XIV

DESEMBARCO

CUANDO se dispusieron a seguir la marcha, ya la tarde iba cayendo.

—Bueno —dijo el Zomorro a Adrián—, a ver qué decide usted.

—Ya veré.

A lo lejos se veía el cabo de Machichaco que avanzaba en el mar y la costa que se divisaba con sus salientes y entrantes en la luz roja del crepúsculo.

Empezaban a aparecer nubes oscuras por el Oeste y soplaba un viento húmedo y caliente.

La entrada de mar de Elguea era un pequeño golfo triste y solitario, por donde desembocaba el río. Hacia el Este tenía una punta baja y pizarrosa que terminaba en un arrecife verdoso que parecía un gran reptil dormido en el agua. Hacia el Oeste la costa era un promontorio acantilado, calizo y negruzco.

El promontorio sería de una media legua de largo. En el centro se levantaba un edificio como un dado blanco, que era un cuartel. En la punta había un arco que daba la impresión de ser una ruina y varios peñascos negros, verdosos, cubiertos de espuma y batidos constantemente por el mar. Algunas rocas de formas fantásticas emergían de la superficie del agua.

En este promontorio y no lejos de Elguea había una ermita: la de Santa Catalina. El promontorio protegía la ensenada del viento Norte, lo que hacía que el puerto fuera seguro y que los campos de los caseríos adosados a él tuvieran muy buenas cosechas.

El Zomorro dijo a Adrián que si lo prefería, Ishquira y Carramarro, en el bote, le llevarían a la costa, cerca de la ermita de Santa Catalina, y luego él se las arreglaría para ir a su pueblo. Si le parecía mejor seguir hasta Elguea, le llevaría a una taberna del barrio de San Telmo y después le dejaría en un sendero donde un poco después de hacerse de noche no encontraría a nadie y podría llegar a su aldea.

—¿A usted qué le parece mejor? —le preguntó Adrián.

—¿Usted lleva algo comprometedor?

—Yo, no.

—¿Tiene usted salvoconducto?

—Sí. De Francia.

—Entonces vaya usted al pueblo.

Iban navegando cerca de la costa. Adrián miraba ensimismado aquellas rocas negruzcas y las paredes de los acantilados con sus cuevas.

Llegaron a Elguea y fueron flotando entre las aguas fangosas de la ría entre barcas de pescadores, sobre manchas de aceite y alguno que otro gato muerto inflado que subía y bajaba con la marea. Atracaron en el muelle y salieron a la taberna del barrio de San Telmo, donde se reunieron a cenar el Zomorro, con Ishquira, Carramarro y Adrián.

—¿Usted conoce los caminos de aquí? —preguntó el Zomorro a Adrián.

—Sí.

—¿Pero usted no sabe dónde están los guardias franceses ahora?

—No, no, eso no lo sé.

—Bueno, pues cuando oscurezca, Ishquira marchará al barco y encenderá el fanal. Esto querrá decir que los que hacen la guardia arriba han bajado al pueblo. Carramarro mirará por el camino y si ve que no sube nadie me avisará y yo apagaré la luz de esta ventana, lo que querrá decir que usted podrá empezar a subir y que el camino estará libre. De todas maneras no vaya usted por el camino ancho. ¿Comprende?

—Sí.

—Por las veredas bajarán los soldados franceses que están de guardia en los altos y se reunirán en el pueblo. Cuando hayan bajado los que están en los altos y no hayan comenzado a subir aún los del pueblo toma usted el camino para arriba y adelante.

—¿Y mientras tanto qué hago? ¿Esconderme aquí o empezar a subir?

—Creo que es mejor que salga usted y vaya escondiéndose mirando siempre la luz de la ventana y cuando se apague, ¡hala!, ¡arriba!

Adrián estrechó la mano del patrón del Shagu-Sharra y de sus marinos, subió por el monte y se escondió entre los matorrales, mirando siempre a la luz de la ventana iluminada de la taberna. Cuando se apagó ésta, echó a andar por el monte y en dos horas se acercó a Itzar. Entró en el pueblo, saltó la tapia de la huerta de su tío y se echó a dormir en la cuadra para no llamar la atención en las casas de alrededor.