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Al atravesar los jardines imperiales, Hari lamentó que Dors no lo acompañara. Recordó que ella no deseaba llamar la atención de Cleon.

—Con frecuencia están locos —había explicado—. Los nobles son excéntricos, lo cual permite que los emperadores sean extravagantes.

—Exageras —había respondido él.

—Dradrian el Frugal orinaba en los jardines imperiales. Abandonaba las funciones de Estado para hacerlo, diciendo que ahorraba a sus súbditos un innecesario gasto en agua.

Hari reprimió una carcajada; sin duda el personal de palacio lo estaba estudiando. Admiró con gravedad los sinuosos e imponentes árboles, esculpidos en el estilo spindleriano de tres milenios atrás. Sentía la atracción de esa belleza natural a pesar de los años que había pasado sepultado en Trantor. Un verdor exuberante se alzaba hacia el ardiente sol como brazos tendidos. Era el único espacio abierto del planeta, y le recordaba Helicon, su mundo natal.

Había sido un joven soñador en un distrito obrero de Helicon. El trabajo en los campos y las fábricas era tan fácil que Hari podía dedicarse a sus cambiantes y abstractas reflexiones mientras lo hacía. Antes que los exámenes del Servicio Civil cambiaran su vida, había elaborado algunos teoremas sencillos en teoría de los números y se deprimió al descubrir que ya eran conocidos. De noche, en su cama, pensaba en planos y vectores, tratando de imaginar un espacio con más de tres dimensiones, escuchando el balido distante de los globodragones que bajaban por la ladera de la montaña en busca de presas. Esas bestias, que la bioingeniería había creado con algún antiguo propósito —tal vez la caza— eran reverenciadas. Él no había visto una en muchos años…

Helicon, sus parajes agrestes… Eso era lo que extrañaba. Pero su destino parecía anclado al acero de Trantor.

Hari miró hacia atrás y sus Especiales se adelantaron, creyendo que los llamaba.

—No —dijo, agitando las manos, un gesto que últimamente repetía cada vez más. Aun en los jardines imperiales actuaban como si cada jardinero fuera un terrorista en potencia.

Había cogido ese camino en vez de ir directamente al interior del palacio por el ascensor gray, porque le agradaban los jardines. En la bruma distante se erguía una arboleda, elevándose por gracia de la ingeniería genética hasta oscurecer las murallas de Trantor. Sólo allí, en todo el planeta, era posible experimentar algo semejante al descampado.

Qué expresión más arrogante, pensó Hari. Definir como «descampado» lo que estaba fuera del encierro de la humanidad, toda la creación.

Sus zapatos formales crujieron en la gravilla mientras abandonaba las veredas cubiertas y subía por la rampa. Más allá del perímetro boscoso se elevaba un penacho de humo negro. Se detuvo para calcular la distancia, unos diez kilómetros. Algún accidente importante, sin duda.

Caminando entre altas columnas neopanteónicas, se sintió abrumado por un peso. Los asistentes se acercaron a recibirlo, los Especiales cerraron filas y formaron una pequeña procesión por los largos corredores que conducían a la Bóveda de Audiencias. Allí se apilaban grandes obras de arte acumuladas en milenios, como buscando un público que les diera vida en el presente.

La pesada mano imperial marcaba casi todo el arte oficial. El Imperio se cimentaba en su pasado y su solidez, y lo manifestaba en su preferencia por los objetos bonitos. Los emperadores preferían losas ascendentes de líneas rectas y limpias, fuentes de agua púrpura con parábolas exactas, columnas, almenas y arcos de corte clásico. Abundaba la escultura heroica. Semblantes nobles clavaban la vista en la lejanía. Batallas colosales permanecían congeladas en sus momentos decisivos, forjadas en piedra reluciente o cristal holoide.

Imperaba el decoro, sin desafíos embarazosos ni perfiles alarmantes. En aquellos lugares públicos de Trantor por donde pudiera pasar el emperador no se permitían formas «Perturbadoras». Al desplazar hacia la periferia todo atisbo de la miseria y el olor de la vida humana, el Imperio alcanzaba su estado definitivo, una blandura terminal.

