Despertó con ideas en la cabeza.
Hari había aprendido a quedarse quieto, de bruces en la sedosa red de campo E que acunaba su cuello y cabeza en óptimo alineamiento con su columna vertebral, para dejar que las ideas fugaces chocaran, se fusionaran, se fragmentaran.
Había aprendido este truco mientras trabajaba en su tesis. Durante la noche el subconsciente se encargaba de gran parte del trabajo, y sólo tenía que escuchar los resultados por la mañana. Pero eran motas delicadas, que se atrapaban mejor en la delgada tela del entresueño. Se incorporó abruptamente e hizo tres anotaciones. Los garabatos serían enviados a su ordenador primario, y luego podría revisarlos en la oficina.
—Vaya —dijo Dors, desperezándose—. El intelecto ya está despierto.
—Mmm —dijo él, mirando el vacío.
—Pero antes del desayuno le toca al cuerpo.
—Veamos si disientes de la idea que se me acaba de ocurrir. Supongamos…
—Profesor académico Seldon, no estoy dispuesta a conversar.
Hari salió de su trance. Dors apartó las mantas y él admiró sus piernas largas y esbeltas. La habían esculpido para ser fuerte y veloz, pero esas cualidades convergían en un armónico concierto de superficies suaves, mullidas pero firmes. Hari despertó de su ensimismamiento.
—El cuerpo, sí. Estás dispuesta a hacer otras cosas.
—No hay como un académico para encontrar la definición adecuada.
En la cálida y vertiginosa escaramuza que siguió, hubo algunas risas y un poco de súbita pasión, pero sobre todo no hubo tiempo para pensar. Sabía que era justo lo que necesitaba después de las tensiones de ayer, y Dors lo sabía aún mejor.
Al salir del vaporium olió el kaff y el desayuno, servidos por las automáquinas. Aleteaban noticias en la pared, pero logró ignorarlas casi todas. Dors salió del vaporium palmeándose el cabello y miró la pared con interés.
—Al parecer hay más demoras en el Consejo Alto. Están postergando la búsqueda ritual de más presupuesto para tratar los argumentos que favorecen la soberanía de los sectores. Si los dahlitas…
—Espera a que ingiera algunas calorías.
—Pero esto es precisamente lo que necesitas saber.
—No hasta que sea necesario.
—Sabes que no quiero que hagas nada peligroso, pero en este momento es absurdo no prestar atención.
—Maniobrar, saber quién está arriba y quién abajo… Ahórramelo. Prefiero afrontar hechos.
—Te gustan los hechos, ¿verdad?
—Desde luego.
—Pueden ser brutales.
—A veces son todo lo que tenemos. —Hari reflexionó un momento, le cogió la mano—. Los hechos, y el amor.
—El amor también es un hecho.
—El mío lo es. La perenne popularidad de los entretenimientos consagrados al romance sugiere que para la mayoría de la gente no es un hecho sino un objetivo.
—Una hipótesis, como diría un matemático.
—Concedido.
—Una conjetura, para mayor precisión.
—El cielo nos guarde de la precisión.
Él la abrazó repentinamente, le apretó la cadera con las manos y, con cierto esfuerzo que procuró ocultar, la alzó.
—Pero esto… es un hecho.
—Vaya, vaya. —Dors lo besó apasionadamente—. El hombre no es sólo intelecto.
Hari sucumbió a las seductoras noticias multisensoriales mientras comía. Había crecido en una granja y le gustaban los desayunos abundantes. Dors comió discretamente; sus religiones gemelas, decía, eran el ejercicio y Hari Seldon, la primera para preservar sus fuerzas para el segundo. Él sintonizó su mitad de la pared en los hechos infinitesimales de los mercados, encontrando allí un mejor índice del funcionamiento de Trantor que en las estentóreas diatribas del Consejo Alto.
Como matemático, le gustaba seguir los detalles. Pero al cabo de cinco minutos golpeó la mesa con frustración.
—La gente ha perdido el juicio. Ningún primer ministro puede protegerla de su propia ignorancia.
—Mi preocupación es protegerte a ti de la gente.
Hari apagó su holo y miró el de ella, una proyección tridimensional de las facciones del Consejo Alto. Marcas rojas eslabonaban esas facciones con sus aliados del Consejo Bajo, un desconcertante nido de víboras.
—No creerás que este nombramiento de primer ministro funcionará, ¿verdad?
