EN EL BOSQUE DE USTARITZ
AL día siguiente Adrián se despertó al amanecer. Sintió un bienestar delicioso. Un ruiseñor cantaba entre los árboles. Luego vio que el viejo gitano vagabundo, después de inspeccionar que el oso seguía atado al tronco de un árbol, cogió un saco al hombro y se alejó por el bosque.
Adrián se levantó, se lavó la cara y las manos en un arroyo próximo y se presentó a la vieja y a la chica, que habían encendido una hoguera y estaban calentando en ella un cazo con leche.
Le ofrecieron una taza y la tomó.
Poco después volvía el viejo con su saco al hombro.
—¿Qué, ha encontrado usted algo? —le preguntó Adrián.
—Siempre se encuentra algo —dijo el gitano—. He cogido hongos.
Tomó un poco de leche con pan y se puso a fumar en una pipa grande, como la de los aldeanos alemanes. La vieja gitana fumaba también.
Al comenzar la mañana aparejaron los caballos al carro y desataron la mona, el oso y la cabra y se prepararon a partir.
—¿Qué, viene usted con nosotros? —le dijo el húngaro.
—Bueno, vamos.
Fueron cruzando el bosque de Ustáritz despacio. El oso marchaba llevado por el hombre, la cabra seguía al carro y la mona subía y bajaba y hacía mil caprichos. Al mediodía, al pasar por delante de una venta, dijo Adrián que allí tenían orden de darle dinero, y entró y salió al poco tiempo.
—¿Le han dado algo? —le preguntó el gitano.
—Sí.
—¿Cuánto?
—Veinticinco libras.
El hombre castañeó los dedos, y dijo:
—¡Vaya un gachó! ¿En asignados?
—No, en oro y en plata.
Al llegar cerca del pueblo de Ustáritz se desviaron para no pasar por él y Adrián le dio dinero a la vieja, que se llamaba Galantha, para que entrara en la aldea a comprar pan y comida.
La vieja los compró, y antes de salir del bosque acamparon y comieron. Sacaron del carro un hornillo para el fuego y una caldera y una sartén.
—¿Usted conoce los hongos comestibles? —le preguntó el hombre.
—Sí.
—Vea usted éstos —y le mostró el saco de hongos que había cogido él.
—Sí, todos éstos son buenos; pero para mayor seguridad podía usted tirar los blancos y quedarse sólo con los negros.
—Bueno.
Adrián miró primero si la sartén y la caldera estaban limpias.
Hicieron un guisado de carne con hongos, que estaba muy bueno, y bebieron abundantemente. Entraron en Saint-Pée ya de noche.
Después de comer, el húngaro se tendió y habló largo rato con Adrián.
Adrián, con su petulancia, le había dado la impresión de ser hombre importante, y el viejo quiso engatusarle. Sobre todo la idea de que tenía barcos le había dado brillantes perspectivas.
—Mire usted, caballero —le dijo— hágame usted caso a mí. Usted lo que debe hacer es dejarse de cuestiones políticas y peligrosas y marcharse a Méjico y llevarse a mi nieta Topacio, que tiene ahora quince años y que ha de ser una mocita muy guapa.
—¿Y usted sabe si ella querría?
—¿Con un mozo como usted? ¿No había de querer?
—Eso, hasta preguntárselo, no se puede saber. ¿Y esta chica quién es? Porque ni ella ni usted tienen aire de gitanos, al menos de los gitanos de España.
—Yo no soy español; yo he venido de los Balcanes —contestó él—; de chico anduve por el Sur de Rusia. Algunos de mis paisanos eran sedentarios, iban en un grupo que llamaban tabor y eran tratantes de ganado o vendían telas o mercería. Otros éramos errantes, teníamos unos jefes a los que llamábamos a unos natria y a otros el vaivoda o el vovoida, que algunos decían que tenía categoría de príncipe. La gente no nos quería. Unos decían que éramos egipcios y que habíamos rehusado en otro tiempo dar hospitalidad a la Virgen, y que por eso nos perseguían; otros, que éramos diablos. La vida era divertida; también algunos aseguraban que nuestra iglesia la habían hecho con tocino y que se la había comido un perro.