Pero para Hari la reacción contra esa blandura era peor. En los veinticinco millones de planetas habitados de la galaxia había infinitas variaciones, pero bajo el manto imperial bullía un estilo basado únicamente en el rechazo.

En los lugares que Hari llamaba Mundos Caóticos, una vanguardia pedante buscaba lo sublime sustituyendo la belleza por el amor al terror, el espanto y lo mórbidamente grotesco. Usaba escalas enormes, desproporciones chocantes, elementos escatológicos, la discordia y la fractura irracional.

Ambos enfoques eran tediosos. Ninguno proyectaba una airosa alegría.

Una pared se disolvió con una crepitación y entraron en la Bóveda de Audiencias. Los asistentes desaparecieron, los Especiales se rezagaron. De pronto Hari quedó a solas. Caminó por el piso acolchado. Rebordes barrocos lo observaban desde cornisas elevadas, protuberancias recargadas y paneles ornamentales.

Silencio. El emperador nunca esperaba a nadie, por cierto. En la sombría cámara no había ecos, como si las paredes lo absorbieran todo.

Quizá lo hicieran. Sin duda varios oídos escuchaban cada conversación imperial. Debía de haber fisgones en media galaxia.

Una luz movediza. Cleon descendió por una crepitante columna grav.

—Hari, me alegra que pudieras venir.

Como rechazar la convocatoria del emperador era justificación tradicional para una ejecución, Hari apenas pudo reprimir una sonrisa burlona.

—Es un honor serviros, Alteza.

—Ven, siéntate.

Cleon se movía pesadamente. Se rumoreaba que su legendario apetito comenzaba a poner en aprietos aun a sus habilidosos médicos y cocineros.

—Tenemos mucho de que hablar.

El fulgor que aureolaba constantemente al emperador servía para realzarlo sutilmente. El discreto contraste lo destacaba en la penumbra circundante. Las inteligencias incorporadas del salón seguían sus ojos y arrojaban luz donde caía su mirada, de nuevo con un énfasis sutil y delicado. El exquisito toque de su mirada infundía un resplandor que los invitados apenas notaban, pero que obraba inconscientemente, sumándose a su aura imponente. Hari lo sabía, pero el efecto funcionaba. Cleon lucía regio y magistral.

—Me temo que nos hemos topado con un inconveniente —dijo Cleon.

—Nada que no podáis dominar, Alteza, sin duda.

Cleon sacudió la cabeza con fatiga.

—No empieces tú también a perorar sobre mis prodigiosos poderes. Algunos elementos —Cleon pronunció esta palabra con seco desdén— se oponen a tu designación.

—Entiendo —dijo Hari con rostro impertérrito, aunque su corazón dio un respingo.

—No te preocupes. Yo quiero que seas mi primer ministro.

—Sí, Alteza.

—Pero, a pesar de lo que todos suponen, no estoy en plena libertad de actuación.

—Entiendo que otros tienen más aptitudes…

—En su propia opinión, sin duda.

—Y mejor formación…

—Y no saben nada de psicohistoria.

—Demerzel exageró la utilidad de la psicohistoria.

—Pamplinas. Él me sugirió tu nombre.

—Sabéis tanto como yo que él estaba agotado, y no estaba en su mejor…

—Su juicio fue irreprochable durante décadas. —Cleon miró a Hari de soslayo—. Cualquiera diría que intentas eludir el nombramiento de primer ministro.

—No, Alteza, pero…

—Muchos hombres, y también mujeres, han matado por mucho menos.

—Y resultaron muertos una vez que lo consiguieron.

Cleon rio entre dientes.

—Es verdad. Algunos primeros ministros se vuelven presuntuosos y conspiran contra el emperador… Pero no nos demoremos en los escasos defectos de nuestro sistema.

