Para muchos lectores el nombre de Isaac Asimov y el término ciencia ficción son casi sinónimos. La ciencia ficción es un género cambiante, pero Asimov supo representarlo a la perfección durante los años cuarenta y cincuenta (que siguen apareciendo como la época dorada del género), y también se mantuvo con gran éxito y aceptación popular en los años setenta y ochenta, cuando volvió a sus famosas series del ciclo de La Fundación o de las «novelas de robots».

Desde los años cuarenta, Asimov fue uno de los autores favoritos de John W. Campbell, editor de Astounding quien publicó gran parte de los relatos que más tarde, en la década de los cincuenta, se editaron en forma de libro. Con títulos como Yo, robot (1950) o la trilogía inicial de La Fundación (1951-1953), Asimov estableció su fama popular e impulsó su nombre como el del mejor y más famoso autor de la ciencia ficción de todos los tiempos.

En las novelas en torno a los «robots positrónicos», Asimov aborda una primera extrapolación de la historia futura, situada cronológicamente hacia el año 5000 de nuestra era. Se trata de cuatro novelas escritas con muchos años de diferencia: Bóvedas de acero (1954), El sol desnudo (1957), Los robots del amanecer (1983) y Robots e Imperio (1985).

Herederas directas de Yo, robot, las llamadas «novelas de robots» describen un universo en el que la humanidad se ha expandido hasta poblar una cincuentena de planetas, los Mundos Exteriores. En ellos viven los «espacianos», descendientes de terrestres que pese a todo, se sienten distintos de quienes permanecen en el planeta madre. Los espacianos repudian su herencia y se esfuerzan por impedir la expansión de la Tierra. Una Tierra aquejada de un grave exceso de población que obliga a los terrestres a vivir en gigantescas ciudades protegidas por cúpulas, en completa promiscuidad. Un verdadero contraste con las sociedades escasamente pobladas de los Mundos Exteriores, donde el contacto humano es incluso tabú.

Como en la mayor parte de la narrativa de Asimov, también en las «novelas de robots» la humanidad es la única especie inteligente en la galaxia y tan sólo compite con su propia creación: los robots. Y son estos quienes, a su vez, representan un elemento básico de diferenciación entre la sociedad terrestre y la espaciana.

De hecho, la mayor parte de las narraciones de robots de Asimov son reflexiones éticas. Resulta fácil comprobar que las famosas tres Leyes de la Robótica son esencialmente normas para garantizar la convivencia en sociedad, precisamente ante la presencia de unos seres, los robots, con gran potencialidad pero que deben quedar sujetos al control de los humanos. Las conocidas tres leyes establecen que:

  1. un robot no debe dañar a un ser humano o, por inacción, dejar que un ser humano sufra daño;
  2. un robot debe obedecerlas órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes se contradigan con la primera Ley;
  3. un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera o segunda Leyes, y muestran, incluso en su propia formulación, un claro orden de prioridad.

El código ético resultante es mucho más transparente si se sustituye la palabra «robot» por la expresión «ser humano» en la formulación de las leyes y se hacen, consecuentemente, algunos cambios menores:

  1. un ser humano no debe dañar a otro ser humano o por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño;
  2. un ser humano debe obedecer las leyes establecidas, excepto cuando se contradigan con la primera Ley;
  3. un ser humano debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera o segunda Leyes.

Tal vez cabría discutir el orden de las tres leyes en el caso de su aplicación a los humanos pero, en su formulación robótica, debían reflejar también el papel subordinado que los robots deben tener ante los humanos. Leídas con el «ser humano» como sujeto, representan la expresión de conceptos tan determinantes como la solidaridad, la necesidad de acatar las normas y leyes de comportamiento social para garantizar la convivencia, y el derecho a la vida.

