EPITALAMIO
EL abate Verneuil, hombre de estilo florido y de gustos clásicos, en un fondo implacable de ironía, escribió un epitalamio en latín y en verso sobre la boda de los dos ríos, que se unen y se mezclan en Bayona, y que lo tradujo Adrián.
Comenzaba así:
El Adour, río gascón, viene de tierras soleadas y polvorientas. Es gruñidor, petulante, malhumorado; tiene presas, remolinos, espumas, color bilioso y aire de amenaza.
La Nive, su prometida, es una corriente limpia, pura, tranquila, que nace de pequeños montes frondosos cubiertos de césped y salta por las peñas escondiéndose silenciosa y modesta entre las colinas.
El Adour es turbulento, grosero, dominador y dogmático; arrastra piedras, barro y ramas desgajadas en medio de sucias olas de espuma.
La Nive es tranquila, humilde, recogida, no domina a nadie y marcha por donde le dejan paso.
El Adour se acerca al tálamo nupcial como un mozo petulante, fanfarrón y charlatán del país del Sol, cantando con su voz vinosa. La Nive va, como una muchachita vasca, silenciosa y tímida, entonando su canción suave.
El Adour, de día, amarillento y turbio, se convierte de noche en sombrío y siniestro; la Nive, de día, de agua azul y transparente, es de noche como un espejo de ébano que reflejara las estrellas.
El Adour es un tirano y un osado; es como un chulo de pueblo meridional, chillón, jactancioso e impertinente, que tiene una voz imperiosa. Desde los campos donde nace, hasta Bayona, lleva una marcha de mozo cínico y vagabundo paseando su onda turbia y malsana y reflejando en ella paredones blancos, tejados rojos y torres de color de tierra.
Pasa por entre ruinas y viejos edificios, por pueblos donde se hablan dialectos alborotadores y donde la gente viste trajes de colores chillones y luego se desliza por delante de los muelles tristes y fríos de Bayona.
La Nive corre por delante de aldeas pequeñas, sencillas, sin pretensiones. La Nive es una flor modesta nacida en un jardín arcaico, acariciada por el céfiro y alimentada por el rocío.
Entre el río de sol brutal y petulante de la llanura y la pequeña corriente de montaña, los hados han decidido la unión y han preparado el tálamo.
El sino que han fijado para ellos los dioses es ineludible, y su lecho nupcial determinado por ellos es el Reducto de Bayona.
El Adour entra en el tálamo con toda la petulancia de las gentes de la llanura; la Nive, al acercarse a ese lecho donde encontrará la muerte, busca la manera de huir de él; como la cervatilla que escapa de los perros trata de retirarse a sus lares, en donde los viejos espíritus de los bosques se coronan de hiedra. Quiere huir, quiere librarse de su destino, pero ¿quién se libra de él?
Es imposible el retorno; la suerte está echada; el mozo brutal y petulante del país del sol, con sus dogmas y sus silogismos, se ha apoderado de la prometida de tierra húmeda y nebulosa; la onda turbia y amarga del tirano le va a hacer desaparecer entre las aguas negras y turbulentas.
Después de este preámbulo, el abate Verneuil hacía hablar en su composición a los espíritus de los bosques y de las aguas con una apariencia de realidad perfectamente irónica.