Hari recordó un comentario de Demerzel: «La sucesión de crisis ha llegado a tal extremo que las Tres Leyes de la Robótica me paralizan.» Demerzel no había podido optar porque no le quedaban buenas opciones. Toda posible decisión lastimaba a alguien. Así que Demerzel, una inteligencia suprema, un robot clandestino humaniforme, había desaparecido súbitamente. ¿Qué podría hacer Hari?

—Aceptaré el puesto, desde luego —murmuró Hari—. Si es necesario.

—Claro que es necesario. Si es posible, querrás decir. Hay facciones del Consejo Alto que se oponen a ti. Exigen una deliberación plenaria.

Hari parpadeó, alarmado.

—¿Tendré que debatir?

—Y una votación.

—Ignoraba que el Consejo pudiera intervenir.

—Lee los Códigos. El Consejo posee esa facultad. En general no la usa, acatando la sabiduría superior del emperador. —Una risa seca—. No esta vez.

Si os facilita las cosas, me ausentaré mientras la deliberación…

—¡Pamplinas! Quiero usarte contra ellos.

—No sé cómo…

—Yo escogeré los problemas, tú me asesorarás sobre las soluciones. División del trabajo. Nada podría ser más simple.

—Mmm. —Demerzel había dicho confiadamente: «Si él cree que tienes la respuesta psicohistórica, te seguirá sin pestañear y serás un buen primer ministro.» Allí, en ese augusto entorno, eso parecía improbable.

—Tendremos que evadir a estos opositores, maniobrar contra ellos.

—No sé cómo.

—Claro que no lo sabes. De eso me encargo yo. Pero tú ves el Imperio y toda su historia como un pergamino que se desenrolla. Tú tienes la teoría.

A Cleon le gustaba gobernar. Hari sentía en los huesos que a él no. Como primer ministro, sus palabras determinarían el destino de millones. Eso había amilanado incluso a Demerzel.

«Todavía está la Ley Cero», había dicho Demerzel antes de despedirse por última vez. Esa ley ponía el bienestar del conjunto de la humanidad por encima del bienestar de todo individuo. La Primera Ley ahora se enunciaba de este modo: Un robot no debe dañar a un ser humano ni, por inacción, permitir que un ser humano sufra daño, a menos que esto infrinja la Ley Cero. De acuerdo, ¿pero cómo haría Hari para realizar una tarea que ni siquiera Demerzel podía acometer? Hari comprendió que había guardado silencio mucho tiempo, y que Cleon esperaba. ¿Qué podía decir?

—¿Quién se opone a mí?

—Varias facciones unidas por Betan Lamurk.

—¿Cuál es su objeción?

Para sorpresa de Hari, el emperador rio de buena gana.

—Que tú no seas Betan Lamurk.

—¿No podéis…?

—¿Vetar la decisión del Consejo? ¿Ofrecer a Lamurk un trato? ¿Sobornarlo?

—No quise insinuar, Alteza, que os rebajarais a…

—Claro que no me «rebajaría», como tú dices. La dificultad está en el mismo Lamurk. Su precio para permitir que te nombre primer ministro es demasiado alto.

—¿Un puesto elevado?

—Eso y algunas propiedades, quizás una zona entera.

Entregar una zona entera de la galaxia a un solo hombre…

—Veo que hay mucho en juego.

—Hoy en día no somos tan ricos —suspiró Cleon—. Durante su reinado, Fletch el Iracundo canjeó zonas enteras por escaños del Consejo.

—¿Vuestros simpatizantes, los realistas, no pueden burlar a Lamurk?

—Realmente debes estudiar mejor la política actual, Seldon. Aunque supongo que estás tan enfrascado en tus estudios históricos que todo esto te parecerá un poco trivial.

En realidad, pensó Hari, estaba enfrascado en estudios matemáticos. Dors y Yugo le brindaban los datos históricos que necesitaba.

—Lo haré. Los realistas…

—Ya no cuentan con los dahlitas, así que no pueden lograr una coalición mayoritaria.

