XII

EL SEÑOR DE ALZATE

ADRIÁN buscó al hijo de don Rafael, el farmacéutico de Oyarzun, y éste le llevó por la tarde a una casa de la plaza Nueva, donde vivía el secretario del Ayuntamiento, don Sebastián Ignacio de Alzate.

Esperaron un momento en el vestíbulo. En la pared de éste había una estampa grabada con el título: Plano de la plaza y puerto de San Sebastián, capital de la provincia de Guipúzcoa. El plano se hallaba dibujado por el brigadier don Vicente Tofiño el año 1788.

Adrián, que no conocía la ciudad, al menos con detalles, contempló el plano con atención, porque pensaba que le podría servir de mucho. El pueblo estaba respaldado por el Castillo o monte Urgull, y fortaleza y ciudad formaban una pequeña península. Hacia la entrada del pueblo había una obra exterior de fortificación constituida por lo que llamaban un revellín, o sea un baluarte central en ángulo y un hornabeque formado por dos baluartes laterales también en ángulo y unidos por un muro intermedio.

Después venía la muralla. Comenzaba en el extremo de la ciudad que daba a la bahía, donde estaba el baluarte de San Felipe, y seguía dando vuelta a la urbe. Tenía otros fuertes con nombres pintorescos, el cubo Imperial, el baluarte de Santiago, la torre de Santa Catalina, el cubo de los Hornos, el de Amezqueta y la batería de San Telmo. La parte del pueblo que daba al Castillo no tenía cerca de las casas ni muralla ni fuertes. Estos se hallaban en los altos del monte Urgull. Por el lado del puerto, la ciudad tenía también su muralla. No había más entradas que dos: la de Tierra, que cruzaba el Revellín, el Hornabeque y el cubo Imperial y la del mar, que daba al puerto.

Adrián pensó que le sería más difícil salir de allá que le había sido entrar. Adrián pasó a ver al señor Alzate con intenciones de ganar su benevolencia. El señor de Alzate era un señor de unos cuarenta a cincuenta años, de mediana estatura, con el pelo cano y la cara afilada y expresiva. Llevaba el pelo largo y vestía como un currutaco. Adrián le contó algunas de sus aventuras y le dijo que en Méjico había conocido de chico al naturalista don José Antonio de Alzate, sin duda pariente suyo.

—¿Decía él que tenía parientes en San Sebastián? —preguntó el secretario.

—Sí.

Adrián no le había oído decir esto. El secretario celebró mucho que hubiera conocido a este pariente suyo, y le preguntó después varias veces por el párroco don Fermín Esteban, de quien se hablaba por sus trabajos científicos.

Cuando supo cuáles eran los deseos de Adrián, le dijo que por el momento no saliera del casco de la ciudad. Si quería pasear y tomar el aire, podía ir al Castillo, en donde nadie le diría nada ni le pediría los documentos. Dos o tres días después don Sebastián vería si le podía proporcionar papeles para salir al campo. Don Sebastián Ignacio habló de la petulancia de los franceses al entrar en el pueblo; del despotismo de los convencionales Pinet y Cavaignac, que habían exigido que se levantara la guillotina en la plaza Nueva, como amenaza, y de la conducta de los oficiales, a pesar de su fama de moderados.

Un día de verano, el representante Jorge Chaudron Rousseau y el jefe de división Moncey y otros militares franceses, reunidos en la sala del Ayuntamiento, llamaron a los concejales del pueblo y les ordenaron que vitorearan a la República y a la Convención, y como muchos quedaron sorprendidos y sin saber qué hacer, Moncey sacó el sable y gritó: Foutre! Comment donc! Il faut acclamer la Republique! Este Moncey, que decían que era hombre culto, al entrar en Vergara había dejado que saquearan la biblioteca del Seminario.

Veinte años después, el mariscal Moncey, que era duque de Conegliano nombrado por Napoleón, entraba en España con los soldados del duque de Angulema al grito de ¡Viva el Rey!

Napoleón decía en su tiempo de Moncey: «Es el hombre más honrado del Ejército». Es posible que moral privada la tuviera; en moral pública debía de estar a la altura de los demás mariscales del Imperio, porque Moncey pasó fácilmente de «¡Viva la República!» a «¡Viva Napoleón!» y después a «¡Viva el Rey!», y hay que pensar que probablemente hubiera pasado con la misma facilidad a gritar «¡Viva la Pepa!».

Don Sebastián Ignacio de Alzate no tenía simpatía por los franceses. Pensaba que se mostraban muy partidarios de la libertad en teoría, pero que en la práctica eran tan déspotas como cualquiera. Respecto a los acontecimientos ocurridos en el pueblo, aseguraba que los que desde Madrid les reprochaban la rendición de la plaza no sabían lo que se decían.

San Sebastián no había tenido fuerzas para defenderse; las baterías del Castillo no tenían cañones, ni tampoco las de la Brecha, del Hornabeque y de San Telmo. No había agua, y el pequeño acueducto de la ciudad podía cortarse desde fuera muy fácilmente. No había tampoco vituallas. Los paisanos habían estado haciendo guardias sin municiones. El alcalde Michelena se había rendido porque no había podido hacer otra cosa, pero sus enemigos le reprochaban que era de la Sociedad de Amigos del País, que empezaba por entonces a hacerse sospechosa como liberal.