—¿Y qué hablaban ustedes?
—Pues yo creo que hablábamos una mezcla de ruso y de alemán y de caló, que a mí, al menos, se me ha olvidado.
—¿Y vivían ustedes toda la tribu unida?
—No, muchos se quedaban en los pueblos. Las mujeres guapas se colocaban con facilidad. Yo me entendí con una muchacha hija del vaivoda y tuvimos poco tiempo después un chico, que se murió de muchacho y que era el padre de Topacio.
—Pronto ha sido usted abuelo.
—Sí, es nuestra raza precoz y fecunda.
—¿Cuántos años tiene usted?
—Cerca de los cincuenta.
—¿No lo sabe usted a punto fijo?
—No.
—Dentro de tres o cuatro años puede usted ser bisabuelo.
—Sí, ande usted, propóngaselo usted.
—Ya veremos lo que dice la mocita.
No crea usted que la casta de los húngaros es mala; ha habido en ella duques y magos. Se dice que no tenemos religión y que no queremos trabajar.
—¿Y es verdad?
—De todo hay. A nosotros nos han quitado nuestro país y no queremos fijamos en ningún otro y así andamos por el mundo: hoy aquí y mañana allí.
Según este húngaro viejo, hacía muchos años, cuatrocientos o quinientos, había en el centro de Europa una peste terrible y se acusaba a los judíos de haber envenenado los pozos y las fuentes. Esta acusación produjo la cólera de todo el mundo. Entonces los judíos se metieron en los bosques y luego en las cuevas, que hay algunas enormes, y allí estuvieron cuarenta o cincuenta años. A estos judíos se mezclaron vagabundos y polacos. Cuando supieron que los alemanes, reformistas, estaban divididos por la religión, salieron fuera, y para engañar a la gente dijeron todos que eran egipcios que habían vivido y que les habían echado de Tierra Santa porque no habían querido recibir a la Virgen María y al niño Jesús. Por eso a los gitanos y los húngaros en muchas partes les llaman egipcios aunque no lo sean.
A Adrián le pareció la tesis no muy absurda.
El húngaro se llamaba Nicolás Ivanof, en su país les daban el apodo de Batuska y en España los gitanos le llamaban Brabani, o ‘el Audaz’. Él no sabía a punto fijo de dónde era: unas veces decía que de los Balcanes y otras de Ucrania.
Había sido todo lo que puede ser un vagabundo: vendedor de caballos y de burros, tocador de balalaika y de pandero, había andado con un oso y con una mona, había vivido de brujo, de cazador de víboras y de topos, de hacer cestos, de calderero, de pescar en los arroyos peces y cangrejos y de decir la buenaventura. No había actividad de trotamundos que no conociera.
Ivanof hablaba bastante mal muchos idiomas, pero los que hablaba mejor eran el castellano, el francés, el caló y el vasco. Tenía entusiasmo por la vagabundez, y decía en vascuence Aicean jayac aicean nai (‘el que ha vivido en el aire quiere aire’).
Ivanof le contó a Adrián historias divertidas, entre ellas la del abate vasco Adán de Baigorry, que dejó su cargo de cura y se fue con una banda de gitanos y maleantes y robaba, pero luego lo que robaba lo repartía entre los pobres. Era como el bandido andaluz: El que a los ricos robaba y a los pobres protegía. Adán de Baigorry acabó en el estaribel de España y allí murió como un santo, según Ivanof.
Adrián le preguntó por sus animales. El oso, que en francés le llamaban Martin y en España Mariano, era de Rusia y muy inteligente. Tenía a veces malos momentos de cólera y había que estar vigilante.
A la mona le llamaba la Dama Popinari; así la llamaba el que se la había cedido.
—¿La compró usted?
—Hice un cambalache. Respecto a la cabra, que nos dieron unos cabreros recién nacida, Topacio le decía Bonita en español.
