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TEODOSIA, LA AGOTE

A los dos o tres días, el Arranchale apareció en la casa con un hombre joven de unos treinta a cuarenta años, que presentó a Adrián. Este hombre había estado en Méjico, en Texas, guardando ganado. Como el pescador le había dicho que Adrián era de Méjico, venía a conocerle. Era de un caserío próximo a orillas del Bidasoa, llamado Garayar, y le llamaban así con el nombre de su casa.

Hablaron Adrián y Garayar de América, de su vida y de sus aventuras. Garayar explicó después cómo hacía contrabando y por dónde. Adrián narró su viaje desde Bayona y el paso de la frontera con Chuloca, la supuesta agote.

Entonces el de Garayar, que se las daba de conquistador, habló de un encuentro que había tenido él con una chica agote de Arizcun.

—Hace tres o cuatro años —contó Garayar—, en época de verano, había estado yo en Irún una temporada en casa de un conocido y socio. Al volver a mi casa en un carricoche paramos en el portazgo y me registraron. Había allí una muchachita con un paquete en la mano que sin duda esperaba a ver si llegaba algún coche para tomarlo.

—¿Qué te pasa? —pregunté a la chica.

Ella no se atrevía a contestar. Por lo que dijo el del portazgo, había querido ir en un coche que había salido de Irún, pero el cochero le pidió más de lo ordinario y ella no se decidió.

—Bueno, ¿a dónde quieres ir tú? —le dije.

—Yo, a Vera.

—¡Hala, pues, sube!

No se atrevía.

—¡Anda, arriba!

—¿Y qué me va usted a llevar?

—Yo, nada.

Le di la mano y la ayudé a subir.

No había manera de hacerla hablar. Era una chica de ojos claros, pelo ceniciento, la expresión triste y un poco humillada. Nada del tipo alegre de la chica que ríe de nuestra tierra, ni del aire atrevido de la americana, ni de la muchacha de genio fuerte que contesta con desgarro a las tonterías que se le dicen. No tenía ni curiosidad ni atrevimiento.

—Te tiene miedo —me dijo el cochero.

—A mí no me ha tenido miedo ninguna mujer —le contesté yo.

—Pues ésta te lo tiene.

Evidentemente, no se atrevía a hablar, y cuando yo le decía una broma o acercaba la mano a la suya, la retiraba con temor.

Era una chica de diecisiete o dieciocho años, muy bonita, muy silenciosa, muy humilde y muy callada. Por más esfuerzos que hice yo para hacerle hablar con franqueza, no contestaba más que con mucho miedo.

Le arranqué con habilidad que se llamaba Teodosia Zabalena y que iba a casa de un tío suyo a pasar unos días. El tío se llamaba Cruz Zamacoitz y era tornero y cestero. Vivía y tenía la tienda en una calle pequeña que iba del camino a la plaza de Vera.

—¿Y qué hace tu tío como tornero?

—Hace ruecas de esas con rueda que se mueven con el pie.

—¡Ah!, sí, como las que hay en Francia. ¿Y qué cestas hace?

—Hace cestas de todas clases y canastillas para la iglesia.

—Yo creía que las cestas ésas las hacían los gitanos.

La chica pareció avergonzarse.

—¿Así que tu tío se llama Cruz?

—Sí, la gente le llama Curuch.

—¿Y tú dónde has estado? ¿En Irún?

—No, yo no he estado en Irún; he estado en San Sebastián en casa de una familia.

—¿Y quiénes eran?

—Unos americanos.

—¿Y ahora vas a Vera?

—Sí.

—¿A casa de tu familia?

—No; mi familia vive en Arizcun.

Llegamos cerca de Vera. Yo la agarré de la mano y le dije cuatro cosas. Ella, un poco confusa y avergonzada, bajó del coche y subió de prisa por una callejuela en cuesta y desapareció.

Bajé yo también y me despedí del cochero, que era amigo.

—Esto no lo dejo así —pensé yo.

Saqué un pañuelo que llevaba para mi madre, subí por la callejuela en cuesta, y en un portal, antes de llegar a la plaza de la iglesia, vi a un hombre grueso, rojo, de unos cincuenta años, canoso y con antiparras, que me miraba con suspicacia.

—¿Usted es Curuch? —le pregunté.

—Sí.

—Pues su sobrina, la Teodosia, ha venido conmigo en el coche y yo no sé si será ella la que se ha dejado este pañuelo.

—No creo —me dijo el tornero—, pero se lo preguntaré.

Entró el hombre en un cuarto próximo y oí a la chica que decía desde dentro:

—Yo no he perdido nada, nada; no he perdido nada. Ese pañuelo no es mío.

El tornero me lo dijo y yo salí de casa y fui a ver a un amigo contrabandista. Hablamos de nuestros asuntos y luego le pregunté:

—Oye, ¿quién es ese Curuch que vive en la cuesta que sube a la iglesia?

—¿El tornero?

—Sí.

—Pues es un agote.

—¿Y eso qué es?

—No sé. Esos vienen de por ahí, del Baztán, y la gente los desprecia. Deben de ser gitanos o medio gitanos.

Yo no había oído hablar de los agotes.

Volví a Vera a los pocos días y supe que la chica, la sobrina del tornero, se había marchado a Arizcun.

Era por la época de fiestas en este pueblo, y me fui allá.

En la posada me hablaron mucho de los agotes y me dijeron que el barrio de Bozate era agota erri (‘pueblo de agotes’).

Los que no lo eran y se consideraban vascos puros se llamaban a sí mismos perlutas, e insultaban a los agotes diciéndoles: agota ziquiñac (‘sucios agotes’). Los agotes les motejaban a los otros de viejos pecheros (pechero zarrac). Los agotes, según los vascos, era gente de vida impura, medio gitanos, que se casaban entre los de la misma familia, parientes próximos y hermanos con hermanas.

Como a mí me gustaba la chica, fui a verla a una casa muy pobre y le dije que si quería me la llevaba a América y me casaba con ella, que allí no se sabía lo que era ser agote.

La Teodosia tenía una desconfianza enorme. Pensó que yo fingía el que no me importaba nada que ella fuera agote para engañarla y dejarla después. E insistió en esto tanto, que ya me pareció muy estúpido, y le dije: «Bueno, bueno. Entonces nada».

Tras de oír la relación Adrián y el Arranchale le preguntaron a Garayar:

—¿Y cómo terminó eso?

—Terminó ahí. Ya no la he vuelto a ver.

—¿Y qué le pasó a la chica?

—No sé; creo que se casó con un pariente y anda la pobre hecha una vieja sin dientes, cubierta de harapos y trabajando en el campo.

—Quizá era lo que le convenía más —dijo el pescador filosóficamente.

—Sí, puede ser —replicó Adrián.