XI

EL ABATE VERNEUIL

ADRIÁN, con su pase para vivir en las afueras de Bayona, decidió dejar la fonda La Bilbaína de la calle de los Arcos. Fue a buscar un día a un señor conocido de su madre, un tal Etchezar que había estado en Méjico. Este señor había construido una casa cerca del camino de Bayona a Biarritz.

Era un hombre de unos cincuenta años, pesado y rojo, que hablaba el castellano de una manera torpe y decía que había vivido en Guandalajara y se había ocupado de negosios.

Adrián le explicó lo que deseaba y el señor le dijo que cerca de su casa vivía una señora que alquilaba un cuarto. Podía ir a verlo y decir que iba de su parte.

Fue y alquiló la habitación. Adrián pensaba escaparse a final del verano en la primera ocasión que se presentara. Todavía se encontraba torpe, le dolía la herida, aunque estaba ya cerrada y cicatrizada.

Desde la ventana de su nuevo cuarto veía por encima de las murallas los tejados de la catedral entre los árboles.

Entonces la catedral no tenía torres, sino unas techumbres provisionales de pizarra.

Adrián esperaba con ansiedad que su madre le escribiera noticias de Dolores. El tiempo le parecía de una longitud insoportable.

Su única distracción era la charla, cuando venía a visitarle el abate Verneuil. Este era un enciclopedista sarcástico. Hablaba de lo antiguo y de lo moderno. Le explicó a Adrián el sistema filosófico de Demócrito y poco después le habló de la teoría de Kant y del subjetivismo y de la irrealidad de todos los conceptos que se consideran fundamentales. En tiempo de revolución las ideas más contradictorias y más dispares suelen mezclarse.

—Puede ser que mis ideas y mis sentimientos no tengan ningún valor —contestó Adrián—; pero dentro de mí tienen mucho.

El abate Verneuil aseguraba que creía en el magnetismo y en las experiencias de Mesmer.

—Yo no creo en nada de eso —decía categóricamente Adrián.

—¿Por qué?

—¿Cómo voy a creer que los astros influyen en la vida de nosotros, cuando uno no ha notado nunca esa influencia, ni los demás tampoco?

—Hay tantas cosas que existen y no se notan, y tantas que parece que se notan y no existen —replicaba el abate.

—Trastorna usted mis ideas —decía Adrián—. Yo no tendré ideas originales, pero al menos tengo algunas que me sirven.

—Esas son las únicas que valen —indicaba el abate.

—Sí; pero esas ideas que valen son, si se puede decir así, verosímiles, racionales.

—Muchas ideas que en su principio no parecen ser racionales ni verosímiles acaban siéndolo.

—Bien…, dejemos eso —decía Adrián.

El abate Verneuil prestó a su amigo los libros de Pierre de Lancre titulados Tableau de l’inconstance des mauvais anges et démons de L’Incredulité et mescreance du sortilège plenement convencue. El primero con una estampa que representa la ceremonia del sábado brujeril.

Adrián supuso que aquel señor de Lancre era un estúpido, pero Verneuil le dijo que había que reconocer que los procesos de brujería, en Francia, se habían llevado con más bellas formas jurídicas que en ninguna parte.

—¿A mí qué me importan las formas jurídicas? —repuso Adrián—. Si me tienen que matar, lo mismo me da que me maten con buenos discursos o con malos.

Verneuil le leyó con énfasis las profecías de Nostradamus, que a Adrián le parecieron perfectas estupideces, vagas y poco amenas.

También le dejó para que lo leyera el Discurso prodigioso y espantable de tres españoles y una española, mágicos y brujos que se hacían llevar por los diablos de ciudad en ciudad con sus declaraciones de haber hecho morir muchas personas y ganado por sus sortilegios y también de haber hecho muchos destrozos en los bienes de la tierra. Unida iba la sentencia pronunciada contra ellos por el tribunal del Parlamento de Burdeos. El librito estaba impreso en París en 1626.

El tribunal había condenado benévolamente a los españoles a ser quemados vivos en la plaza de los Cerdos y con ellos todo lo que llevaban. Los españoles se llamaban Diego de Castalin, Francisco Fredillo, Vicente Torrado y su criada, Catalina Fiosela.

Adrián no conocía este proceso, que en su espíritu de joven americano produjo cándida indignación.

Le contó también Verneuil que el sabio filósofo francés, el abate Malebranche —ante quien él se descubría—, era un poco loco y no se atrevía a sonarse porque estaba convencido de que de la punta de la nariz le colgaba una chuleta de cordero. Este Malebranche recibió un día la visita del no menos célebre filósofo irlandés, también eclesiástico, Berkeley, y a quien Verneuil consideraba como su maestro más venerado. El irlandés defendió su sistema de idealismo absoluto ante Malebranche, excitándole de tal manera, que el abate se murió al día siguiente:

—Le tendrían que poner en su esquela de defunción: «Muerto por una teoría inaceptable» —dijo Adrián.

—Sí, hubiera estado bien.

El abate Verneuil, que era fisiognomista, tenía un gran entusiasmo por las narices bien hechas. Decía que una realidad rayana en la evidencia era que unos ojos hermosos se ven muchos, pero que una nariz verdaderamente perfecta es cosa rara de ver, y que indicaba en su poseedor una persona excepcional, y que por eso se dice: Non cuiquam datum est habere nasum (‘no es un regalo gratuito el tener nariz’).

También contaba a Adrián lo que se decía del tenor Garat, que disfrutaba de un gran éxito en París entre músicos y entre damas. Estaba monopolizado por la actriz Dugazon, hasta que fue libertado de su yugo por la reina María Antonieta. Le hablaba también de la muerte del misterioso conde de Saint-Germain en medio de terribles dolores y de que Cagliostro vivía con una marquesa de Génova según se decía, pero que no era cierto, porque su mujer era pobre.