Cierto que había en la ciudad algunos exaltados republicanos, como don José Javier Urbiztondo, pero eran muy pocos y sin influencia en la población.

Otras gentes por la que no experimentaba tampoco la menor simpatía el señor de Alzate eran los eruditos, que querían desvalijar los archivos de los pueblos y llevarse los documentos a la capital, como si las provincias no tuvieran derecho a conocer su historia. Él sentía curiosidad por el país vasco y no quería que se llevasen los documentos del pasado.

Últimamente había recibido la visita de un abate francés expulsado de Francia por monárquico, que pretendía que se le dieran libros y papeles para escribir con el tiempo una historia del país.

—¿Es historiador conocido? —preguntó Adrián.

—No. Es un señor Yharce de Bidassouet, muy charlatán y muy loco. De Madrid me están pidiendo también documentos; pero yo no los mando, porque los perderán o se quedarán con ellos.

—Sí, hace usted bien —dijo Adrián.

—Quieren que les dé el trabajo hecho. Unos señores eruditos, Abella, González Arnao, Marina y Traggia, me mandan un interrogatorio largo para que yo aclare sus dudas, porque dicen que están preparando un Diccionario de las provincias Vascongadas que publicará la Academia Española de Madrid. Está muy bien, pero yo no voy a dejar mi trabajo para hacer el suyo. Lo mismo me pasa con el marino Vargas Ponce que de cuando en cuando me escribe preguntándome sobre los objetos artísticos de la provincia y diciéndome que conteste quién es el autor de éste o del otro cuadro, cuánto le pagaron por hacer tal obra de arte. ¿Yo cómo lo voy a averiguar?

Al secretario le habían asegurado que tanto Vargas Ponce como don Juan Antonio Llorente habían sido encargados por Godoy de buscar documentos antiguos vascongados con objeto antifuerista.

Después de estas divagaciones, el señor Alzate volvió a hablar de la situación de San Sebastián y de la provincia. Las noticias de la guerra no eran buenas. Los franceses se acercaban a la provincia de Vizcaya y los españoles no tenían bastantes tropas para oponerse a ellos.

Por otra parte, desde que los franceses habían entrado en Fuenterrabía y luego habían ocupado San Sebastián, había tipos exaltados que querían hacer, unos de Guipúzcoa y otros de las tres provincias vascas, una República independiente. Alzate no quería hablar de las personas que así pensaban, pero las conocía muy bien.

Adrián explicó su caso. El secretario le prometió que le conseguiría un salvoconducto, y le advirtió que no dijera que era estudiante del Seminario de Vergara, porque estos estudiantes tenían fama de republicanos y de afrancesados, lo cual comenzaba a ser peligroso entre la gente del pueblo.

El señor Alzate le dijo que, metido en San Sebastián, no le pasaría nada. Ahora, si salía, sería otra cosa. En tal caso, debía de salir por mar. En la Puerta de Tierra, que pasaba por la plaza Vieja, había normalmente mucha vigilancia; pero en el puerto no había tanta.

El señor Alzate le recomendó al último que fuera a ver a don Cipriano de Anduaga, de la Sociedad de Amigos del País, que vivía en San Sebastián, y le acogería bien.

Adrián se despidió del secretario dándole las gracias más expresivas.

Don Cipriano de Anduaga, a quien fue a ver después, llevó a Adrián al Castillo, subieron al Macho y estuvieron en la terraza. Aparecieron en esta plataforma por un subterráneo del centro del suelo por donde pasaba la escalera. En un extremo de la azotea había una garita y una campana.

Desde allí se veía la ciudad a vista de pájaro. Era un cuadrilátero con su muralla. Las calles estaban tiradas a cordel y casi en el centro mismo de la población se abría el espacio de la plaza Nueva. Sólo las dos torres pequeñas de la iglesia de Santa María se levantaban sobre los tejados.

Alrededor brillaba el mar y el anfiteatro de los montes, entre los que se destacaba la Peña de Aya.

Los dos caminos principales que partían del pueblo de la Puerta de Tierra, uno seguía la bahía y el otro cruzaba el Urumea, por la Zurriola, y pasaba después un puente de madera. A lo largo de los caminos seguía una fila de árboles. En el puerto se veían algunos barcos pequeños.

Don Cipriano se enteró de los planes de Adrián. Le dijo que le parecía difícil marchar por el campo sin llamar la atención y sin producir alarma.

Probablemente, según él, lo más fácil sería salir en un barco.

Él conocía a un consignatario llamado Goñi que quizá le podría resolver la cuestión. Adrián fue a verle y habló con él.

El consignatario le dijo que se enteraría de si salía del puerto algún patache o quechemarín que parara cerca de Elguea.

Adrián fue varias veces al muelle por la Puerta del Mar y anduvo hablando con pescadores y marinos y el consignatario le dirigió a un patrón que iba a Elguea y traía de allá cal hidráulica. Su barco, en aquel momento, estaba anclado en el muelle llamado Gay Arriba.