EL ESPÍRITU DE BAYONA
SE despidieron madre e hijo y Adrián quedó de huésped en la misma fonda «La Bilbaína», de la calle del Gobierno o de los Arcos. Esta calle era, con sus soportales, el lugar de más tránsito de Bayona, sobre todo los días de lluvia. Había en ella, por entonces, muchas tiendas de antigüedades, y en los escaparates de éstas se veían objetos cogidos de las iglesias y de las casas particulares. Había escudos, sillones dorados con armas esculpidas o bordadas, uniformes, relojes, cuadros, etc. Los coleccionistas estaban de enhorabuena y muchos se enriquecían comprando y vendiendo objetos antiguos.
Pocos días después de instalarse en la fonda «La Bilbaína», Adrián se encontró allí con un abate profesor del colegio de Pau, el abate Verneuil. Este abate, cuando fue profesor del joven Erláiz, se empeñó en que él, con otros condiscípulos, hiciera versos en francés, para lo cual tenían que estudiar previamente un arte poética que les fastidiaba de una manera completa. Adrián se sintió por entonces enemigo personal del alejandrino francés.
El abate Verneuil, pequeño y deforme, por lo que se contaba en el colegio, era monstruoso. Tenía una cara fea, roja, pero muy expresiva, y le habían dicho que se parecía a Mirabeau. Se aseguraba que no tenía un pelo en la cabeza, lo que no se le notaba mucho porque usaba peluca. También se decía que le faltaba el antebrazo izquierdo y que lo llevaba postizo, como la mano, disimulada con un guante.
El abate, fuera del colegio, no se ocupaba de la retórica para nada, y el primer día que paseó con Adrián por Bayona le contó las noticias que corrían sobre la guerra.
Desde el momento que los españoles no pudieron romper la línea francesa, por falta de número, la guerra para ellos marchaba mal. Los franceses, en cambio, aumentaron las tropas y el armamento y su entrada en España era cuestión de días.
Todo esto tenía que producir una gran confusión en el país vasco español. Adrián no sabía qué hacer. Unos conocidos le aconsejaban que esperase, porque la guerra iba a ser corta; otros, la mayoría, no tenían opinión.
Paseaban el abate y él por el pueblo y por los alrededores hablando de lo divino y de lo humano.
El abate era un poco afectado y amanerado, de opiniones personales y originales. Se veía claramente que su musa era la ironía. Se burlaba con delectación de todo.
El abate quería creer que la civilización radicaba principalmente en unas normas artificiales que cubrían el fondo malo de los sentimientos verídicos del hombre y que se respetaban por una convención tácita. Para él, cierto amaneramiento era lo único que podía producir la distinción de las formas.
Adrián no tenía ideas claras sobre este punto.
Respecto a la guerra, el abate creía que duraría poco y que vendría una paz rápida.
Adrián se dispuso a cargarse de paciencia. A veces se desesperaba. Un día, y otro día, y nada. Beti bihar, beti bihar (‘siempre mañana, siempre mañana’), como dice una canción vascofrancesa.
Pensó que, al último, quizá tendría que esperar.
La fonda donde vivía Adrián, en la calle de los Arcos, era céntrica, y por lo mismo se notaba mucho al que andaba por aquellos alrededores. Adrián quería ir a otro sitio más lejano. En Bayona, por entonces, había unos hoteles con nombres antiguos en callejuelas céntricas, Le Coq Hardi (‘El Gallo Atrevido’), Le Coq Parlant (‘El Gallo Hablador’), La Galera, La Cruz Blanca, El Gallo de Oro, todos poco conocidos, y algunas posadas españolas, La Guipuzcoana, La Vizcaína, donde se comía bien, pero donde los cuartos eran malos, oscuros. Había también otras posadas medio tabernas en la calle de los Vascos del pequeño Bayona.
Adrián seguía paseando con el abate Verneuil, Este era todo un tipo. Era un hombre aguileño, gesticulador, un poco polichinela y muy expresivo. A veces se sacaba la peluca rubia y se limpiaba la calva con un pañuelo, tomaba rapé y no paraba de hablar.