Asimov contempló siempre la posibilidad de que los seres humanos rechazaran a los robots, y por ello las Tres Leyes establecen claramente el carácter inofensivo y predecible del comportamiento robótico. Se elimina así la imagen amenazadora del robot, habitual en la ciencia ficción hasta la aparición de las narraciones que luego formaron Yo, robot (1950). Precisamente, gracias a las Tres Leyes de la Robótica, los robots pueden convertirse en un instrumento para el progreso de la humanidad. En concreto, el papel que después desempeñará el robot R. Daneel Olivaw en la serie de La Fundación es una clara muestra de ello.

De hecho, la equiparación ética entre robots y humanos acabó convirtiendo el tema central de las narraciones sobre robots en una verdadera investigación sobre lo que significa ser humano. Uno de los personajes más «humanos» de toda la obra narrativa de Asimov es precisamente el robot Andrew Martin protagonista de El hombre del bicentenario (1976). En su investigación sobre si hay alguna diferencia entre humanos y robots, Asimov plantea el caso de un robot que desea ser integralmente humano, con todas sus consecuencias. En primer lugar Andrew conseguirá los mismos derechos legales de los seres humanos, pero no logrará ser humano hasta que decida degradar su maravilloso e inmortal cuerpo robótico de forma que se vaya deteriorando y, como los humanos, acabe muriendo.

Sorprendentemente, las historias de robots de Asimov acaban precisando lo que significa ser humano e incluso llegan a distinguir entre un ser humano individual y ese colectivo que constituye la especie y que llamamos humanidad. En una de las nuevas «novelas de robots» escritas ya en los años ochenta, Robots e Imperio (1985), Asimov introduce una nueva Ley Cero de la Robótica con prioridad sobre las otras tres. Su formulación es simple y calcada de la primera Ley:

Un robot no debe dañar a la humanidad o, por su inacción, dejar que la humanidad sufra daño.

El sujeto que debe ser protegido ya es otro, mucho más general, aunque con ello se pase de algo concreto (un «ser humano») a un concepto abstracto (la «humanidad»). Con toda seguridad con la Ley Cero hubieran resultado imposibles muchos de los juegos de lógica del resto de relatos asimovianos sobre robots. El mismo Asimov era consciente de ello y así lo demuestran algunas de las reflexiones que, sobre lo humano, se hace el robot Giskard en Robots e Imperio, a la luz de esta nueva Ley de la Robótica.

Así pues, en esencia la robótica asimoviana es una «humanística». La fama de Asimov como divulgador científico, además de su éxito como escritor e inventor de un tratamiento metódico y original del tema del robot en la ciencia ficción, ha aumentado la trascendencia de sus ideas y relatos que, tal vez, resultan tan interesantes por esa implícita referencia a lo humano.

En un segundo bloque de novelas, las que preceden a la mítica serie de La Fundación, Asimov nos habla ya de la constitución y los problemas de un gran Imperio Galáctico que podríamos situar cronológicamente más o menos hacia el año 15 000. Se trata de: Un guijarro en el Cielo (1950), En la arena estelar (1951) y Las corrientes del espacio (1952) escritas al inicio de su carrera de novelista.

En ese nuevo período, los Mundos Exteriores de los espacianos han desaparecido. La Tierra es un mundo condenado en el que sólo sobreviven escasos centros de población rodeados de zonas radiactivas. Los robots parecen haber desaparecido también, tal vez con los espacianos que defendían su uso.

En realidad, el Imperio Galáctico de Asimov resulta francamente parecido al viejo Imperio Romano de nuestra historia. Incluso un especialista cualificado como David Samuelson ha llegado a identificar la trama de una de esas novelas con el problemático intento de supresión de Judea por parte de los romanos al principio de la era cristiana. No es extraño: Asimov reconocía su interés por Historia de la decadencia y ruina del Imperio Romano de Gibbon y admitió haberse inspirado en ella.

