I

REFLEXIONES Y FANTASÍAS

COMO decía Saint-Real, citado por Stendhal en Le Rouge et le Noir, una novela es un espejo que se pasea a lo largo de un camino. No es otra cosa cuando vale algo.

Eso no quita para que la vida tenga más de sueño y de ilusión que de realidad. El hombre cree en sí mismo, cree que es sensato, original, ingenioso, valiente. Cuando comprende que no lo es y que todas sus suposiciones son gratuitas, no se convence; transforma su ilusión y le da otro aspecto. En cambio, cuando su ímpetu desaparece, ya puede tener algún criterio, algún valor, alguna fantasía, es igual; ese criterio, ese valor, esa fantasía ya no puede utilizarlos. En algún sentido, la vida es como una enfermedad infecciosa: mientras le alimentan los gérmenes, sigue; cuando ellos desaparecen, acaba. Todo cambia, todo se agota, siempre hay una decadencia en el sentido de la energía, y quizá lo más agotador es la inteligencia; por eso los pueblos más estacionarios son los más fuertes y los más brutos, y los hombres menos inteligentes son los que tienen más seguridad en sí mismos.

Al salir de la prisión de Bayona, Adrián tuvo unos días de optimismo: después se acostumbró a la libertad y toda su vida anterior le pareció un sueño.

Le escribió a su padre contándole lo que le había ocurrido, haciendo reflexiones unas más amargas que otras. Le decía que no se podía hacer nada en Europa sin el apoyo de los demás. En América debía ser otra cosa, porque era un país no explotado, y pensaba que casi debía bastar extender la mano para comer; pero en Europa no había tal, y había que buscar el apoyo de los poderosos para ir viviendo.

Escribió también a Dolores. Compró en una tienda de antigüedades de la calle del Gobierno, que así se llamaba entonces la que va de la plaza de Armas al Château Vieux, una vitela con una guirnalda de flores pintada a la acuarela y en el centro copió estos versos que había leído en una comedia de Moliere:

Si le roi m’avait donné

París, sa grand ville

Et qu’il m’eut fallut quitter

L’amour de ma vie,

Je dirais au roi Henri:

«Reprenez votre Paris

J’aime mieux, ma mié o gai!

J’aime mieux ma mie».

Luego supo que Dolores guardó el regalo con entusiasmo y que leía los versos con precaución cuando no la veía nadie.

Adrián, por aquellos días, estaba dedicado a examinar y a criticar su vida pasada. Iba terminando en algunas conclusiones.

Dejarse llevar por la petulancia y por el deseo de hacer efecto en los demás era una estupidez. No tenía más que tres apoyos sólidos en su vida: su madre, Dolores y su tío, don Fermín Esteban. Había que dirigir sus pasos pensando en ellos y zafarse de todo lo demás.

Adrián se iba haciendo prudente. Pensaba que era muy peligroso el intentar decir verdades desagradables y que no había que tomar en serio, y mucho menos como plan de conducta, aquel verso de Boileau que citaba con frecuencia el abate Verneuil: J’apelle un chat un chat et Rolet un fripon.

Mientras él seguía rumiando sus análisis retrospectivos, el abate Verneuil le hablaba de mil fantasías. Le contó el asunto del collar de la reina y la intervención de Cagliostro en él. El abate era curioso de todas las ciencias, había viajado por Europa y por América y tenía proyectos económicos y comerciales. Muchas veces hablaba de transformar un pueblo como Bayona, de comercio pobre y mezquino, en una ciudad industrial, como las inglesas.

Verneuil mezclaba con sus reflexiones económicas y morales ideas absurdas y místicas.

Un día le llevó un librito en el que estaban reunidas una obra del filósofo platónico Jamblico, sobre los misterios de los egipcios, caldeos, asidos; otra de Proclo, sobre el sacrificio y la magia, y varios tratados de Porfirio, Psellus y el Poimandres.

A Adrián le pareció todo ello un poco cómico. Otra vez el abate le vino con el libro titulado El Conde Gabalis, y le leyó con solemnidad este trozo:

¿Y qué piensa usted que quiso decir esa voz que fue oída en todas las ciudades de Italia y que produjo tanto terror a todos los que se encontraban en el mar? El Gran Pan ha muerto. Eran los pueblos del Aire que daban el aviso a los pueblos de las Aguas que el primero y más viejo de los Silfos acababa de morir.

Estas fantasías le daban risa a Adrián. Verneuil era gran admirador del abate de Villars, que se llamó por su verdadero apellido Montfaucon de la Roche Taillade.

El abate de Villars, según Verneuil, era en gran parte un burlón, un mistificador que quería burlarse de la filosofía de Descartes y que luego atacó también la de Pascal y criticó algunas comedias de Racine y de Corneille. Todo lo que hablaba de los Rosacruces y de la Cábala era pura broma.

—¿Y qué le pasó a ese abate? —preguntó Adrián.

—El abate de Villars fue asesinado en el camino de Lyon cuando tenía treinta y ocho años.

Verneuil no se preocupaba gran cosa de señalar si las fantasías de aquel libro le parecían verdaderas o falsas. Le bastaba con que le divirtiesen.

Todas estas mistificaciones las mezclaba el abate con la teofilantropía, y esta unión de superstición antigua y de ilusión moderna daba un producto si no muy lógico, por lo menos divertido y curioso.

Como el abate tenía una erudición tan complicada y extensa, sabía historias de todos los países. Le dijo a Adrián que un escritor español, don Diego de Torres Villarroel, había predicho la Revolución francesa en unos versos publicados en un almanaque de 1756 que decían así:

Cuando los mil contarás

con los trescientos doblados

y cincuenta duplicados

con los nueve dieces más;

entonces, tú lo verás,

mísera Francia, te espera

tu calamidad postrera

con tu rey y tu delfín

y tendrá entonces su fin

tu mayor gloria primera.

Un día que Adrián estaba a la puerta de la casa hablando con Verneuil, cruzó una muchacha rubia, que le saludó a éste.

El abate le presentó a Adrián. Era hija del indiano Etchezar, a quien había visitado por encargo de su madre. La muchacha se llamaba Berta y era muy amable y sonriente.