XIII

EL PATRÓN DEL «SHAGU SHARRA»

EL quechemarín o patache —Adrián no sabía distinguir con exactitud la diferencia entre un barco de un nombre del de otro— se llamaba el Shagu-Sharra (el ‘Murciélago’), Únicamente Adrián sabía que los dos nombres indicaban una embarcación pequeña con velas sin cruces para travesías cortas.

El patrón del Shagu-Sharra era un hombre alto y mofletudo, la cara grande y colorada, la boca hundida, de labios pálidos y finos, una boca de diplomático en su cara de mascarón de proa y una expresión irónica y burlona en sus ojos azules y pequeños.

El hombre andaba balanceándose como una fragata, llevaba un traje de tela gruesa y dura, gorro rojo, que entre los vascos llamaban el chano, y unas botas pesadas como gabarras.

El patrón de aquel barco tenía por apodo Mascarón. Este vocablo sonoro representaba bien el tamaño y la prestancia del aludido.

En vascuence le llamaban el Zomorro, palabra que quiere decir al mismo tiempo el ‘Insecto’, la ‘Máscara’ o el ‘Espantajo’.

Mascarón o el Zomorro, por servir a don Cipriano de Anduaga, a quien debía favores, le dijo a Adrián que haría lo que se le indicara.

—¿A dónde quiere usted ir? —le preguntó después.

—A Elguea.

—Bueno. Yo también voy allá. ¿No le conviene a usted que le vean?

—No.

—Bien. Si usted quiere, esta noche va a dormir al almacén mío y por la mañana le meto en una barrica y le llevo al barco, y cuando estemos fuera de los puertos sale usted.

—Estoy dispuesto.

Adrián durmió en el almacén sobre unos sacos, expuesto casi a la asfixia, por el olor a pescado, y a la mañana siguiente, «Mascarón» y dos marineros le invitaron a entrar en una barrica grande y clavaron la tapa.

Luego cargaron con la barrica en una rastra, que allí llamaban lera, tirada por un buey, la llevaron a una escalerilla del muelle y la bajaron al barco.

Adrián, metido en la cuba, pensó que el Shagu-Sharra tardaba demasiado en salir, se sintió varias veces a punto de marearse, y ya cuando le libertaron de su encierro y salió a cubierta respiró a gusto.

Habían salido del puerto remolcados por una lancha, y al llegar fuera de la bahía largaron las velas y se pusieron en rumbo.

El Zomorro tenía como marineros dos chicos, uno al que llamaba Ishquira, en vascuence ‘Quisquilla’, y al otro Carramarro, o sea, ‘Cangrejo’.

Como la mayoría de los apodos, éstos tenían su exactitud relativa, porque Ishquira era encorvado, flaco, rojizo y pecoso y podía recordar a un camarón cocido, y Carramarro era un tipo moreno y greñudo, con los brazos largos, las manos como zarpas y cierto aire sombrío y agresivo.

Ishquira y Carramarro disputaban con frecuencia. El Zomorro, para cortar su riña, desde la popa, donde hacía de timonel, gritó con voz de trueno:

—¡Ishquira! ¡A limpiar la bodega! ¡Carramarro! ¡A sacudir los sacos! Aquí hay que trabajar… alguna vez.

Los dos mozos estaban sin reñir; pero al poco tiempo volvían otra vez a la pelea.

Adrián celebró mucho las frases de Mascarón (el Zomorro). Tenía éste un pesimismo ameno y divertido. Era un humorista ocurrente. Todo le parecía que marchaba lo peor posible en este mundo de los fenómenos. Nadie tenía buena intención. Cuando el Zomorro vio pasar un barco grande con unas velas viejas, que sin duda iba en busca del puerto, dijo:

—Ese ya se hundirá el mejor día.

—¿Por qué se va a hundir? —le preguntó Adrián.

—Porque no saben. No son marinos. ¿Qué van a hacer esos desgraciados? Un día u otro irán al fondo del mar.

Adrián, que escuchaba sonriendo las opiniones del patrón, le dijo:

—¡Hombre, todo no va a ir siempre mal!

—¿No? Así me parece a mí. Cada vez peor. ¿Y usted de qué país es?…, si se puede saber.

—Yo soy americano.

—¿Y de dónde?

—De Méjico.