Pero ese Imperio Galáctico, al igual que el romano que describe Gibbon, caerá en la decadencia y su disolución se hace al fin inevitable. Ante esa situación, Asimov imagina una nueva ciencia: la psicohistoria, que permite predecir matemáticamente el comportamiento de grupos y sociedades humanas. Ese es el tema que se desarrolla en la primera trilogía del tercer grupo de novelas: Fundación (1951), Fundación e Imperio (1952) y Segunda Fundación (1953), escritas en realidad en los años cuarenta en forma de relatos y novelas cortas. En 1966, esta Primera Trilogía de la Fundación asimoviana obtuvo el único premio Hugo especial que se ha otorgado en toda la historia a la mejor serie de toda la ciencia ficción.

En la Primera Trilogía de la Fundación Hari Seldon, inventor de la psicohistoria, ha creado dos Fundaciones paralelas y separadas, una de ellas especializada en las ciencias físicas y la segunda al estudio de las ciencias del control mental, como la telepatía. El objetivo de Seldon es reducir el previsto período de barbarie y acelerar el nacimiento de un segundo Imperio Galáctico a partir de las cenizas del primero. Un elemento imprevisible como El Mulo, un mutante con poderes extraordinarios, dará al traste con la Primera Fundación. La única esperanza de acortar los milenios de barbarie radica en la Segunda Fundación, que se convierte en el objetivo de una búsqueda angustiada.

Tal vez deforma insospechada para muchos que desean encasillarle en una ciencia ficción de raíces muy científicas o hard, y pese a su evidente interés personal por la ciencia y la tecnología, el joven Asimov de los años cuarenta ponía sus esperanzas finales en el potencial de la mente humana antes que en las innovaciones tecnológicas. En cualquier caso, además de la inspiración en Gibbon ya comentada, en la obra del joven Asimov también se revela una concepción cíclica del devenir histórico que, muy posiblemente, proceda de un historiador como Toynbee.

Pasados los años, la serie de La Fundación prosiguió con nuevas novelas, como Los límites de La Fundación (1982) o Fundación y Tierra (1986), donde se describe la búsqueda del entonces ya mítico planeta Tierra por parte de los miembros de la Segunda Fundación. Con Fundación y Tierra se enlaza, con un rizo argumental evidente, el ciclo de La Fundación con el de los robots. Incluso con la sorpresa añadida de que sea un robot (que ha sobrevivido millares de años) quien pone a Hari Seldon en la pista de su proyecto de la psicohistoria, tal y como se narra en Preludio a La Fundación (1990).

Esta última novela de la serie iniciaba un nuevo grupo, dedicado a los años en que Hari Seldon establece las bases de la psicohistoria. Es un proyecto narrativo que quedó desgraciadamente inconcluso con la muerte de Asimov en 1992. El último de esos títulos fue Hacia La Fundación, publicado póstumamente en 1993 como recopilación de diversos episodios aparecidos en la revista norteamericana Isaac Asimov’s Science Fiction Magazine.

En las novelas de La Fundación, la trama es esencialmente de índole política y, en el fondo, de intriga por saber si los grandes designios de los protagonistas llegarán a buen fin. El uso político de la tecnología, la religión y la diplomacia son algunos de sus elementos centrales.

Posiblemente sea demasiado aventurado buscar un exceso de unidad en novelas escritas con más de treinta e incluso cuarenta años de diferencia, aunque la visión optimista del futuro está siempre presente, como en toda la obra de Asimov. Incluso cuando aparecen problemas inevitables, la ciencia, la nueva psicohistoria en este caso, se encarga de mitigar sus efectos. Y esa inevitabilidad de los problemas puede responder, como ya se ha dicho, a una concepción cíclica, elemental y esquemática de la historia.

A lo largo de esos cuarenta años, la visión histórico-social de Asimov resulta coherente y con pocas variaciones significativas. Uno de los escasos cambios de mayor interés es la eliminación del enfrentamiento entre terrestres y espacianos, que tal vez representara metafóricamente el enfrentamiento entre Oriente y Occidente tan característico de los años cincuenta, cuando empezaron a escribirse las novelas de robots.

