XV

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AL día siguiente Adrián se presentó a su tío, que le recibió con sorpresa.

—¿De dónde sales? —le preguntó.

Adrián contó lo que le había ocurrido.

—Es una experiencia —dijo don Fermín Esteban—. ¿Y ahora qué piensas hacer?

—Primero esperaré a mi madre y luego veremos a ver cuándo nos vamos.

—¿Estás dispuesto a ir a Méjico?

—Sí, me parece que la vida allí es más fácil que aquí.

—Eso, desde luego.

Unos días más tarde Adrián fue a Lastur a ver a sus parientes. Se las manejó para tomar aire y trazas de mozo aldeano.

Adrián, en cuanto se estableció en Itzar, se puso en comunicación con Dolores, primero por escrito. Le llevaban las cartas los campesinos de Lastur que iban a veces a Azcoitia.

Dolores le contó en la primera carta la boda de su hermana María con Zurbano Bengoa. Se había celebrado la fiesta con gran rumbo; los parientes del novio estuvieron en Azcoitia. La pareja de recién casados fue a vivir a Madrid, donde él iba a desempeñar un cargo importante que le había conseguido su tío en la secretaría de Estado.

María escribía muy contenta de la corte; asistía a reuniones elegantes y llevaba una vida muy de sociedad.

Respecto a Adrián, Dolores le decía que no le convenía aparecer por Azcoitia. Algún enemigo suyo aseguraba que se había constituido prisionero con mucha facilidad, que tenía amistades con los franceses y que en Bayona andaba con terroristas, lo que hacía pensar que formaba parte de alguna Sociedad revolucionaria. Su hermano Pedro no se cansaba de repetirle esto, y si no se lo decía claramente hacía alusiones más o menos veladas a ello.

Su madre estaba cada vez más alejada de todo, más llena de escrúpulos. A ella le reprochaban que no quería salir de casa ni bajar al salón a hablar con don Valentín, a quien, a pesar de ser una buena persona, no lo podía soportar.

Margarita Olano tenía amores con un oficial francés a quien había conocido en Vergara. Ella creía que Margarita el mejor día iba a desaparecer del pueblo. La única que seguía como siempre era la tía Eushebi y la única con quien hablaba y trataba de consolarla.

Por último le decía que estaba decidida a casarse con él y que viera la manera de apresurar la boda, porque estaba segura de que en su casa no consentirían de ninguna manera.

Adrián consultaba y tenía al corriente de todo a su tío don Fermín Esteban. Le contó sus amores con Dolores y sus distintas fases y lo que había ocurrido con la familia y la noticia del escándalo de la señora de Vergara, que lo había trastornado todo.

—¿Y tú qué quieres hacer? —le preguntó su tío.

—Yo, ya se lo he dicho a usted: casarme y marcharme a Méjico.

—¿Cuentas con ella? ¿Está conforme?

—Sí.

—Pues yo no sé cómo te podré ayudar…

—Usted, sino le parece mal, podría escribir una carta al padre de ella, diciéndole la verdad, que estoy enamorado de Dolores, que ella me quiere, que yo tengo fortuna suficiente para vivir allí y que estoy dispuesto a trabajar…

—Bien, bien, no tengo inconveniente…, lo haré.

—Pues muchas gracias, tío; yo buscaré la manera de resolver la cuestión pronto.

Adrián fue a Azcoitia y se metió en casa de su tío don Manuel de Altuna. Este señor se encontraba algo enfermo y con tal motivo no salía aquellos días de casa. Al señor Altuna le interesaban poco los asuntos que no fueran suyos, así que lo que Adrián hiciera o dejara de hacer le tenía sin cuidado.

Adrián se las arregló para conseguir una entrevista con Margarita Olano. Un día que ella salía de misa, Adrián le envió un recado con un chico para que fuera a un rincón de la huerta de la casa de Emparan y allí estuvieron hablando largo tiempo.

Margarita contó lo que había sucedido a las personas conocidas en ausencia de Adrián. Ella, desesperada, en el mayor aburrimiento, se había puesto a aprender latín con su hermano Gastón y comenzaban a traducir los versos de Horacio.

Afortunadamente sus amores con el joven teniente francés, a quien había conocido en Vergara, le impidieron seguir con las traducciones. Sus amores habían sido para ella y para él como un flechazo.

—¿Y es republicano su novio?

—Sí, pero de familia realista y de la nobleza.

—¡Ya se ve que las guerras sirven para algo! —dijo Adrián en broma.

—¿Por qué?

—Porque pueden servir para hacer buenas bodas. ¿Y ahora dónde está su novio?

—Está en la división de Moncey, en Vergara. Cuando acabe la guerra nos casaremos.

