Contaba con suficientes enemigos para tener un apodo, pensó Hari Seldon, y con pocos amigos para averiguar cuál era.
Lo notaba en la murmurante energía de las muchedumbres mientras caminaba desde su apartamento hacia su oficina por las anchas plazas de la Universidad de Streeling.
—No les agrado —comentó.
Dors Vanabili le seguía el paso sin dificultad, estudiando los rostros de la multitud.
—No detecto ningún peligro.
—No te llenes la bonita cabeza pensando en atentados… no de inmediato, al menos.
—Vaya, hoy estás de buen ánimo.
—Odio esta pantalla de seguridad. ¿Quién no la odiaría?
Los Especiales imperiales se habían desplegado en lo que su capitán denominaba «un perímetro protector» alrededor de Hari y Dors. Algunos llevaban proyectores de pantalla capaces de detener una andanada de disparos de grueso calibre. Otros iban con las manos vacías pero lucían igualmente amenazadores.
Sus uniformes rojos y azules permitían ver fácilmente dónde la multitud se cerraba sobre el límite móvil de seguridad mientras Hari caminaba despacio por la plaza mayor del campus. En los lugares donde la muchedumbre era más densa, los brillantes uniformes se abrían paso por la fuerza. Ese espectáculo lo incomodaba. Los Especiales no se caracterizaban por su diplomacia y ese lugar era, a fin de cuentas, un centro de cultura. O lo había sido.
Dors le cogió la mano para tranquilizarlo.
—Un primer ministro no puede circular sin…
—¡No soy primer ministro!
—El emperador te ha designado, y eso es suficiente para esta multitud.
—El Consejo Alto no ha decidido. Mientras ellos…
—Tus amigos supondrán lo mejor.
—¿Estos son mis amigos? —Hari miró la multitud—. Están sonriendo.
Sonreían, en efecto. Uno gritó «¡Viva el profe ministro!» y los demás rieron.
—¿Ese es mi nuevo apodo?
—Bueno, no está mal.
—¿Por qué hay tantas personas?
—La gente se siente atraída por el poder.
—Todavía soy sólo un profesor.
Dors rio entre dientes para calmarlo, un reflejo conyugal.
—Hay un antiguo refrán que dice: «Estos son los tiempos que fríen las almas de los hombres.»
—Tienes refranes antiguos para todo.
—Es uno de los pocos privilegios de ser historiadora.
—¡Hola, ministro matemático! —gritó alguien.
—Ese nombre tampoco me gusta —dijo Hari.
—Acostúmbrate. Usarán otros peores.
Pasaron junto a la gran fuente de Streeling y Hari se refugió en la contemplación de los altos arcos de agua. El gorgoteo sofocaba el ruido de la multitud y Hari casi podía imaginar que estaba de vuelta en su vida sencilla y feliz.
En esos tiempos sólo tenía que preocuparse por la psicohistoria y las rencillas internas de la Universidad de Streeling. Ese mundo confortable había desaparecido, quizá para siempre, en cuanto Cleon decidió nombrarlo funcionario de la política imperial. La fuente era magnífica, aunque le recordaba la vastedad que se extendía detrás de tales simplicidades. Allí los burbujeantes chorros se liberaban, pero su fuga era transitoria. Las aguas de Trantor circulaban por tubos gemebundos y oscuros, en penumbrosos pasajes construidos por antiguos ingenieros. Un laberinto de arterias de agua potable y cloacas recorría milenarias entrañas. Los fluidos corporales del planeta habían pasado por billones de riñones y gargantas, habían lavado pecados, habían participado en brindis por bodas y nacimientos, habían limpiado la sangre de muchos asesinatos y el vómito de muchas agonías. Atravesaban su noche profunda sin conocer nunca la clara alegría del tiempo despejado, nunca libres de la mano del hombre. Estaban atrapados, y también él.
El grupo llegó al Departamento de Matemática y subió. Dors subió en el tubo junto a él y una brisa le agitó el cabello, un efecto que le sentaba bien. Los Especiales adoptaron rígidas y atentas posiciones fuera. Al igual que la semana anterior, Hari hizo un nuevo intento con el capitán.
—Mire, no es preciso que mantenga una docena de hombres esperando aquí…
—Yo decidiré eso, señor, con todo respeto.
Hari sintió frustración. Notó que un joven Especial miraba de soslayo a Dors, cuyo unitraje revelaba a la vez que ocultaba. Algo le hizo decir:
—En tal caso, le agradeceré que ordene a sus hombres que mantengan los ojos donde corresponde.