Ivanof hubiera seguido charlando, porque era muy perezoso y más amigo de hablar que de caminar, pero la hora de comenzar la marcha se acercaba. Pronto vendría el anochecer.
Levantaron el campo y se dirigieron camino de Saint-Pée-sur-Nivelle.
Por la noche, Adrián se acercó a Topacio a hablar con ella y a bromear.
Era la chica muy amanerada y de una coquetería un poco burda. Tenía un repertorio de gracias muy conocidas y cantaba canciones en gitano. Hablaron del caló y ella le indicó cómo se decían algunas palabras en el idioma de los «cañís». El hombre era el romí; el perro, trukel; el mono, papinori; el caballo, gra; la vaca, guruni; el beso, tchumoben; lo bueno, latcho; el negro, kalo, y el pedir, mangawa. Después dijo otras muchas palabras más. Adrián reconoció que todas ellas tenían un aire muy expresivo y muy gráfico.
A Topacio, sin duda, ser gitana le debía parecer más atractivo que ser húngara. Luego cantó estas dos coplas:
Si tú te romandiñaras
Y yo lo supiera,
Yo vestiría todo mi cuerpo
De bayeta negra
La romi que yo camelo
Si otro me la camelara
Sacaría la chulí
Y la cara le cortara.
Iban adelantando por el camino dejando casitas solitarias, bosquecillos, prados verdes, algunos campanarios humildes que se veían a lo lejos, y a veces el mar, que aparecía a la derecha, verde con sus encajes de plata.
El suelo mojado por la lluvia de la noche; el cielo azul con pomposas nubes blancas como fundidas en los bordes; el viento fresco que agitaba el follaje de los árboles, todo daba un gran encanto a la tarde.
Se podía pensar con facilidad que todo aquel estrépito aparatoso de la guerra no era nada ante la calma de la Naturaleza.
Cuando comenzaba la noche, y antes de llegar al pueblo de Saint-Pée, se detuvieron. El campo estaba tranquilo y silencioso. Se sentía el olor fuerte de las hierbas aromáticas, sobre todo de la menta, y el ruido de un arroyo próximo. Pasaron algunos carros con los ejes que iban chirriando alborotadores, oyeron las campanas del Ángelus en la melancolía del crepúsculo y comenzaron a brillar las estrellas.
—¿Aquí es donde vamos a parar? —preguntó Adrián.
—No, en un castillo en ruinas que se llama el castillo de los Brujos.
—¿Y de aquí a dónde van ustedes?
—Iremos a Donamaría dentro de una semana.
—Quizá vaya yo allí.
—Vaya usted. Ya verá usted esta chiquita lo que promete. Cantará usted una canción gitana que dice así:
Iek, ta duy, ta trin ta star
Chai me camaba tut
Na si kek sas tut.
—¿Y eso qué quiere decir, compadre?
—‘Una, dos y tres y cuatro, chica yo te quiero. Ninguna es como tú.’
Adrián se acercó a Topacio y le dijo:
—¿Quieres hablar conmigo un rato?
—Sí, ¿por qué no?
Adrián le contó cómo su abuelo quería vendérsela a él por algunos duros.
—Yo creo que no es mi abuelo —dijo ella—, y yo no me he de romandiñar con un hombre a quien yo no quiera.
—¡Eso me parece muy bien! ¿Es que tienes novio ya?
—Sí, señor; oui monsieur.
—Entonces yo no te pretendo.
—El calochin está ya ocupado, hermano.
—¿Y quién ha tenido el bají de hacer tu conquista? ¿Es un caloró? ¿Es un húngaro?
—Es un gitano, y si el viejo puró se empeña, le cantaré esta canción de mi país:
Miditika, miditika, wien iing quatsch
Ba nu, ba nu n’am tsche fatsch
—¿Qué quiere decir eso?
—‘Pequeña, pequeña, ven aquí. No, no; yo no tengo que hacer aquí’.
—Bien. Entonces, cuando pueda me voy. Adiós Topacio.
—Adiós.