III

LOS ETCHEZAR

EN la barriada de Bayona que se iba formando delante de la muralla, enfrente de la catedral y del castillo viejo, estaba la casa de Etchezar el indiano.

Era un gran chalet con un jardín lleno de flores.

La casa estaba amueblada de una manera un poco estrambótica. La parte habitada y dirigida por el padre tenía muebles de América del Norte de un estilo puritano con muebles con ángulos rectos. Las habitaciones de su mujer y de su hija eran rococó de estilo Luis XV. En el jardín, que era amplio, ocurría lo mismo. La parte dirigida por Etchezar padre no tenía más que árboles y hierba, y la dirigida por su mujer y su hija cenadores, cascadas, fuentes, etc.

El señor Etchezar tenía un entusiasmo tan fanático por la hierba que consideraba que el mundo se dividía en dos partes: una, civilizada y con hierba, y otra, sin civilizar, y, por lo tanto, sin hierba. A Adrián, como mejicano, la idea de la hierba como índice de civilización, no le producía gran entusiasmo. Adrián volvió a la casa con el abate Verneuil, que le presentó a la señora. A la hija Berta la conocía. La madre, doña Margarita, era una rubia gruesa, pesada y un poco melancólica, que recordaba su estancia en América de una manera nostálgica. La hija, Berta, aunque había nacido en Méjico, no tenía nada de mejicana; era rubia, blanca, con los ojos azules y la nariz un poco respingona y audaz. Se había educado en un colegio de Beauvais y hablaba el francés del Norte pronunciando guturalmente las erres. Su origen mejicano le impulsaba a querer tener a veces una fantasía tropical.

Por lo que pudo ver el joven Erláiz, Berta tenía muchos adoradores, entre ellos el capitán Alcayaga, que era hijo de españoles y lucía sus charreteras y su uniforme por el pueblo.

Berta, al poco de conocerle, sintió cierta debilidad por Adrián; le creía un hombre apasionado, l’homme de la nature, según la fraseología de Juan Jacobo Rousseau y de sus discípulos.

Tenía la familia de Etchezar varios amigos realistas, y para ellos Adrián, en su calidad de español y de prisionero de guerra del ejército republicano, era un personaje simpático.

Adrián, que estaba provisto de bastante dosis de cuquería, buscó la manera de ir conquistando a los de la familia y a sus amigos y lo consiguió fácilmente.

Un día de verano, Berta indicó a Adrián que ella, con sus padres, iba a marchar a San Juan de Luz, que entonces se llamaba oficialmente Chauvin-Dragon, a casa de unos tíos a pasar una temporada y a tomar baños de mar y que el abate y él debían ir a hacerles una visita.

El abate dijo que no podía.

—Yo, con mucho gusto iría —contestó Adrián—, pero se necesita un salvoconducto y a mí no me lo darán.

—Sí, si usted quiere yo lo conseguiré —contestó Berta—. Tenemos amigos y para ellos no será difícil eso.

—¡Ah! Entonces, muy bien.

El joven Erláiz dio su nombre como José E. de Uranga.

Adrián pensaba que acaso desde el pueblo de la costa sería relativamente fácil la entrada en España, si no por tierra, por mar.

Le dieron un salvoconducto para llegar a la frontera de España que caducaba el día 9 del mes. Inmediatamente marchó a San Juan de Luz. El pueblo, entonces, tenía muy pocos árboles en los caminos. Adrián pensó que a cualquiera que se alejara por una de aquellas carreteras se le notaría en seguida. Decidió, por lo pronto, no preguntar a nadie detalles de la frontera española, que podrían hacerle a él sospechoso.

La casa donde se alojaba Berta estaba a un lado de la bahía, en el camino de Ciburu.

Llegó a ella y le destinaron un cuarto que daba a un jardín y más lejos al mar. Era un cuarto bonito. Hacía calor, abrió la ventana y estuvo contemplando la bahía, cuando oyó que le llamaban del jardín.

—¿Qué hace usted? —le preguntó Berta.

—Estoy dedicándome a la contemplación.

—Baje usted.

Había en el jardín varias personas, Berta, su padre y su madre, sus parientes dueños de la casa y varios invitados.

Berta le presentó a sus amigas.

Entre éstas había dos muy sugestivas.

Margot, la parisiense, era una muchacha esbelta, morena, con los ojos brillantes, una risa satírica y un aire de arrabal. Llevaba un sombrerito y un pañuelo rojo. Contrastaba mucho con Berta, con su cara pecosa, su pelo rojizo y los ojos claros.

Otra muchacha amiga de la casa era Marieta, con un tipo francés muy fino, de cuadro de Watteau o de La Tour, la cara un poco cuadrada, la tez de una blancura extraordinaria y el pelo de color ceniciento.