El capitán dio un respingo. Miró de hito en hito al ofensor y se le acercó para reprenderlo. Hari sintió una chispa de satisfacción. Cuando entraron en la oficina, Dors le dijo:
—Me vestiré con mayor discreción.
—No, no. Me he portado como un idiota. No debería permitir que esas menudencias me molesten.
Ella sonrió.
—A decir verdad, me agradó.
—¿De veras? ¿Te agradó que me portara como un idiota?
—Me agradó que me protegieras.
Años atrás Eto Demerzel había designado a Dors para custodiarlo. Hari comprendió que él se había habituado a ese papel sin notar que chocaba tácitamente con el hecho de que ella fuera mujer. Dors confiaba en sí misma, pero tenía cualidades que a veces no congeniaban con su deber. Ser su esposa, por ejemplo.
—Tendré que hacerlo con más frecuencia —bromeó.
Aun así, se sentía culpable por haber causado problemas a los Especiales. No estaban allí por iniciativa propia, sino porque Cleon lo había ordenado. Sin duda preferirían estar en alguna otra parte, salvando el Imperio con sudor y valor.
Atravesaron el alto y curvo vestíbulo del Departamento de Matemática mientras Hari saludaba al personal. Dors entró en su oficina y él entró en su suite con el aire de un animal que se zambulle en su guarida. Se desplomó en su aeroasiento, ignorando el holo que colgaba a un metro de su cara anunciando un mensaje urgente.
Una ola borró el holo cuando Yugo Amaryl atravesó el portal. El enorme y molesto portal también era fruto de las medidas de seguridad de Cleon. Los Especiales habían instalado esos trémulos campos de anulación de armas por doquier. Dejaban un penetrante olor a ozono en el aire. Una nueva intrusión de la Realidad con la máscara de la Política.
Yugo sonrió.
—Tengo nuevos resultados.
—Alégrame, muéstrame algo espléndido.
Yugo se sentó en el ancho y vacío escritorio de Hari, meciendo una pierna.
—La buena matemática siempre es veraz y bella.
—En efecto. Pero no tiene que ser veraz en el sentido que le atribuye la gente común. No puede decir nada sobre el mundo.
—Me haces sentir como un sucio ingeniero.
Hari sonrió.
—Eso eras, ¿recuerdas?
—Vaya que sí.
—Tal vez prefieras deslomarte en las cavernas.
Hari había descubierto a Yugo por casualidad ocho años antes, poco después de llegar a Trantor, cuando él y Dors huían de los agentes imperiales. Una hora de charla le había mostrado que Yugo era un genio en bruto para el análisis transrepresentacional. Yugo tenía un don, una sutileza espontánea. Habían colaborado desde entonces. Hari pensaba francamente que él había aprendido más de Yugo que a la inversa.
—¡Ja! —Yugo aplaudió tres veces con sus manazas, el modo dahlita de mostrar buen humor—. Puedes rezongar acerca de los trabajos sucios y reales, pero mientras sea en una bonita y cómoda oficina, estoy en el paraíso.
—Me temo que tendré que pasarte la mayoría de las tareas pesadas. —Hari apoyó los pies en el escritorio. Mejor mostrarse despreocupado, aunque no se sintiera así. Envidiaba la jovialidad del fornido Yugo.
—¿Cosas de primer ministro?
—Está empeorando.
Tengo que ver de nuevo al emperador.
—El hombre quiere verte. Debe de ser tu curtido aspecto.
—Es lo que cree Dors. Supongo que es mi seductora sonrisa. De todos modos, no puede conquistarme.
—Lo hará.
—Si me obliga a aceptar el ministerio, haré un trabajo tan calamitoso que Cleon me despedirá.
Yugo sacudió la cabeza.
—No es aconsejable. Un primer ministro puede ser juzgado y ejecutado por sus fracasos.
—De nuevo has estado hablando con Dors.
—Ella es historiadora, a fin de cuentas.
—Sí, y nosotros somos psicohistoriadores. Buscadores de factores predecibles. —Hari alzó las manos con exasperación—. ¿Por qué eso no cuenta para nada?
—Porque ningún poderoso lo ha visto funcionar.
—Ni lo verá. Una vez que la gente crea que podemos predecir, nunca estaremos libres de la política.
—Ahora no estás libre —dijo Yugo razonablemente.
—Buen amigo, tu peor rasgo es que insistes en decirme la verdad con voz calma.
—Así me evito convencerte a golpes. Eso me llevaría más tiempo. Hari suspiró.
—Ojalá el músculo ayudara con la matemática. Tú serías aún mejor de lo que eres.
Yugo desechó la idea.
—Tú eres la clave. Tú eres el hombre de las ideas.
—Bien, esta fuente de ideas no tiene la menor pista.
