ESCAPADA
A los pocos días, cuando ya no encontraba más informes que recoger, Adrián dijo a Berta que le llamaba su madre, y se fue a Bayona. Ya la idea de marchar a España en la primera ocasión propicia se había hecho fija y dominadora en él. La casualidad le dio las primeras posibilidades para su fuga. Se le ocurrió alquilar un caballo y andar por los alrededores de Bayona.
En la posada de Sallafranque, del muelle de la Galuperie, se lo proporcionaron. Había ido varias veces allí a charlar con Perico, el barbero de Azcoitia, y conoció a un mozo, Fermincho, que era de esos tipos que lo facilitan todo.
Luego pidió permiso a la gendarmería para pasear a caballo fuera de las murallas y se lo dieron a causa de su cojera.
El caballo alquilado tenía la cuadra en una casa próxima a la Puerta de España. Adrián pensó, al presentarse en la cuadra mientras aparejaban el caballo, ir a almorzar a una posada próxima, y recaló en la llamada de Guetaldia, de la calle de los Vascos.
Servían en este fonducho dos muchachas de Urruña y una mujer casada de Hasparren, que era cocinera. La dueña de la posada de Guetaldia era una mujer sonriente, blanca y guapa. Su marido, que era vasco, ceñudo y malhumorado, la tenía abandonada con un niño pequeño y él andaba siempre yendo y viniendo.
Adrián, en los días siguientes, empezó a bromear con todas ellas.
La cocinera de Hasparren se hallaba casada con un gendarme, el gendarme La Hire. El cuarto de éste se encontraba en el piso bajo de la posada.
La Hire, que vivía en la casa, tenía que hacer por su cargo comisiones y llevar órdenes a pueblos próximos.
Muchas veces, en su cuarto de la posada, dejaba sobres y paquetes con el sello de la gendarmería, y si no eran urgentes los llevaba días después. Al advertirlo Adrián se le ocurrió que esta circunstancia podría servirle en sus proyectos de fuga.
Pensó también en la cuestión del dinero que necesitaría en el camino, y se le ocurrió sustituir los botones de su traje por monedas de oro, que, envueltas en tela, no se notarían. Lo quiso hacer él mismo, pero vio que era muy difícil. Al último se le ocurrió pintarlas, y luego, cuando se secaran, encargar la obra a una vieja de la casa, que no notó que aquellos falsos botones eran de oro.
Adrián estaba impaciente y no quería esperar más tiempo. Un día, pasando cerca del Reducto, vio por la calle de Bourg Neuf, en una tienda de trapero, un tricornio y una casaca de gendarme. Los compró, explicando que necesitaba galones y que aquellos le convenían. Dos días después compró en otra tienda unos pantalones blancos y unas botas altas, los guardó en su casa y se los probó.
Iba todos los días temprano a la posada de Guetaldia a desayunar. En aquellas horas no había parroquianos. Las dos muchachas de Urruña, con el ama, barrían y daban lustre al suelo, y la mujer de La Hire preparaba con un pinche la cocina y los comestibles para el día.
Madame La Hire solía cantar con frecuencia una canción antigua dedicada a Enrique IV el Bearnés, que decía así:
Vive Henri quatre
Vive ce roi vaillant!
le diable a quatre
a le triple talent
de boire et de battre
et d’être un vert galant.
Adrián galanteaba a todas las mujeres de la casa, les decía algunas bromas y echaba una mirada al cuarto del gendarme, el cual, en una mesa, solía dejar documentos y cartas que tenía que llevar. Luego montaba a caballo y marchaba a inspeccionar los caminos próximos, sobre todo los que iban a desembocar hacia España. No había ninguno que estuviera por entonces poco frecuentado. Siempre había paso de tropas. En la posada miraba el cuarto del gendarme, sobre la mesa y sobre las sillas. No había casi nunca nada; pero una mañana, en el sitio acostumbrado, apareció un paquete de proclamas con su lema Libertad, Igualdad, Fraternidad.
Entonces, rápidamente, se lo metió en el bolsillo, montó a caballo y salió fuera del pueblo Pensaba que a medida de las dificultades iría encontrando recursos.
Llegó a su casa, sacó su salvoconducto, tomó la pluma, la mojó en el tintero y con mucho cuidado, antes del 9, que era la fecha de su término, le puso un 2 y la convirtió en 29. Dejó secarse la tinta, no se notaba el número añadido. Después vaciló; quizá en estos casos lo que parecía lo más discreto era lo peor y lo más expuesto.
«Hay que tener audacia», se dijo.
Formó un paquete con las ropas de gendarme y salió con él.
En los alrededores de Bayona, hacia la puerta de la muralla por el Château Vieux, había acampada una tropa de gitanos y de vagabundos. Algunos debían de ser saltimbanquis y hacían ejercicios gimnásticos. Había entre ellos un chico que anunciaba las funciones tocando la cometa y otro que le acompañaba con el tambor.
En aquella hora solían salir hacia la Puerta de España para entrar en la ciudad a hacer el reclamo y todos los curiosos que había en las cercanías se marchaban tras ellos.
