XI

PROSIGUE EL VIAJE

A los tres días de estar en «Chacur chulo», un sábado por la noche Adrián pasó a la orilla izquierda del río en la lancha del Arranchale, llevada por Zanquelio. Le esperaba un hombre de Zalain avisado, que le acompañó a su casa, donde Adrián durmió.

A la mañana siguiente el hombre de Zalain, apodado Bildoch (‘cordero’), y Adrián, fueron los dos por una cuesta muy empinada del término de Lesaca a la ermita de San Antón.

Esta ermita tenía una tienda al lado y un puesto de soldados franceses. En la tienda, que era al mismo tiempo posada o venta, había una mesa larga, y allí estaban varios campesinos comiendo y bebiendo.

Se sentaron Bildoch y Adrián entre ellos. Adrián convidó a beber vino a unos jóvenes de un poblado llamado Arichulegui, y, reunido con ellos, fue a un caserío de este pueblo, donde durmió.

Por la mañana le dijeron que una muchacha iba a llevar un cordero y unos quesos al Oyarzun. Saldrían al amanecer.

A Adrián le despertaron y se vistió rápidamente. La luna llena en el cielo iba acercándose a su ocaso. Brillaba sobre las nubes blanquecinas de poniente, en las rocas de las montañas y en las piedras de los caminos.

La chica que le acompañaba era una chica muy fresca y sonriente. Amaneció y comenzó a brillar el sol. El campo estaba hermoso y muy verde. La Peña de Aya erguía sus picos en el cielo azul, y un monte llamado Copa arri, o ‘Piedra de la copa’, mostraba por aquella parte una pared escarpada. Mejor le hubiera cuadrado el nombre de copa a uno de los valles que tenía la forma redonda.

Cuando iban por el monte vieron un círculo formado por piedras no completo, porque faltaban algunas.

—¿Qué es eso? —preguntó Adrián.

—Yo no sé lo que es —contestó la chica—. Le llaman Mairu-baratza.

—¿Qué quiere decir Mairu-baratza?

—Será ‘Huerta de moros’.

—¿Huerta de moros? ¿Aquí, sobre estas peñas? ¿Y dónde no ha habido moros?

—Dicen que en la Peña de Aya —explicó la chica— había hace muchísimos años minas de oro, de las que aún se ven muchísimos pozos y galerías y que antes de la noche solían aparecer unos enanitos enmascarados, que llamaban los inchisuac, que salían de las galerías con sacos al hombro llenos de riquezas.

—¿Y a dónde iban?

—¡Ah! No sé.

—¿Y tú crees eso?

—Yo ni creo ni dejo de creer, pero dicen que hay en esas minas unas galerías muy grandes y de cuando en cuando plazas con palacios e iglesias. Muchos que han entrado han muerto y no se ha vuelto a saber nunca lo que hay dentro.

Volvía otra vez lo maravilloso a presentarse ante Adrián.

Siguieron hablando, y al despedirse le preguntó a la chica:

—¿Volverás por Arichulegui?

—Sí, mañana o pasado.

—¿Y me darás un beso?

—¿Por qué no?

Adrián la besó en las mejillas.

—¿Qué eres tú? —le preguntó la muchacha—. ¿Qué haces?

—Yo soy un inchisua —contestó él.

La chica se echó a reír a carcajadas y se marchó muy alegre.

Adrián, al llegar a Oyarzun, fue a casa del pariente de Zabaleta donde antes había estado. Le recibieron muy amablemente y le dijeron que avisarían a Pedro para que viniera a verle.

Pedro Zabaleta estaba por la tarde en Oyarzun. Encontró, por lo que dijo, a su amigo Adrián muy delgado, muy tostado por el sol y bastante cojo.

Adrián contó a Pedro todas las peripecias de su vida y le dijo que ya no tenía más idea que marcharse a Méjico con su madre, casado con Dolores.

Por la noche fueron a la Botica Vieja y el farmacéutico, don Rafael, le recibió con amabilidad.

Allí se seguía hablando de la guerra con los franceses. Estos tenían ya muchas fuerzas y avanzaban con rapidez. A fines de junio de aquel año habían invadido todo el territorio del Baztán, el primero de agosto estaban en Fuenterrabía y el 4 de septiembre en San Sebastián. Don Rafael, que había visto la guillotina en la plaza Nueva de este pueblo, estaba espantado. Sin duda, la rapidez de funcionamiento del aparato que llevaba el nombre del doctor Guillotin le hacía creer que desde entonces se iban a cortar cabezas con una gran velocidad y a toda máquina.