—Ya se te ocurrirá algo.
—¡Ya no puedo trabajar en psicohistoria!
—Y como primer ministro…
—Será peor. La psicohistoria se irá…
—No irá a ninguna parte, sin ti.
—Habrá algunos progresos, Yugo. No tengo la vanidad de creer que todo depende de mí.
—Pues es así.
—Pamplinas. Estás tú, están los académicos imperiales, nuestro personal.
—Necesitamos un líder. Un líder que piense.
—Bien, podría seguir trabajando aquí parte del tiempo.
Hari miró su amplia oficina y sintió un retortijón ante la idea de no pasar allí todos los días, rodeado por sus herramientas, volúmenes y amigos. Como primer ministro tendría un palacete, pero para él sería una extravagancia vacía.
Yugo sonrió burlonamente.
—El trabajo de primer ministro suele ser a tiempo completo.
—Lo sé, lo sé. Pero quizás haya un modo…
El holo creció a un metro de su cabeza. El receptor de la oficina estaba codificado para dar paso sólo a los mensajes de alta prioridad. Hari palmeó una tecla de su escritorio y la imagen formó un cuadrado rojo, indicando que el filtro facial estaba activado.
—¿Sí?
La asistente personal de Cleon apareció en túnica roja contra un fondo azul.
—Estás convocado —dijo simplemente la mujer.
—Bien, es un honor. ¿Cuándo?
La mujer pasó a los detalles y Hari agradeció el filtro facial. La asistente personal era imponente, y él no deseaba parecer lo que era, un profesor distraído. Su filtro facial tenía un menú personalizado. Hari había instalado un conjunto de gestos automáticos destinados a enmascarar sus auténticos sentimientos.
—Muy bien, dentro de dos horas. Allí estaré —concluyó con una leve reverencia. El filtro facial presentaría ese mismo movimiento, adaptado a los protocolos del personal imperial.
—¡Maldición! —Dio una palmada en el escritorio, disolviendo el holo—. ¡Mi día se está evaporando!
—¿Qué significa esto?
—Problemas. Cada vez que veo a Cleon, hay problemas.
—No sé, quizá sea una oportunidad para aclarar…
—Sólo quiero que me dejen en paz.
—Un cargo de primer ministro…
—¿Por qué no lo aceptas tú? Yo aceptaré un trabajo de especialista informático, me cambiaré el nombre. —Hari rio con desgana—. Pero también fracasaría en eso.
—Mira, necesitas cambiar de humor. No querrás visitar al emperador con esa cara larga.
—Supongo que no. Bien, alégrame. ¿Cuál era la buena noticia que mencionaste?
—Descubrí algunas antiguas constelaciones de personalidad.
—¿De veras? Creí que eran legales.
—Lo son. —Yugo sonrió—. Las leyes no siempre funcionan.
—¿Realmente antiguas? Las quería para calibrar las valencias psicohistóricas. Tienen que ser de principios del Imperio.
Yugo sonrió.
—Estas son anteriores al Imperio.
—Anteriores… Imposible.
—Pues las he conseguido. Y además intactas.
—¿Quiénes son?
—Unos tíos famosos, no sé qué hacían.
—¿Qué status tenían, para estar registrados?
Yugo se encogió de hombros.
—Tampoco hay registros históricos paralelos.
—¿Y son grabaciones auténticas?
—Es posible. Están en lenguaje de máquina antiguo, algo realmente primitivo. Cuesta discernirlo.
—Entonces serían simulaciones.
—Eso diría yo. Tal vez estén construidas sobre una subbase grabada, y luego redondeadas con simulación.
—¿Puedes despertarlas?
—Sí, con cierto trabajo. Tengo que remendar los lenguajes de datos. Como bien sabes, todo esto es…
—Ilegal. Violación de los Códigos de Sentencia.
—Así es. La gente que me pasó estos datos es de Sark, ese mundo neorrenacentista. Dicen que ya nadie inspecciona esos antiguos códigos.
—Es hora de que despertemos esos antiguos bloques.
—A la orden —dijo Yugo con una sonrisa—. Estas constelaciones son las más antiguas que nadie ha encontrado.
—¿Cómo…? —Hari dejó la pregunta en el aire. Yugo tenía muchos contactos dudosos, asociados con sus orígenes dahlitas.
—Se necesitó cierta… lubricación.
—Eso pensé. Bien. Quizá sea mejor que yo ignore los detalles.
—Así es. Como primer ministro, no querrás ensuciarte las manos.
—¡No me llames así!
—Claro, claro. Eres sólo un profesor. Que llegará tarde a su cita con el emperador si no se apresura.