—Podría ser.
Dors lo miró desconcertada.
—¿Cómo hacer…? Ah, una humorada.
—Cuéntale tus planes.
Ella rio agradablemente.
Al salir del apartamento, se encontraron de nuevo con los Especiales. Hari pensaba que eran innecesarios, que le bastaba con Dors. Pero no podía explicárselo a los funcionarios imperiales. También había Especiales en los pisos de arriba y de abajo, toda una pantalla de defensa. Hari saludó a los amigos que vio en su camino por el campus de Streeling, pero la presencia de los Especiales los mantenía a demasiada distancia para hablarles.
Tenía que ocuparse de muchos asuntos del Departamento de Matemática, pero siguió su instinto y se dedicó primero a sus cálculos. Recobró sus ideas del anotador y las miró, garrapateando distraídamente en el aire, agitando símbolos como una sopa, durante más de una hora.
Cuando era adolescente los rigurosos ejercicios escolares le habían hecho pensar que la matemática consistía en la felicidad de los detalles, conocer cosas, una suerte de numismática elevada. Uno aprendía relaciones y teoremas y los unía.
Sólo lentamente entrevió las estructuras que se elevaban sobre cada disciplina.
Grandes tramos unían los panoramas de la topología con los entrecruzamientos infinitesimales de los diferenciales, los laboriosos estilos de la teoría de los números con las cambiantes arenas del análisis grupal. Sólo entonces vio la matemática como un paisaje, un territorio donde la mente podía errar y explorar.
Para recorrer esas extensiones trabajaba en tiempo mental, largos tramos de flujo ininterrumpido en que podía concentrarse totalmente en los problemas, fijándolos como moscas en un ámbar atemporal, moviéndolos de un lado al otro para inspeccionarlos hasta que entregaban sus secretos.
Teléfonos, personas, política… todo ello transcurría en tiempo real, interrumpiendo sus pensamientos, matando el tiempo mental. Dejó que Yugo, Dors y los demás mantuvieran el mundo a raya durante la mañana.
Pero ese día el propio Yugo le cortó la concentración.
—Sólo un momento —dijo, entrando por el crujiente campo—. ¿Está bien esta monografía?
Él y Yugo habían preparado una pantalla creíble para el proyecto de psicohistoria. Normalmente publicaban investigaciones sobre el análisis no lineal de los «nódulos sociales», una subespecialidad con una honorable y aburrida historia. Su análisis se aplicaba a los subgrupos y facciones de Trantor, y en ocasiones de otros mundos.
La investigación era útil para la psicohistoria, pues servía como subconjunto de ecuaciones para lo que Yugo insistía en llamar «ecuaciones de Seldon». Hari había renunciado a irritarse ante esa denominación, aunque deseaba mantener cierta distancia personal ante la teoría.
Aunque rara vez pasaba una hora de vigilia sin pensar en la psicohistoria, no quería que fuera un molde para su propia visión del mundo. Nada que estuviera arraigado en una personalidad específica podía aspirar a describir la hueste de santos y malandrines revelados por la historia humana. Era preciso adoptar la perspectiva más amplia posible.
—Como ves —dijo Yugo, introduciendo líneas de texto y símbolos en el holo de Hari—, tengo todos los análisis de la crisis dahlita. Está claro, ¿verdad?
—¿Qué es la crisis dahlita?
Yugo quedó profundamente sorprendido.
—No contamos con representación.
—Estáis viviendo en Streeling.
—Una vez un dahlan, siempre un dahlan. Al igual que tú, con Helical.
—Helicon. Entiendo. ¿No tenéis suficientes delegados en el Consejo Bajo?
—Ni en el Alto.
—Los Códigos permiten…
—Están obsoletos.
—Los dahlitas tienen una porción proporcional…
—Y nuestros vecinos, los ratannanahs y los quippons, conspiran contra nosotros.
—¿Cómo?
—Hay dahlans en muchos otros sectores. No obtienen representación.
—Tenéis representación en Streeling…
—Mira, Hari, tú eres helical. No entenderías. Muchos sectores son sólo lugares de paso. Dahl es un pueblo.
—Los Códigos fijan reglas para acomodar a diversas subculturas, etnias…
—No están funcionando.
Por la vehemencia de Yugo, Hari comprendió que este no era tema para debates refinados. Sabía que había una crisis constitucional cada vez más grave. Los Códigos habían conservado el equilibrio de fuerzas durante milenios, pero sólo mediante adaptaciones innovadoras. Eso no parecía existir ahora.
