VIII

LAMIAS Y CASCAROTAS

DESPUÉS de cenar, Adrián y la hija de Zizari, Chuloca, de verdadero nombre Graciana, salieron por una estrecha vereda. El tiempo estaba oscuro y llovía, los caminos se hallaban llenos de charcos.

Al avanzar la noche comenzaron a pasar las nubes atropelladamente por el cielo y salió la luna.

La hija de Zizari, Chuloca, unas veces hablaba, pero en algunos sitios en donde sin duda creía que había vigilancia se callaba. Dieron vueltas y más vueltas, y Graciana, al cabo de unas horas, llevó a su compañero, después de rodear un poblado, a una gran cueva, en la que no se veía nada.

—Dame la mano —dijo Chuloca.

Adrián le dio la mano y fueron bajando hasta la orilla de un arroyo.

—Ahora espérame aquí —añadió la chiquilla.

Adrián se quedó solo. Sus ojos se iban acostumbrando a la oscuridad y veía a sus pies el arroyo que brillaba pálidamente y a la salida de éste un arco por donde entraba la claridad de la noche.

Al poco tiempo volvió la muchacha con un fajo grande de helecho seco.

—Vamos a sentarnos aquí y a comer un poco.

La muchacha sacó una bolsa en donde llevaba queso, pan y una botella de vino. Devoraron el pan, el queso, las manzanas y bebieron el vino.

—¿Cómo te llamas tú, chica?

—Me llaman Chuloca.

—Ya lo sé. ¿Pero tu nombre verdadero?

—Mi nombre verdadero es Graciana de Salaberry.

—Tú debes ser noble.

—Puede ser.

—Bueno, Graciana. Vamos a dormir.

Adrián echó el capote en el suelo y la chica y él se cubrieron el cuerpo y apoyaron la cabeza en el montón de helecho.

Cuando Adrián se despertó ya había amanecido. La primera impresión fue de sorpresa y de espanto. Creía que estaba soñando. Se encontraba en la cueva de Zugarramurdi, la cueva de las Lamias, célebre en la brujería vasca. El techo alto, las paredes llenas de anfractuosidades, el arroyo que corría sin ruido por el fondo, todo esto le sobrecogió. La soledad, el miedo a la noche y a lo maravilloso se le impusieron.

En los momentos de desanimación y de apuro llegaba a creer en las supersticiones y en los agüeros, se acordaba de las fantasías de la vieja india que le había criado cuando pequeño, y no le parecían locuras.

Cuando ya recordó el viaje y sus incidencias, y vio aquella chica que dormía tranquilamente a su lado, se serenó. Se asomó a la entrada de la cueva y vio que era de día. La caverna se iba iluminando y se iban viendo sus paredes blanquecinas y el arroyo que la recorría, el arroyo llamado del Infierno.

Adrián se acercó a la chica con intención de avisarla, pero en aquel momento ella se despertó.

Fue al arroyo, se agachó y se lavó la cara. Adrián hizo lo mismo.

—Ahora vamos a desayunar —dijo.

Graciana sacó algo del pan y del queso que habían quedado del día anterior y dio los pedazos mayores a Adrián, pero éste le dijo:

—No, los trozos mayores para ti.

—Bueno. Entonces, a medias.

—¿Te da miedo este agujero? —preguntó Graciana.

—Un poco. ¿Y a ti?

—A mí, nada. Esto dicen que era cueva de brujas. ¿Tú crees que hay brujas?

—En que hay mujeres que las creen brujas, sí.

—¿Y tú no has oído hablar del Basajaun?

—¿Un gigante que anda por el monte?

—Sí. He oído hablar algo de él.

—También dicen que hay otro gigante que llaman Tártalo que estaba encadenado y lo desencadenó el diablo y lo mataron los marinos de San Juan de Luz. Pero, bueno, vámonos.

Emprendieron la marcha hacia Vera por caminos y sendas. El campo estaba encharcado, el cielo comenzaba a mostrar jirones de color azul. La mañana iba a ser de sol, quedaban ligeras neblinas.

Chuloca, que se orientaba como un perro de caza, no quería marchar por caminos frecuentados, aquel día era domingo y los aldeanos irían a misa. Cruzando senderos llegaron a un poblado que pertenecía al barrio de Alzate de Vera.