Los hombres eran: el dueño de la casa, el padre de Berta, un marino de guerra, Inchauspe, y dos militares que iban a ir días después a España a la guerra, el capitán Alcayaga y el teniente Dardisquy.

El comedor daba sobre una terraza del jardín y tenía unas escaleras para bajar a él.

Se sentaron catorce personas a la mesa y la comida fue muy suculenta y muy amena.

Margot, la parisiense, habló de París, y contó muchas cosas vistas por ella durante la Revolución. Margot era realista, pero así y todo se mostraba muy admiradora de los girondinos. A alguno de sus oradores, como a Vergniaud, le había oído en la Convención. También era muy entusiasta de Carlota Corday.

Marieta no quería hablar de política, le daba horror. Berta era realista.

Entre los hombres, el padre de Berta era partidario de la ilustración y de la influencia de América en Europa; dos de los jóvenes militares pensaban en la humanidad y en que el mundo que iban a conocer con el tiempo sería admirable por todo; otro no pensaba más que en la guerra y en los generales que ganaban batallas.

Después de comer bajaron todos al jardín.

La hermana de Berta y otra niña saltaron a la comba y Berta desapareció y vino poco después con un mozo jardinero que traía un flageolet y que comenzó a tocar aires populares vascos.

Las muchachas y los oficiales bailaron el fandango con una animación extraordinaria. Sobre todo Margot, la parisiense, bailaba con un fuego y con una gracia que llamaba la atención. Todo el mundo la felicitó, y entre ellos Adrián.

—¿Y usted no baila? —le preguntó ella.

—Sí, antes sí bailaba; pero tengo una herida en el muslo y todavía me duele.

La rápida amistad de Adrián y Margot no hizo mucha gracia a Berta.

—Es uno voluble —se dijo Adrián—; si estuviera mucho tiempo aquí creo que perdería la cabeza con esa chica parisiense.

El día siguiente no apareció nadie en la casa y Adrián habló con Berta y con sus padres.

Tenía la familia muchas ínfulas aristocráticas. Berta le habló bastante mal de su amiga Margot. Después le explicó sus aficiones.

Berta sentía admiración por obras francesas que Adrián detestaba cordialmente, por las tragedias de Racine, por el Telémaco y por el Viaje del joven Anacarsis.

Berta mostró entusiasmo por esas obras y Adrián sintió que toda la simpatía que tenía por ella se evaporaba. Por otra parte, el señor Etchezar hizo de nuevo el elogio exagerado de la hierba, que era una de sus manías. Para él, tenderse en la hierba en un prado verde era una de las mayores satisfacciones de la vida. Adrián no compartía este entusiasmo, porque pensaba que el tenderse en la hierba le produciría dolor en el muslo.

Por la tarde salió a pasear. San Juan de Luz era por entonces un pueblo rodeado de arenales blancos, con pocos árboles y muy poca vegetación. Volvió a comprobar que cualquier persona y más un extranjero que se alejara por un camino de aquellos se haría sospechoso, y desistió de preguntar a las personas conocidas informes sobre los sitios más fáciles para entrar en España.

Los tres días que estuvo Adrián acompañó a Berta y a Margot en sus excursiones. Hacía un hermoso tiempo de verano sin calor excesivo.

Ya por entonces los franceses habían entrado en España por Elizondo y por Vera se habían corrido hacia Irún, Fuenterrabía y San Sebastián.

Por las mañanas iba Erláiz a las tabernas donde campesinos y contrabandistas hablaban en vascuence de sus correrías en la frontera y Adrián les oía para ver si cogía algún dato útil para sus proyectos.

Al parecer, desde Añoa era fácil meterse en España por el valle del Baztán tomando el puerto de Otsondo. Por aquí marchaban las carretas en tiempo de paz, pero cuando comenzaban las lluvias el camino se ponía muy malo.

El paso por Echalar era bastante difícil. El de Oleta, que llevaba a Vera, era quizá el mejor para el que conociera el camino, pero estaba muy vigilado.

Esto, con relación a la izquierda del ejército francés.

Respecto a la derecha, las fuerzas que ocupaban la frontera hacia el mar estaban divididas en tres campamentos, como al principio de la guerra, y se hallaban reforzados por entonces. El primero, próximo al mar, se encontraba entre Hendaya y el río Bidasoa. Tenía lo que llamaban el Puesto de Altura. A la derecha estaba el cerro que se conocía entonces con el nombre de café Republicano y a la izquierda la montaña de Luis XIV, que no llegaba más que a cerro, como el Rey Sol no pasaba de Rey Luna o de Rey Satélite.

Entre el café Republicano y Jolimont había un segundo campamento delante de Sara y Zugarramurdi. En el tercero, según los aldeanos, quedaban algunas compañías vascas en Añoa, en la garganta que lleva a Zugarramurdi, aunque quizá las hubieran quitado.