—¡Hombre! Yo he estado en Cuba…, ¡qué vida más hermosa aquélla!… la de los ricos…

—¿Buena?

—¡Uf…! Las mujeres y los hombres siempre en el columpio… fumando y con el abanico en la mano…; eso es vivir…, y los pobres a que le piquen a uno las moscas, las arañas, las avispas y las víboras…; qué vida más arrastrada la nuestra…: todas las miserias…, agua, lluvia, tormentas, cucarachas…, y luego comer unas berzas…; esto no vale la pena…, los ricos sí ya comen bien, ¿eh?…, buenos pollos y langostas…; pero nosotros…, basura…

—No es para tanto. Con esas ideas no se habrá usted casado.

—¡Yo casarme! No, no —dijo el Zomorro—. ¿Para qué? ¿Para que la mujer se entienda con el amigo y los hijos le quiten a uno el dinero y la suegra le quiera a uno envenenar…? No, no.

El contraste de lo que decía el patrón con su cara sonriente y alegre era tan cómico que Adrián se echó a reír a carcajadas.

Al poco tiempo se produjo la eterna pelea entre los dos marineros, y el Zomorro, desde popa, gritó:

—¡A callar!, ¡granujas!, ¡verdugos!, ¡piratas…! Estos le comerían a uno vivo…; ni el diablo los tomaría de balde…, y haría bien…; siempre han de estar riñendo…; yo no sé de dónde sale esta casta…; no quieren más que hacer daño…; a esa cueva del castillo de San Sebastián, donde dicen que hay un dragón que llaman Erensugue o Eganzuguía, les llevaría yo…, para que no quedara de ellos más que los huesos…; son peores que la tiña…; ¡qué gente la de hoy!

—¿Usted cree que la gente de ahora es peor que la de su tiempo? —le preguntó Adrián.

—¿De los de mi tiempo…? Tampoco me fío nada…, no…, ni de hombres ni de mujeres… Ellos, de bolina, ¿eh…?, y los demás con viento contrario…; hay cada ollagarro.

El recuerdo de este molusco, el pulpo, le llevó al Zomorro a hacer comparaciones entre las personas y los animales marinos, como tiburones, delfines y marsopas.

Adrián iba muy divertido con su charla. A pesar de sus palabras agrias, le parecía el patrón del Shagu-Sharra un buen hombre.

Y juzgándole así, le contó lo que le había pasado y cómo había sido hecho prisionero durante la guerra en Francia.

El Zomorro le dijo que si temía ser perseguido para que no se fijasen en Elguea los franceses quién desembarcaba de su patache, sería mejor llegar al anochecer.

Comerían en el mar. Ishquira haría una buena comida y pasarían el tiempo pescando. Así lo hicieron. Cogieron muchos peces corcones y panchos y otro más grande que parecía una lubina. Se encendió el hornillo y se limpiaron los peces. Se hizo para comenzar una sopa con pan, cebolla y pimienta; después el guiso de los pescados y después unos trozos fritos de cecina. Se sacó vino, se hizo café fuerte y se sentaron a comer.

«Esto es sano —dijo el Zomorro—; a mí que no me hablen de ir a pasear entre señoritos ni de ir al teatro… ¡Aj! ¿Para qué…? Mejor es esto, ¿verdad…? Aire fresco del mar…, y si se ha bebido un poco de más echar un sueñecito…»

Después de comer se tomó el café y se bebió un poco de ginebra inglesa que guardaba el patrón para las grandes ocasiones y se durmió alternativamente. Se cantaron muchas canciones. Los tres marineros tenían mucho oído y sabían hacer la escala baja del acompañamiento con afinación. Adrián no tenía desarrollada tal facultad. En esto parecía más americano que vasco.

El Zomorro, con la cara jovial y sonriente de los días felices, cantó esta canción jaculatoria, un tanto cómica, de un donostiarra que habitaba en Cuba:

Kafia hartutzen det

Egunian bi aldiz

Baita pasiatu ese

Nahi denian zaldiz

Purua erre eta

Osasuna berriz

Aita hau bizi modua

Donostiyan banitz!

(‘Tomo café dos veces al día, también paseo y cuando tenga ganas lo hago a caballo. Fumo puro y tengo además buena salud. ¡Padre, qué manera de vivir si estuviera en Donosti!’ [es decir, en San Sebastián]).