la pompa. Presentaría el tributo tradicional de una hora, luego seguiría la antigua costumbre de marcharse antes que cualquier otro. Hari se preguntó si el emperador a veces querría prolongar una conversación interesante. Pero Cleon estaba bien entrenado para sus funciones, así que era improbable que el problema se presentara. Cleon saludó a Hari efusivamente, besó la mano de Dors y pareció perder interés por ellos, desplazándose con su séquito hacia otro círculo de rostros expectantes.
El próximo grupo de Hari resultó diferente. No la mezcla habitual de diplomáticos, aristócratas y asistentes vestidos de marrón, explicó el teniente, sino figuras con poder.
—Gente influyente —susurró el hombre.
Un hombre corpulento y musculoso ocupaba el centro de un círculo, y una docena de personas lo escuchaban embobadas. El teniente de protocolo intentó seguir de largo, pero Hari lo detuvo.
—Ese es…
—Betan Lamurk, señor.
—Sabe atraer a una muchedumbre.
—Sí, señor. ¿Desea una presentación formal?
—No. Sólo quiero escuchar.
Siempre era buena idea evaluar a un oponente cuando este no sabía que lo observaban. El padre de Hari le había enseñado ese truco, poco antes de su primera competencia matemática. Esas técnicas no habían logrado salvar a su padre, pero funcionaban en los estratos intermedios del mundo académico.
El cabello negro le invadía la ancha frente, y dos cuñas puntiagudas descendían casi hasta el extremo de las cejas. Los ojos entornados estaban muy separados y ardían intensamente en medio de un nudo de patas de gallo. La esbelta nariz apuntaba hacia una boca altiva que parecía compuesta por varias partes. El labio inferior se curvaba en impúdico humor. El superior, delgado y musculoso, se arqueaba hacia abajo en la sombra de una sonrisa burlona. El labio superior podía dominar al inferior en cualquier momento, modificando abruptamente la expresión, un efecto perturbador que no habría resultado mejor aunque hubiera sido deliberado.
Hari pronto comprendió que era deliberado. Lamurk discutía algunos detalles del comercio interzonal en el brazo en espiral de Orión, un tema candente ante el Consejo Alto. A Hari no le importaba el comercio, salvo como variable en las ecuaciones estocásticas, así que se limitó a observar el comportamiento del hombre.
Para enfatizar un razonamiento, Lamurk alzaba las manos con los dedos abiertos sobre la cabeza, elevando la voz. Luego moderaba la voz y bajaba las manos hasta el pecho, sosteniéndolas a cada lado. Mientras su modulada voz se volvía más profunda y reflexiva, apartaba las manos. Luego elevaba nuevamente el tono y subía las manos hasta la cabeza y las hacía girar en una compleja danza, obligando a su interlocutor a prestar total atención. Clavaba los ojos en sus espectadores, una mirada penetrante que barría el círculo. Un último énfasis, un rápido toque de humor, una sonrisa confiada, una pausa para la siguiente pregunta.
—Y para algunos de nosotros —comentó, redondeando una frase—, la Pax Imperium se parece peligrosamente a la «paz de los impuestos», ¿verdad? —Vio a Hari y frunció el entrecejo—. ¡Académico Seldon! ¡Bienvenido! Me preguntaba cuándo le conocería.
—No permita que interrumpa su… conferencia. —Esto provocó algunas risas y Hari comprendió que al acusar a un miembro del Consejo Alto de pontificar había sido más incisivo de lo que se proponía—. La encuentro fascinante.
—Un material bastante aburrido, me temo, comparado con su matemática —dijo cordialmente Lamurk.
—Me temo que mi matemática es aún más árida que el comercio zonal.
Más risas, aunque esta vez Hari no entendió por qué.
—Yo sólo trato de distinguir las facciones —dijo afablemente Lamurk—. La gente trata el dinero como si fuera una religión.
Esto le ganó algunas risas de adhesión.