—¿Tan poderosos son los dahlitas?

—Tienen una causa popular entre mucha gente, además de ser una población numerosa.

—No sabía que fueran tan fuertes. Mi propio asistente, Yugo…

—Lo sé, un dahlita. Vigílalo.

Hari pestañeó.

—Yugo es un dahlita convencido, es verdad. Pero es leal, y un matemático exquisito e intuitivo. ¿Pero cómo…?

—Revisión de antecedentes. —Cleon agitó la mano en airoso desdén—. Uno debe saber ciertas cosas sobre un primer ministro.

A Hari le disgustaba estar bajo el microscopio imperial, pero no demostró su irritación.

—Yugo es leal a mí.

—Conozco la historia, y sé que lo rescataste de trabajos serviles, sorteando los filtros del Servicio Civil. Muy noble de tu parte. Pero no puedo permitirme el lujo de olvidar que los dahlitas tienen un público dispuesto a escuchar sus febriles exabruptos. Amenazan con alterar la representación de sectores del Consejo Alto, e incluso del Consejo Bajo. Así que vigílalo.

—Sí, Alteza. —No había motivos para que Cleon se preocupara por Yugo, pero no era oportuno discutir.

—Tendrás que ser tan circunspecto como la esposa del emperador durante este… período de transición.

Hari recordó el antiguo dicho de que la esposa (o esposas, según la época) del emperador debía mantener sus faldas limpias aunque caminara sobre lodo. La analogía se usaba aunque el emperador fuera homosexual, O incluso cuando una mujer dominaba el palacio imperial.

—Sí, Alteza. ¿Transición, habéis dicho?

Cleon miró distraídamente las imponentes y sombrías formas artísticas que los rodeaban. Hari comprendió que estaba a punto de abordar el tema por el cual lo había citado.

—Tu designación se demorará un tiempo, mientras el Consejo Alto se decide. Así que buscaré tu consejo…

—Sin darme el poder. —Hari no se sentía defraudado—. ¿Entonces podré conservar mi puesto en Streeling?

—Supongo que parecería impropio que vinieras aquí.

—Ahora bien, en cuanto a esos Especiales…

—Deben custodiarte. Trantor es más peligroso de lo que sospecha un profesor.

—Sí, Alteza —suspiró Hari.

Cleon se echó hacia atrás y el aeroasiento se plegó en torno de su cuerpo.

—Ahora quisiera tu consejo sobre el tema de Renegatum.

—¿Renegatum?

Por primera vez, Hari vio que Cleon parecía sorprendido.

—¿No has seguido el caso? ¡Está en todas partes!

—Estoy un poco al margen de la actualidad, Alteza.

—El Renegatum, la Sociedad de Renegados. Matan y destruyen.

—¿Por qué?

—¡Por el placer de destruir! —Cleon asestó un furioso golpe al asiento, que reaccionó masajeándolo, al parecer una respuesta estándar—. La última fanática que decidió «demostrar su desprecio por la sociedad» es una mujer llamada Kutonin. Irrumpió en las galerías imperiales, quemó obras de arte de muchos milenios y mató a dos guardias. Luego se entregó pacíficamente a los agentes que acudieron.

—¿La haréis ejecutar?

—Desde luego. El tribunal decidió rápidamente que era culpable. Ella confesó.

—¿Por propia voluntad?

—De inmediato.

La confesión bajo las sutiles presiones de los imperiales era legendaria. Quebrar el cuerpo era bastante fácil; los imperiales también quebraban la psique del sospechoso.

—Conque podéis dictar sentencia, tratándose de un grave delito contra el Imperio.

—Oh sí, esa vieja ley sobre el vandalismo rebelde.

—Permite la pena de muerte y torturas especiales.

—¡Pero la muerte no es suficiente para los crímenes del Renegatum! Por eso acudo a mi psicohistoriador.

—¿Queréis que yo…?