—De acuerdo. ¿Y qué sugieren nuestras investigaciones sobre Dahl?
—Verás, tomé el análisis de sociofactores y…
Yugo tenía una captación intuitiva de las ecuaciones no lineales. Siempre era un placer ver sus manazas hendiendo el aire, cortando razonamientos y triturando objeciones. Y los cálculos eran buenos, aunque un poco simplistas.
El trabajo sobre nódulos atraía poca atención. Había inducido a algunos matemáticos a desechar a Yugo como un joven prometedor que nunca había alcanzado su potencial. Esto le sentaba perfectamente a Hari. Algunos matemáticos sospechaban que sus investigaciones principales estaban inéditas, y él los trataba amablemente sin dar confirmaciones.
—Así que en Dahl existe un creciente nódulo de presión —concluyó Yugo.
—Desde luego, eso se nota con echar un vistazo a los holos de noticias.
—Sí, bien… pero he demostrado que se justifica.
Hari conservó la compostura. Yugo estaba realmente entusiasmado con esto.
—Has mostrado uno de los factores. Pero hay otros en las ecuaciones nodulares.
—Sí, claro, pero todos saben…
—Lo que todos saben no necesita demostración. A menos, por cierto, que sea erróneo.
El rostro de Yugo reveló una cascada de emociones: sorpresa, preocupación, enfado, ofensa, desconcierto.
—¿No apoyas a Dahl, Hari?
—Claro que sí, Yugo. —La verdad era que a Hari no le importaba, pero le parecía demasiado descortés decirlo así, cuando Yugo parecía tan afectado—. Mira, el trabajo está bien. Publícalo.
—Las tres ecuaciones nodulares básicas son tuyas.
—No tienes por qué llamarlas así.
—Claro, igual que antes. Pero tu nombre figurará en el trabajo.
Algo inquietó a Hari, pero comprendió que en ese momento lo adecuado era tranquilizar a Yugo.
—Si así lo deseas…
Yugo habló sobre los detalles de la publicación, y Hari echó una ojeada a las ecuaciones. Terminus para la representación en modelos de la democracia trantoriana, tablas de valores para las presiones sociales, todo el aparato. Un poco denso, pero tranquilizador para quienes sospechaban que él ocultaba sus principales resultados. Y los ocultaba, desde luego.
Hari suspiró. Dahl era una llaga política infectada. Los dahlitas de Trantor reflejaban la cultura de la zona galáctica de Dahl. Cada zona poderosa tenía sus propios sectores en Trantor, para influir y presionar.
Pero Dahl era un detalle menor en la escala de aquello que deseaba explorar. Sencillo, incluso trivial. Las ecuaciones nodulares que describían la representación del Consejo Alto eran formas truncadas del complejísimo enigma de Trantor.
Todo Trantor: un mundo efervescente, desconcertante por su tamaño, sus intrincadas conexiones, sus meras coincidencias, sus yuxtaposiciones aleatorias, sus delicadas dependencias. Sus ecuaciones aún eran insuficientes para este núcleo que albergaba a cuarenta mil millones de almas.
¿Cuánto peor era el Imperio?
Los que enfrentan una complejidad desconcertante suelen llegar a un nivel de saturación. Dominan las conexiones fáciles, los enlaces locales y las reglas prácticas. Insisten con ello hasta que se topan con un infranqueable muro de complejidad.
Allí se detienen. Deliberan, consultan, dudan. Y al final apuestan.
El Imperio de veinticinco millones de mundos era un problema mayor que la comprensión del resto del universo, pues al menos las demás galaxias no albergaban humanos. Los ciegos y toscos movimientos de los astros y del gas eran un juego de niños en comparación con las complejas trayectorias de la gente.
A veces lo desgastaba. Trantor ya era complicado, ochocientos sectores con cuarenta mil millones de personas. ¿Qué había del Imperio, con veinticinco millones de planetas con un promedio de cuatro mil millones en cada uno? Cien mil trillones de personas.
Los mundos interactuaban por los angostos cuellos de los agujeros de gusano, que al menos simplificaban algunos problemas económicos. Pero la cultura viajaba por los agujeros de gusano a la velocidad de la luz, información sin masa, recorriendo la galaxia en oleadas desestabilizadoras. Un granjero de Oskatoon sabía que un ducado había caído en el otro extremo del disco galáctico pocas horas después de que la sangre empezara a secarse en el suelo del palacio.