Este momento lo aprovechó Adrián; se acercó a un árbol y se puso encima de la ropa que llevaba el pantalón blanco, la casaca, las polainas y el tricornio del gendarme y montó a caballo.
En seguida tomó el camino de España. Iba al trote, cuando le detuvo un sargento de Infantería. Le dio dos de aquellas proclamas sin decir nada y siguió adelante.
Volvió a encontrar otros grupos de soldados que le miraron y le dejaron pasar. Al llegar cerca de la Negresse, le pareció que había mucha tropa en la carretera y decidió alejarse del mar y tomar a la izquierda por un camino que dominaba a trechos el río Nive. Efectivamente, en la nueva dirección apenas se encontró con gente, excepción hecha de algún campesino.
Pasó por varios pueblos pequeños, rodeándolos, y entró en el bosque de Ustáritz. Allí se decidió, se quitó las ropas de gendarme y el tricornio, hizo con todo ello un paquete y lo echó en un hoyo del camino y tiró encima unas piedras. Un poco más adelante vio de lejos una casa solitaria que le pareció una venta. Se acercó a ella. Tenía unas contraventanas de madera, con unas aberturas pequeñas en forma de corazón y un letrero que decía que se albergaba a la gente de a pie y de a caballo.
«Voy a ver si aquí me dan de comer», se dijo.
Tenía mucha hambre. Había que inventar una historia para legitimar su llegada allí.
«¿Qué podría decir?», se preguntó.
Inventó una historia de amor con una muchacha de Ustáritz. Dijo además que daría algunos francos para que mientras él estuviera dos o tres días ausente tuviesen y alimentasen al caballo. En la taberna había un peregrino con una esclavina. No parecía tener ninguna gana de hablar. Adrián salió contento de la taberna, le creyeron lo que contó. Al empezar la tarde marchaba a pie por un bosque solitario y desierto de grandes robles. Era el bosque de Ustáritz. Iba ya animado y confiado en su buena suerte.
Ya al anochecer, marchaba caminando despacio y con precauciones por el bosque, que ya no sabía si era el de Ustáritz o el de Saint-Pée, cuando a la vuelta de un sendero, y casi cerrando el paso, se encontró de repente con una carreta con toldo alargado por una lona y dos pencos flacos que pacían la hierba. Pensó en echarse atrás instintivamente; pero un hombre, una mujer y una muchacha, todos un tanto desharrapados, le habían visto.
Eran gitanos o húngaros. Adrián les saludó.
—¿Adónde va usted? —le dijo el hombre—. No tenga usted prisa.
—No puedo decir adónde voy —contestó Adrián.
—¿Por qué?
—Porque soy oficial de la gendarmería y llevo misión de Gobierno.
—¿Y cómo va usted sin uniforme?
—Por eso, porque llevo una misión secreta.
«Esto me puede salvar ahora —pensó rápidamente—, y luego me puede perjudicar, pero salgamos del paso por el momento.»
—¿Tiene usted salvoconducto?
—Sí.
—A nosotros nos ha costado mucho tiempo conseguirlo.
—A mí, no.
—Siéntese usted —le dijeron los gitanos.
Adrián se sentó en el tronco de un árbol.
La familia estaba formada por tres personas: un viejo, una vieja y una muchacha. Llevaban un oso, una mona y una cabra.
El húngaro no era un tipo repulsivo, a pesar de ir roto y desgreñado. La mujer tenía una cara trágica, una pelambrera erizada y una mirada intensa y suspicaz. La muchacha era rubia, estaba muy tostada por el sol y tenía los ojos brillantes.
El viejo hizo muchas preguntas a Adrián, que supo contestar con arte. Resultó que se habían visto días antes en los alrededores de Bayona.
—¿Así que no lleva usted dinero? —le preguntó el gitano.
—No. Nada. Pero tengo sitios donde están avisados para darme todo lo que necesite.
—Amigo, eso de tener crédito es una cosa muy buena. ¿Va usted a ir a España?
—Sí… Luego iré a América.
—¿A qué país?
—A Méjico.
—¿Tiene usted familia allí?
—Sí.
—¿Qué son?
—Son armadores de barcos.
El bohemio pensó que aquel joven debía de ser millonario.
—Si es usted de Méjico, ¿hablará usted el castellano?
—Claro que sí. ¿Y ustedes adónde van?
—Nosotros vamos a España. Primero pasaremos unos días en Saint-Pée-sur-Nivelle, donde acampan unos compañeros nuestros en las ruinas del castillo.
Se habló de los gitanos, por los cuales en general Adrián no tenía simpatía, pero aquellos no se parecían al gitano cobrizo y siniestro, sino más bien tenían aspecto de húngaros y el aire suave y amable.
Por lo que dijeron, los dos focos de gente de su raza, que tenían en el país vascofrancés, uno estaba en Ciburu, cerca de San Juan de Luz, y el otro en Ainchicharburu, cerca de San Juan de Pie de Puerto.
Adrián le dio a la vieja cinco libras que —según dijo— era lo que le quedaba de lo que le habían dado en el pueblo por donde había pasado, para que comprara qué comer.
Después de cenar se echaron todos a dormir.