Durante los últimos años, la especulación personal de Asimov ha quedado detenida por ley de vida, pero no así la de su universo de ficción. Roger McBride Allen ha desarrollado en la serie iniciada con Caliban (1993) la historia de un robot «gravitrónico», al parecer fruto de un acuerdo con el mismo Asimov. Por otra parte, algunos de los mejores autores de la ciencia ficción moderna han afrontado, por encargo de los albaceas literarios de Isaac Asimov, la audaz empresa de continuar el proyecto de La Fundación.

El riesgo es grande, pero, a la vista de los dos primeros volúmenes de esta Segunda trilogía de La Fundación, resulta ya evidente que el éxito va a saludar la osadía de esta iniciativa. Para ello ha bastado recurrir a tres de los mejores autores de la ciencia ficción moderna; a esos que, en Norteamérica, denominan los «killer Bs» de la ciencia ficción que, con vocabulario menos agresivo, podríamos traducir como «las tres bes».

Se trata de Gregory Benford, Greg Bear y David Brin, quienes tras haber pactado y proyectado en conjunto la nueva trilogía de La Fundación, se han repartido el trabajo de publicar, a un libro por año, esta nueva reflexión en torno al universo asimoviano. En marzo de 1997 apareció en Estados Unidos la aportación de Benford: El temor de La Fundación (1997). La serie continúa con Fundación y Caos (1998) de Greg Bear y Third Foundation (1999) de David Brin. Por lo leído en los dos primeros volúmenes de la serie, no me cabe duda de que Asimov se habría sentido orgulloso del trabajo realizado.

En El temor de La Fundación, Benford nos acerca a los turbulentos días del final del Imperio Galáctico, cuando finaliza el establecimiento de la psicohistoria, la única ciencia capaz de predecir el comportamiento de las sociedades humanas. Siguiendo las líneas marcadas por Asimov, Benford profundiza en la personalidad de Hari Seldon, verdadero núcleo y deus ex machina de la famosa serie de la FUNDACIÓN. Hay muchos interrogantes por resolver y el mismo Benford nos los revela en el Epílogo de esta novela:

Siempre me he preguntado sobre algunos aspectos cruciales del Imperio imaginado por Asimov: ¿Por qué no hay alienígenas en la galaxia? ¿Qué papel desempeñan los ordenadores? ¿Y los robots? ¿Cómo llegó la teoría de la psicohistoria a ser como es? Y, finalmente, ¿quién era Hari Seldon, como persona, como hombre?

Esos interrogantes se convierten en el motor de la presente novela y de las que han escrito Bear y Brin.

Es de suponer que alguno de esos críticos un tanto pretenciosos y deseosos de protagonismo intentará ensombrecer la indiscutible relevancia de esta Segunda trilogía de La Fundación con comentarios agresivos e injustamente descalificadores. Resulta demasiado fácil decir que, en casos como este, el autor que se interna en el universo de otro prostituye en cierta manera su expresividad narrativa al servicio de un mundo y unas preocupaciones que son, en definitiva, ajenas.

A pesar de ser un buen argumento, en este caso en concreto no puede ser cierto. Gregory Benford se refiere a ello en el Epílogo a esta novela, pero ha de resultar evidente que para Benford, Bear, Brin y muchísimos más (entre los que me incluyo) la temática de las fundaciones asimovianas no resulta en absoluto ajena: forma parte del acervo mental de los lectores de ciencia ficción de todos los tiempos.

En este caso, los autores elegidos han logrado abordar la temática asimoviana sin renunciar a su propio mundo narrativo y a sus preocupaciones estilísticas y temáticas. En la convención mundial de Glasgow en 1995, Benford me contó que en un primer momento había renunciado al proyecto para encontrarse después que su cabeza no dejaba de dar vueltas sobre sus evidentes posibilidades. Cuando finalmente aceptó encabezar esta Segunda trilogía de La Fundación, parte de su propia obra confluyó con el mundo asimoviano con una facilidad sorprendente.