Este poblado formaba una calle que se llamaba Illecueta. Allí vivía la tía de Chuloca en el caserío de Irigoitia.

La casa era grande, negra y bastante abandonada. En la cocina había una mujer vieja, un hombre, una mujer joven y unos chicos pequeños.

Chuloca explicó a sus tíos de lo que se trataba, de cómo habían llegado de Añoa Adrián y ella, y que su padre había dicho que le llevaran a su compañero de viaje a una casa próxima al río para que en un momento oportuno pudiera ir a la otra orilla.

«Bueno, bueno, está bien —dijo la mujer—. Ahora, si queréis, podéis dormir un rato y ya pondremos como domingo un poco más de comida que los otros días.»

Adrián les dio unas monedas con este objeto, le llevaron a una alcoba cerca del granero y se echó en una cama y se durmió hasta el mediodía.

Cuando se levantó le dijeron que ya estaba la comida preparada. Habían puesto un mantel blanco sobre la mesa. Los del caserío aparecieron más elegantes y Graciana se lució con un vestido claro que le sentaba muy bien.

Adrián le dijo que estaba muy guapa y ella se ruborizó y se rió mucho.

La comida fue buena, y después de comer le dijo el amo, en vasco, a Adrián:

—Le tengo que enseñar algo muy raro.

«¿Qué demonio será?», se preguntó Adrián, a quien todo producía desconfianza.

—Venga usted.

Subieron por una escalera al desván y le mostró sobre uno de los pilares del techo, próximo a una ventana, una especie de bolsa o de colmena sobre la que revoloteaban un enjambre de abejorros negros y grandes.

—¿Usted ha visto abejas tan grandes?

—Abejas, no; pero éstos deben ser abejorros.

—¿Pero usted los ha visto?

—Sí.

—¿Y dan miel?

—Yo creo que sí. Miel y cera.

—¿Así que no hay que quitarlos?

—Yo creo que no.

—Pues yo no he visto nunca abejas tan grandes.

Volvieron a la cocina, y como aunque era verano no hacía calor, estuvieron al lado del fuego.

De pronto se presentó un santero vestido con un capisayo amarillo, una gorra de badana, la demanda y un garrote en la mano. Empezó a rezar. Tenía la cara roja, las guedejas blancas y la voz aguda. Era conocido de la casa.

El amo le echó una moneda en el cepillo y le dijo que volviera después.

Comieron, y a los postres se presentó el viejo santero y le pusieron la comida y una jarra con un poco de vino.

Habían contado Chuloca y Adrián que habían pasado la noche en la cueva de Zugarramurdi. El hombre de Irigoitia añadió una serie de fantasías sobre la cueva, llamada Lamien-lecea (‘Cueva de lamias’) y lo que se veía en ella.

La madre de este hombre era una vieja con aire de gran dama, con los ojos claros, el pelo blanco y vestida de negro. Parecía una vieja de cuento. Hilaba al lado de la lumbre y tenía muy mal humor, y dijo, como si la conversación le produjera ira, que estas lamias o lamiñas, como las llamaban en vascuence, se adelantaban por el riachuelo del barrio de Illecueta y que se las veía de noche en un agujero del río, que por eso se llamaba Lamio-Osiña. Osiña quiere decir ‘pozo’ y Lamiosiña, ‘Pozo de las lamias’.

Lamiosiña era un pozo que había en el arroyo entre las zarzas.

Adrián le preguntó si había visto ella alguna lamia, y ella contestó con cierta cólera que tan bien como le estaba viendo a él. Entonces el santero viejo terció en la conversación y dijo que las brujas solían hacer hechizos y producir enfermedades de languidez metiendo en la lana de los colchones figuras hechas también de lana que representaban animales raros, serpientes, caracoles, etc. Cuando sucedía esto lo mejor era quemar el colchón.

A una vieja de su pueblo que la llamaban Joshepa Zarra, y que era muy pobre y solía ir a vender leña a Sara, le cogieron una vez las brujas y la engañaron, se pusieron a tocar el chistu y la hicieron bailar hasta que la pobre quedó rendida.

Como Adrián quería contradecir al santero, el hombre de la casa hizo una seña confidencial y le indicó que le dejara hablar sin interrumpirle.