Don Rafael preguntó un día a Adrián:

—¿Y usted, qué piensa hacer?

—Voy a ver si me marcho a mi pueblo y a mi casa.

—Supongo que le será a usted fácil. Lo difícil es salir de Francia y cruzar la frontera.

—Sí, lo que me falta ahora son los papeles para España.

—Yo tengo a mi hijo mayor, Ignacio Ramón, en San Sebastián, viendo si encuentra allí local para establecer una imprenta. Vaya usted a verle y él quizá le resuelva la cuestión.

Adrián descansó unos días en Oyarzun y tras ellos salió con un arriero llamado Mandashay de noche camino de Astigarraga.

Mandashay llevaba un caballo viejo con algunas mercancías.

Mandashay era hombre de cincuenta o sesenta años, un poco cojo, con la cara afilada, el pelo blanco y los ojos grises. Al verle, parecía que andaba despacio, pero a su lado y a su paso era imposible seguirle. Fumaba en una pipa pequeña de barro tabaco muy malo y hablaba de manera confusa. No decía nada claro, y Adrián, la mayoría de las veces, no le entendía. En vista de ello, tomó la determinación de contestar a sus frases con palabras ambiguas que no querían decir nada. Estas contestaciones parecían agradar al arriero Sin duda, más que los conceptos, le gustaban los sonidos de las palabras.

Mandashay era muy parecido a su caballo, como si fueran los dos de la misma raza.

Mandashay, que no decía nada claro, tenía un oído y una astucia de salvaje; advertía a los que venían por el camino desde lejos, y aquí se paraba y allí se desviaba de la carretera por motivos únicamente conocidos por él.

Llegaron de noche a Astigarraga, durmieron en una venta de este pueblo, que estaba en una gran casa antigua de color amarillento y de muchas ventanas, y al amanecer, antes del alba, se reunieron con los grupos de campesinos que iban a San Sebastián a llevar verduras al mercado.

Se detuvieron Mandashay y Adrián un momento en un alto al lado de un puente. Mandashay le dijo a Adrián que los franceses desconfiaban de las gentes que llevaban capa, pensando que bajo ella podían llevar armas. Por este motivo, el capote del joven lo cargaron sobre el caballo.

De nuevo echaron a andar hacia Donosti. Se veía la ciudad recostada sobre el monte Urgull como una pequeña península. En primer término, la muralla parda, rojiza, que marcaba con una línea recta el caserío a la altura de los tejados. En medio un baluarte de color de tierra, y en el centro de éste, una muralla baja; luego, por encima los tejados, las torres de Santa María y de San Vicente, y en el Castillo, los traveses que iban trazando zigzag y cortaban la masa verde de los glacis, que terminaba en lo alto en un torreón amarillento.

San Sebastián, en esta época, aparecía rodeado de su muralla, de la que salían las torres, no muy altas, de las iglesias, y en el fondo el monte Urgull. Acercándose, se veía que desde el campo no tenía más que una entrada que daba a la Puerta de Tierra. El camino cruzaba una fortificación con un lienzo de muro y dos baluartes a los lados, que formaban el hornabeque de San Carlos y salía después a la plaza Vieja, espacio rectangular, alargado, próximo a la muralla, con algunos arcos y una fuente.

Hacia el lado del muelle había un baluarte; hacia el lado contrario, por donde estaba la salida del Urumea, dominando los arenales de la Zurriola, había varios fuertes. Los caminos principales que salían del pueblo eran dos: uno iba por la orilla de la Concha y después hacia el interior de la península, y el otro atravesaba con un puente de tablas el Urumea y se dirigía hacia Francia.

Mandashay y Adrián pasaron las puertas y entraron en la plaza Vieja, espacio estrecho y rectangular donde desembocaba el camino. Esta plaza era el lugar de reunión de los desocupados de la ciudad que iban a ver a los que llegaban por la Puerta de Tierra.

En la plaza Nueva, a la que luego se le llamó de la Constitución, se señalaban por entonces cuatro piedras sobre las que había estado armada durante algún tiempo la guillotina por orden de los convencionales franceses.