Aunque Benford no lo cita en el interesante Epílogo a esta novela, déjenme ejercer la difícil virtud de la caridad y dar algunos datos en torno a El temor de La Fundación. Espero que sirvan para que ninguno de esos críticos pretenciosos a los que antes aludía haga el ridículo en exceso. Al fin y al cabo, no descubro nada nuevo si me confieso aquí como un admirador y estudioso de la obra tanto de Asimov como de Benford.

Al margen del estilo literario, que es el habitual en Benford como no podía ser de otra manera, temáticamente El temor de La Fundación aúna deforma magistral las preocupaciones de Asimov y las de Benford. Como ya he dicho, El temor de La Fundación se centra, como ocurría en Hacia La Fundación, en los últimos años del imperio Galáctico, cuando el profesor Hari Seldon y su equipo están ya cerca del definitivo establecimiento de la psicohistoria. Sin embargo, Benford ha utilizado en ese marco algunos recursos propios que, para mi suerte, yo ya conocía. Se trata de un material que, encuadrado en el universo de la Fundación asimoviana, adquiere una nueva dimensión.

En concreto, la segunda parte de El temor de La Fundación es la reelaboración de una novela corta de Benford que, en 1989, vio la luz con el mismo título que aquí tiene: La rosa y el escalpelo. Ocurre que en 1990, Robert Silverberg obtuvo el premio Hugo de novela corta con Enter a Soldier. Later: Enter Another, publicado inicialmente en junio de 1989 en el Isaac Asimov’s Science Fiction Magazine. Se trataba de una especulación en torno a un encuentro entre Pizarro y Sócrates, reconstruidos en un futuro cercano gracias a técnicas de inteligencia artificial.

En diciembre de 1989 aparecía también un volumen titulado Time Gate, una exploración colectiva de un nuevo universo compartido, en el cual diferentes autores especulaban con el enfrentamiento entre diversos personajes de la historia de la humanidad reconstruidos gracias a esas nuevas técnicas de inteligencia artificial postuladas por Silverberg. En ese interesantísimo volumen Robert Sheckley enfrentaba a Ciceron con Bakunin; Poul Anderson jugaba con el encuentro de Maquiavelo y Federico el Grande de Prusia; y Pat Murphy mezclaba un tanto irreverentemente a la reina Victoria con la Virgen María, la Madre Teresa, Buda, Jesús y Bakunin. Pues bien, en ese volumen colectivo, Gregory Benford intervenía con una novela corta que mostraba el enfrentamiento ideológico y personal entre las reconstrucciones informáticas de Juana de Arco y Voltaire.

Ese es el material que, en 1989, años antes incluso de la muerte de Asimov y del encargo de esta Segunda trilogía de La Fundación, formaba parte del universo temático de Benford. Desde esta novela, se incorpora con pleno derecho al mundo asimoviano de La Fundación donde, evidentemente, va a tener un desarrollo final distinto del que imaginó Benford en 1989.

Pero este no es el único ejemplo que Ilustra la compleja manera en que los universos narrativos de Asimov y Benford se entremezclan en El temor de La Fundación. Por ejemplo, en 1995, Gregory Benford quedó finalista en el Premio UPC de ciencia ficción con una novela corta titulada Inmersión, aparecida después, en marzo de 1996, en la revista SF Age. Pues bien, en esa novela, que también fue finalista del Premio Hugo de 1997, Benford especulaba con humanos que «entraban» en la mente de chimpancés gracias a una nueva tecnología. Es un desarrollo parecido al de la parte quinta de El temor de La Fundación, que aquí lleva por título Panucopia, y en la cual un Hari Seldon turista se divierte (es un decir…) «entrando» en la mente de un curioso primate del planeta Panucopia.

En definitiva, El temor de La Fundación es una obra que, desde el mundo estilístico y temático de Benford, se acerca al universo narrativo asimoviano, patrimonio indiscutible de la ciencia ficción mundial.

En la misma vena personal y al mismo tiempo respetuosa con el legado de Asimov se mantiene el resto de esta Segunda trilogía de La Fundación, una obra llamada a hacer historia en la narrativa especulativa de la mejor ciencia ficción actual, Que ustedes la disfruten.

Miquel Barceló