La vieja de la casa tomó de nuevo la palabra. Según ella, escondida entre los matorrales del río, andaba una mujer que no se sabía quién era.

—Pero ¿qué mujer? ¿Una mujer de verdad o un fantasma? —preguntó Adrián.

Ella no lo sabía. Sólo sabía que estas laminas o lamiñas o como se llamaran se adelantaban por el río del barrio y que se las veía muy bien en el agujero que ella conocía de matorrales y de zarzas.

La vieja de la casa movía su cabellera blanca, y con el mismo tono colérico contó otras historias de estas mujeres que andan cerca de los ríos y que tienen el pelo dorado. Muchas veces, ella misma, al pasar por el lavadero, había oído decir a estas mujeres en voz baja: Churitzen Churitzen! (‘lavando, lavando’).

—¿Y para qué hacen eso?

La vieja se encogió de hombros con rabia.

El santero contó en seguida que había estado de criado en la juventud en un caserío del camino de Sara y que de noche, en el camino y en las praderas, se oían pasos. Unos decían que eran de un hombre de los bosques y otros de un cazador que andaba de noche.

Ciertamente, no tenía nada de particular que se oyeran pasos en el campo, fueran de hombre o de ganado; pero el viejo lo decía de tal manera que, hacía temblar a los chicos y a Adrián.

Todos los oyentes estaban un poco estremecidos con estos misterios. El amo del caserío dijo entonces que a una de las casas del barrio la habían hecho algún hechizo un beguizco (‘mal de ojo’) o algo malo gaitz emana.

Él, unas veces, decía que no creía y otras que sí. Las gentes de aquel caserío, según dijo, veían siempre en el campo, por la época del verano, un caballo blanco.

Adrián dijo con una seriedad que a él mismo le chocaba cómo había oído decir en Bayona que las gentes así, medio embrujadas, del país vascofrancés, solían ir a ver al rey de los brujos, que entonces vivía en Saint-Jean-le-Vieux, cerca de Saint-Jean-Pied-de-Port, y que daba remedios para librarse de esos males y vendía un canuto como un alfiletero con unos diablos dentro.

El santero había conocido también, hacía mucho tiempo, cuando era chico, a un viejo, muy viejo, que vivía en una casa pobre camino de Sara. Este hombre, que había sido después preso en San Juan de Luz entre otros muchos y a punto de ser muerto, hacía ver figuras raras en las paredes y en las llamas de una hoguera y daba bebidas para enamorar y para olvidar los amores.

Chuloca era la única que se burlaba de todas estas fantasías.

«¡Qué contraste —pensaba Adrián— entre la tertulia de casa de Emparan de Azcoitia y aquella vida tan oscura y tan supersticiosa!»

Aquella gente no vivía en el final del siglo XVIII, siglo de curiosidades y de innovaciones, sino en una época prehistórica.

Por la tarde, Adrián pasó el tiempo jugando a las cartas, y el hombre del caserío le dijo que por la noche le llevaría a una casa próxima al río, para que pudiera pasar a la otra orilla en una buena ocasión.

A la hora de cenar llegó Chuloca y le dijo a Adrián que por la mañana del día siguiente iba a ir a Oyarzun y si quería darle algún recado ella lo llevaría. Le dio un papel para su amigo Zabaleta y le indicó que lo dejara en la Botica Zarra. Luego le dio un luis de regalo.

—No lo quiero —dijo ella.

—Pues si no lo quieres tú, se lo das a tu padre.

—Bueno. ¿Sabe usted lo que quiero?

—¿Qué, Graciana?

—Darle un beso.

—Bueno, nos daremos un beso.

Adrián y la chica se dieron un beso y la abuela empezó a protestar.

Agota Zarra! (‘¡Vieja agota’), Mutur ziquiñ! (‘¡Morro sucio!’), Cascarota! —le gritó.

Llamar a una chica de catorce años vieja agota era un poco excesivo.

La chica se reía y decía en broma:

Pechera! Pechera!

Eran los insultos clásicos que en los barrios donde había agotes se dirigían entre los que se consideraban cristianos viejos y los nuevos. Los unos llamaban a los otros agotes y los otros a los que les denigraban les decían «pecheros».

Adrián celebró la actitud que Graciana había tomado al ser insultada.

«La verdad es que es una chica simpática», se dijo, y pensó que no le costaría nada irse con ella.