—Me des una idea. Estas gentes dicen que lo hacen para derrocar el orden existente y todo eso, desde luego. Pero obtienen gran cobertura en todo el planeta, y todos conocen sus nombres como destructores del arte tradicional. Van a la tumba, pero son famosos. Todos los psiquistas dicen que allí está su verdadera motivación. Puedo matarlos, pero a estas alturas no les importa.

Hari murmuró incómodamente. Sabía muy bien que nunca comprendería a esas personas.

—Dame una idea, pues, algo psicohistórico.

Hari estaba intrigado por el problema, pero no se le ocurría nada. Tiempo atrás había aprendido a no concentrarse de inmediato en un interrogante difícil, dejando que el subconsciente lo abordara primero.

—Alteza —preguntó para ganar tiempo—, ¿habéis visto el humo que hay más allá de los jardines?

—¿Eh? No. —Cleon hizo una seña destinada a ojos invisibles y la pared se iluminó. Un holo de los jardines llenó ese vasto espacio. El penacho aceitoso y negro había crecido y sus volutas ascendían al cielo gris.

Una voz suave y neutra habló en el aire.

—Un desperfecto, con insurrección de mecánicos, ha causado este infortunado trastorno en el orden doméstico.

—¿Un disturbio tiktok? —Hari había oído hablar de esas cosas.

Cleon se levantó y caminó hacia el holo.

—Sí, otro acertijo difícil. Por alguna razón los mecánicos se están rebelando. ¡Mira eso! ¿Cuántos niveles están ardiendo?

—Hay doce niveles en llamas —respondió la autovoz—. El análisis imperial estima bajas del orden de cuatrocientos treinta y siete, con un margen de error de ochenta y cuatro.

—¿Costes para el Imperio? —preguntó Cleon.

—Ínfimos. Algunos regulares imperiales resultaron heridos al someter a los mecánicos.

—Entonces es una nimiedad.

La pared presentó un primer plano de un pozo humeante. A los costados, como la cobertura ardiente de una torta, pisos enteros se rizaban con el calor. Saltaban chispas entre impulsores eléctricos. Los tubos de emergencia rociaban infructuosamente las llamas.

Un plano distante, desde órbita. El programa brindaba otra perspectiva, alardeando de su potencia. Hari supuso que no siempre tenía esa oportunidad. Muchos llamaban al emperador con el despectivo apodo de Cleon el Imperturbable, pues parecía aburrirse con asuntos que conmovían a la mayoría de los hombres.

Desde el espacio, el único verdor que se veía eran los jardines imperiales, apenas una mancha entre los grises y pardos de los techos y las parcelas agrícolas. Colectores solares negros y acero bruñido de polo a polo. Los casquetes polares se habían evaporado tiempo atrás y los mares gorgoteaban en cisternas subterráneas. Trantor albergaba a cuarenta mil millones de personas en una sola ciudad planetaria que rara vez tenía menos de medio kilómetro de profundidad. Cerrados y protegidos, esos habitantes se habían acostumbrado al aire reciclado y los panoramas estrechos, y temían los espacios abiertos que estaban al alcance de un viaje de ascensor.

La cámara se concentró de nuevo en el pozo humeante. Hari vio figuras diminutas que saltaban a su muerte para escapar de las llamas. La muerte de cientos… Hari sintió un nudo en el estómago. Con tanto abarrotamiento, los accidentes se cobraban gran cantidad de víctimas.

Aun así, calculó Hari, había un promedio de sólo cien personas por kilómetro cuadrado en la superficie del planeta. La gente se apiñaba en los sectores más populares por preferencia, no por necesidad. Con los mares encerrados debajo, había mucho espacio para fábricas automáticas, minas profundas e inmensos y cavernosos recintos de cultivo, de donde salía la materia prima para los alimentos sin necesidad de mucha mano de obra humana. Los tiktoks se encargaban de esas tareas fatigosas. Pero ahora estaban causando trastornos en el intrincado Trantor, y Cleon se ofuscó al ver que el desastre se propagaba, devorando capas enteras con dentelladas hambrientas. Más figuras se contorsionaban en las llamas anaranjadas. Personas, no estadísticas, se recordó Hari. Sintió la bilis en la garganta. Ser un líder a veces significaba apartar los ojos del dolor. ¿Podría hacer eso?