¿Cómo incluir eso?
Claramente, el Imperio trascendía el horizonte de complejidad de cualquier persona u ordenador. Sólo funcionarían aquellos conjuntos de ecuaciones que no trataran de seguir el rastro de cada detalle.
Lo cual significaba que un individuo no era nada en la escala de los hechos dignos de estudio. Aun un millón significaba tan poco como una gota cayendo en un lago.
Hari se alegró de haber mantenido la psicohistoria en secreto. ¿Cómo reaccionarían las personas si supieran que él pensaba que no importaban?
—¿Hari? ¿Hari?
De nuevo se había sumido en sus cavilaciones. Yugo aún estaba en la oficina.
—Oh, lo siento. Sólo divagaba…
—La reunión del departamento.
—¿Qué?
—La pediste para hoy.
—Oh no. —Estaba en medio de un cálculo—. ¿No podemos postergarla…?
—¿Con todo el departamento? Están esperando.
Hari siguió a Yugo a la sala de reunión. Los tres niveles tradicionales ya estaban llenos. El patrocinio de Cleon había llenado un departamento ya prestigioso hasta convertirlo —¿cómo se podían medir esas cosas?— en el mejor de Trantor. Tenía especialistas en mil disciplinas, incluso en áreas cuya definición Hari apenas conocía.
Hari se instaló en el nivel más elevado, en pleno centro de la sala. A los matemáticos les gustaban las geometrías que reflejaban realidades, así que los profesores titulares estaban sentados en una plataforma redonda y elevada, en aeroasientos con amplios brazos.
Formando un anillo más amplio en torno de ellos, varios escalones más abajo, estaban los profesores asociados, los que estaban confirmados pero todavía se encontraban en la etapa intermedia de su carrera.
Tenían sillas cómodas, aunque sin funciones completas de informática y holo. Debajo de ellos, casi en un pozo, estaban los profesores no confirmados, en sillas simples de diseño rústico. Los más antiguos estaban más cerca del centro de la sala. En las filas más externas estaban los instructores y asistentes, en bancos sencillos sin ninguna capacidad informática. Allí estaba Yugo, con el ceño fruncido, sintiéndose claramente fuera de lugar.
Hari consideraba que era irritante o hilarante, según su estado de ánimo, que Yugo, uno de los miembros más productivos del departamento, tuviera una jerarquía tan baja. Era el precio de mantener la psicohistoria en secreto. Él trataba de aplacar el dolor que esto causaba dando a Yugo una buena oficina y otros privilegios. A Yugo no parecía importarle mucho el status, pues ya había ascendido bastante, y sin pasar por los exámenes del Servicio Civil.
Hari decidió hacer una pequeña travesura.
—Gracias, colegas, por asistir. ¿Tenemos muchos problemas administrativos para resolver, Yugo?
Un murmullo. Yugo abrió los ojos, pero se levantó deprisa y subió a la tarima del orador.
Siempre designaba a otro para que presidiera las reuniones, aunque él hubiera hecho la convocatoria, elegido la hora y escogido los temas. Sabía que algunos lo consideraban una personalidad fuerte, tan sólo por conocer profundamente el plan de investigaciones.
Confundir el conocimiento con la autoridad era un error común. Había descubierto que si él presidía, había pocos que disintieran de él. Para obtener una discusión abierta era preciso que él se apartara para escuchar y tomar notas, interviniendo sólo en momentos cruciales.
Años atrás Yugo se había preguntado por qué lo hacía, y Hari había respondido diciendo que él no era un líder.
Yugo lo miró extrañado, como preguntándole a quién creía que engañaba.
Hari sonrió para sus adentros. Algunos profesores titulares mascullaban y miraban de soslayo. Yugo inició el orden del día, hablando rápidamente con voz clara y enérgica.
Hari se apartó y notó la irritación que se adueñaba de algunos de sus estimados colegas.
Algunos fruncían el ceño ante el grueso acento de Yugo. Uno murmuró: «¡Dahlita!», y otro respondió: «¡Advenedizo!»
Era hora de que «saboreasen un porrazo», como decía su padre, y de que Yugo saborease la sensación de estar a cargo del departamento.
A fin de cuentas, su nombramiento de primer ministro empeoraría las cosas. Quizá necesitara un reemplazo.