Margarita, después de contar su idilio, habló largamente de Dolores. Dijo que le había sorprendido durante algún tiempo verla tan tranquila y tan impasible y muchas veces con su antigua alegría, que le hacía cantar las famosas seguidillas y boleros de otra época. Algunas personas, entre otros Pedro, el hermano, pensaban que se había olvidado de Adrián y que con el tiempo aceptaría la posibilidad de la boda con don Valentín Alegría, pero ella se figuraba que no, que algo debía suceder. Al cabo de algún tiempo, Dolores le dijo con mucho misterio que había tenido noticias de su novio y que cuando volviera al pueblo Adrián sería para casarse con ella.

También habló Margarita de la boda de María con Zurbano: de que los Emparan se habían sentido rumbosos y de que habían invitado a los amigos y a la gente de los caseríos de la familia a una gran comida que dieron.

María, por lo que dijo Margarita, estaba muy guapa y Zurbano muy elegante con su casaca azul a la última moda. El señor Emparan no cabía en sí de satisfacción, y doña Petra había tenido que ir a confesar con el padre Larramendi para que éste le dijera si era permitido derrochar de aquel modo en lujo y hacer aquel gasto, mientras había personas necesitadas. Parece que el padre Larramendi le dio toda clase de seguridades sobre la licitud de aquellos gastos.

Margarita Olano contaba estos chismes con mucha gracia. Al despedirse dijo a Adrián:

—Creo que todo esto va a acabar como los cuentos azules de los niños: con bodas y felicitaciones.

—Así sea; pero yo, mi cuento azul, lo veo un poco verde —dijo Adrián.

—Usted, lo que debe de hacer es ponerse de acuerdo con la muchacha que está de doncella con Dolores y ella le dirá cómo puede usted hablar con su señorita.

—¿Y su hermano Gastón? —le preguntó Adrián.

—¡No me hable usted de mi hermano! —dijo Margarita con enfado.

—¿Por qué?

—Porque le han preparado en el pueblo una boda con una señorita de Legazpia, mayorazga, más vieja que él, que no tiene nada de guapa y que, además, es de mal genio, y él lo acepta.

—Le gustará la mayorazga.

—Así lo dice, pero yo no lo creo.

—Lo mismo podría decir él de su teniente francés.

—No, no es lo mismo. El teniente es muy guapo. Ese Gastón es un infeliz, un cándido. ¡Un chico tan hermoso, que podría aspirar a todo!… Pues nada, quiere enterrarse en un pueblo. Los hombres son muy tontos.

Adrián se rió.

—¡Qué se va a hacer! Hay muchos pareceres en el mundo, y quizá para Gastón eso sea lo mejor y lo más agradable.

—No, no. No estoy de acuerdo. Lo que le pasa a Gastón es que no tiene idea de lo que es.

Adrián se despidió. Al día siguiente, que era domingo, subió al caserío de la muchacha de Dolores y estuvo hablando con ella.

Esta dijo que su señorita ya sabía que él estaba en Azcoitia y que para el día siguiente, por la noche, a las doce, fuera a la huerta y que Dolores saldría a una ventana baja y podría hablar con ella.

A la noche siguiente fue Adrián, entró en la huerta y se encontró con Dolores y hablaron largamente.

Ella dijo que su padre no estaba en contra de él, pero su hermano sí. Le tenía por revolucionario y por afrancesado, le había entrado una pasión política rara y decía que haría todo lo posible por impedir la boda.

—Pues prescindiremos de él.

—Yo estoy dispuesta a concluir, porque me están haciendo una vida imposible.

—Y a mí lo mismo.

—Sí, pero yo creo que tú te consolarás más fácilmente que yo.

—¿Va a volver a salir la señora de Vergara?

—¡No será la única!

—Como quieras.

—¡Sabe Dios cómo habrás andado tú en estos tiempos por Francia!

—¡Sí, he sido un don Juan!

—Búrlate, pero no te creo.

—¡Si no me quieres creer, qué le voy a hacer!

—Unas veces te creo y otras no. Pero, bueno vete ya; no nos vayan a descubrir.

—Pero antes, dime: ¿estás dispuesta a todo?

—A todo.

—Bueno. Entonces pronto tendrás noticias mías.

Adrián estuvo a visitar a don Luis Arvizu, que más que nada le interesaba lo que ocurría en Francia. Le preguntó sobre lo que se decía de Marchena, de Santibáñez y de los demás conocidos que estaban en Bayona y en París.

«¿Qué saldrá de todo esto?», preguntaba el vicario.

Cuando Adrián le dijo que sus asuntos se arreglaban, el cura dijo: «Somos nosotros mismos los que hacemos de la fortuna una divinidad, como ha dicho un poeta latino y como tú debes saber».

Adrián no lo sabía, pero le pareció que no tenía ello gran importancia.