—Otro interrogante, mi querido Seldon —dijo Cleon—. ¿Por qué los tiktoks provocan estos «desórdenes» a gran escala que mencionan mis asesores?

—Yo no…

—¡Tiene que haber alguna explicación psicohistórica!

—Estos fenómenos diminutos bien pueden estar más allá de…

—¡Trabaja en ello! ¡Averígualo!

—Sí, Alteza.

Cleon caminó en silencio por la bóveda, mirando con mal ceño las escenas de carnicería. Tal vez el emperador fuera imperturbable, pensó Hari, porque ya había visto muchas catástrofes y atrocidades. Un pensamiento perturbador. ¿Le sucedería lo mismo al ingenuo Hari Seldon?

Cleon tenía un modo de habérselas con el desastre, sin embargo, pues al cabo de unos instantes agitó la mano y las escenas desaparecieron. La bóveda se llenó de música alegre y la luz se intensificó. Aparecieron asistentes con cuencos y bandejas de refrigerios. Un hombre se acercó a Hari y le ofreció un estimulante. Hari lo rechazó. Bastante lo mareaba ese repentino cambio de ánimo. No obstante, parecía ser común en la corte imperial.

Hacía unos minutos que Hari sentía un cosquilleo en la nuca, y esos momentos de silencio le habían permitido prestarle atención. Mientras Cleon aceptaba un estimulante, preguntó:

—Alteza, yo…

—¿Sí? Ah. Sírvete uno.

—No, Alteza… estaba pensando en el Renegatum y esa mujer, Kutonin.

—Cielos, prefiero no pensar en…

—Supongamos que le borráis la identidad.

Cleon detuvo la mano en el aire.

—¿Cómo?

—Están dispuestos a morir, una vez que han llamado la atención. Tal vez piensen que seguirán viviendo, que serán famosos. Privadlos de eso. No permitáis que se difunda su verdadero nombre. En todos los medios y los documentos oficiales, designadlos con un nombre insultante.

Cleon frunció el ceño.

—¿Otro nombre?

—Llamad a Kutonin, por ejemplo, la Mequetrefe Número Uno. Al próximo, Mequetrefe Número Dos. Impedid, mediante un decreto imperial, que sea posible referirse a ella de otra manera. Así desaparecerá de la historia en cuanto a persona. No tendrá fama.

Cleon sonrió.

—Vaya, qué buena idea. La pondré a prueba. No sólo les quito la vida, sino el yo.

Hari sonrió vagamente mientras Cleon hablaba con un ayudante, impartiendo instrucciones para un nuevo decreto imperial. Hari esperaba que funcionara, pero en todo caso lo había sacado del atolladero. Cleon no parecía notar que la idea no tenía nada que ver con la psicohistoria.

Complacido, probó un refrigerio. Eran asombrosamente buenos.

—Ven, primer ministro —dijo Cleon con una seña—, quiero que conozcas a ciertas personas. Pueden resultar útiles, aun para un matemático.

—Es un honor. —Dors lo había instruido sobre ciertas fórmulas que podía usar cuando no se le ocurriera nada mejor—. Lo que resulte útil para servir al pueblo.

—Ah sí, el pueblo —murmuró Cleon—. Oigo hablar tanto de él.

Hari comprendió que Cleon se había pasado la vida escuchando discursos anodinos y previsibles.

—Lo lamento, Alteza…

—Me recuerda el resultado de una encuesta, preparada por mis especialistas trantorianos. —Cleon aceptó el refrigerio que le ofrecía una mujer de la mitad de su talla—. Preguntaron: «¿A qué atribuye usted la ignorancia y la apatía de las masas trantorianas?» La respuesta más común fue: «No lo sé ni me importa.» Hari sólo comprendió que era una broma cuando Cleon se echó a reír.