—Afortunadamente —dijo Hari—, no hay sectas en la geometría.
—Sólo tratamos de obtener el mejor trato para todo el Imperio, académico.
—Ah, pero lo mejor es enemigo de lo bueno.
—¿Entonces aplicará la lógica matemática a nuestros problemas del Consejo? —La voz de Lamurk aún era cordial, pero sus ojos se ensombrecieron—. Suponiendo que lo nombren ministro.
—Ah, cuando las leyes matemáticas son agudas y precisas, no se refieren a la realidad. Cuando se refieren a la realidad, no son precisas.
Lamurk miró a la muchedumbre, que había aumentado considerablemente.
Dors cogió la mano de Hari y por ese gesto él comprendió que aquello había cobrado una inesperada importancia. No entendía por qué, pero no había tiempo para evaluar la situación.
—¿Entonces esa disciplina de la que he oído hablar, la psicohistoria, no es útil? —dijo Lamurk.
—No para usted —dijo Hari.
Lamurk entornó los ojos, pero conservó su afable sonrisa.
—¿Demasiado difícil para nosotros?
—Me temo que no está preparada para el uso. Aún no domino su lógica.
Lamurk rio entre dientes, le sonrió a la muchedumbre y dijo jovialmente:
—Un pensador lógico. Qué contraste más refrescante con el mundo real.
Risa general. Hari trató de pensar en algo que decir. Vio que uno de sus guardaespaldas le cerraba el paso a un hombre, le inspeccionaba el traje.
—Verá, académico, en el Consejo Alto no podemos derrochar el tiempo en teorías. —Lamurk hizo una pausa efectista, como si hiciera un discurso proselitista—. Tenemos que ser justos, y a veces tenemos que ser duros.
Hari enarcó las cejas.
—Mi padre decía: «Duro es el hombre que es sólo justo, y triste es el hombre que es sólo sabio.» Las exclamaciones de la multitud le indicaron que había dado en la tecla. Los ojos de Lamurk confirmaron el impacto.
—Bien, en el Consejo lo intentamos. Sin duda nos vendría bien cierta ayuda de los sectores cultos del Imperio. Tendré que leer uno de sus libros, académico. —Miró a la multitud enarcando las cejas—. Siempre que pueda.
Hari se encogió de hombros.
—Le enviaré mi monografía sobre el cálculo geométrico transfinito.
—Un título impresionante —dijo Lamurk, mirando al público.
—Con los libros sucede lo mismo que con los hombres. Una cantidad muy pequeña desempeña un papel importante, los demás se pierden en la multitud.
—¿Y usted qué preferiría? —replicó Lamurk.
—Perderme en la multitud. Así no tendría que asistir a tantas recepciones.
Esto provocó una gran risotada, sorprendiendo a Hari.
—Bien, sin duda el emperador no lo cansará con demasiada vida social —dijo Lamurk—. Pero lo invitarán a todas partes. Tiene usted una lengua afilada, académico.
—Mi padre también tenía otro dicho: «El ingenio es como una navaja. Las navajas pueden cortar a quienes las usan cuando han perdido el filo.» Su padre también le había enseñado que en un intercambio público de frases incisivas, el que perdía los estribos primero perdía el enfrentamiento. No lo había recordado hasta ese instante. Hari recordó demasiado tarde que Lamurk era conocido por sus humoradas en las reuniones del Consejo Alto. Probablemente alguien se las preparaba de antemano, pues aquí no se había lucido.
Lamurk tensó las mejillas y apretó sus labios incoloros. Torció los rasgos en una expresión de disgusto, lo cual no le costaba mucho, y lanzó una carcajada húmeda y desagradable.
La multitud guardó silencio. Algo había sucedido.
—Ah, hay otras personas que quisieran conocer al académico —dijo el teniente de protocolo, aproximándose en el creciente e incómodo silencio.
Hari estrechó manos, murmuró cortesías y dejó que se lo llevaran.