Se ocupaba de magia, de astrología, de francmasonería y de ciencias ocultas. Según él, las maravillas que se contaban de Cagliostro y de Mesmer eran perfectamente auténticas, aunque abusivas. Había una ciencia hermética de los antiguos magos que era verdadera, pero que estaba mezclada con la magia negra.
Adrián era demasiado activo y demasiado práctico para tomar aquello en serio, pero le divertía mucho escuchar al abate.
A Verneuil le había entrado afición por todo lo misterioso y maravilloso. Tal inclinación estaba en el aire de la época, quizá por una reacción contra el sensualismo y la tendencia lógica de los Cabanis, Helvetius, Diderot y de los enciclopedistas.
En los paseos, Verneuil hablaba de todo, aunque siempre con ironía. Hubiera podido presentar como Pico de la Mirandola novecientas proposiciones de dialéctica, de moral, de física, de matemáticas, de teología, de magia natural y de cábala, sacadas de los escritores más ilustres del mundo y defender el pro y el contra.
El abate creía que todo lo doctrinario era atractivo para el hombre y falso y sin valor para la vida. Esto le hacía considerar como políticos perjudiciales a los partidarios de Juan Jacobo Rousseau, que en vez de pensar que tenían que gobernar a hombres con cualidades y con defectos pensaban que su fin era poner en práctica unos principios.
—¿Así que es usted enemigo de las teorías de Rousseau?
—En absoluto.
—¿Más que de Voltaire?
—Rousseau es un loco… Voltaire, no, pero es nuestro enemigo.
El abate tenía varias personalidades. Era un poco monstruo, bufón y sabio.
Era además coleccionista y compraba lo que encontraba en las prenderías y tiendas de antigüedades que se vendía, en general, muy barato.
El abate Verneuil, con un maestro de escuela llamado Maldonat y un profesor de Hidrografía de Bayona, recogía papeles antiguos y documentos de la Revolución.
Tiempo más tarde apareció en la fonda «La Bilbaína» un inglés que estaba viajando por Francia por entretenimiento y por pura curiosidad, y al parecer se divertía muchísimo. Al señor Hamilton le interesaba lo pintoresco de la Revolución y no le preocupaban los planes y las teorías que circulaban en Francia.
El señor Hamilton era un hombre alto y grave, de hombros anchos, con un redingote largo y botas de montar. Para este señor Francia era principalmente un país divertido y un poco absurdo. Lo veía a través del Viaje Sentimental de Sterne y del libro del agrónomo Arturo Young.
Realmente, era difícil encontrar un término medio entre las observaciones del uno y del otro autor. Young, el hombre de la Agronomía, era un terrible demoledor; Francia, para él, no tenía sentido práctico; a las mejores tierras del mundo no les sabía sacar rendimiento. Young pretendía que los franceses se dedicaran a la agricultura y no a echar discursos revolucionarios y patrióticos. Cuando visitó la abadía de Benedictinos de París se escandalizó pensando en lo mal cultivadas que estaban las tierras que había en sus contornos. ¡Qué patatas! ¡Qué coles! ¡Qué remolachas se podían obtener allí! ¡Qué rebaños de vacas y de cerdos podían pacer en aquellos prados!
Para Young, la conversación francesa era una serie de lugares comunes insípidos y los discursos de retórica altisonante le molestaban y le fastidiaban. En cambio, para Sterne, de un temperamento sensible y afectado, la charla francesa era una idealidad en sus cualidades y en sus defectos. Le encantaban al abate irlandés las vejeces, las tabaqueras, los coches antiguos y blasonados, las pelucas, las gracias de Lafleur, todas las mignardises del antiguo régimen y el uso y el abuso del tant pis y del tant mieux.
Paseando con el inglés, con el abate Verneuil y con un oficial vasco que quería traducir Don Quijote al vascuence, Adrián iba transcurriendo sus días.
Cuando hacía buen tiempo, marchaba por el campo al sol, y los días de lluvia por los Arcos.
A las nueve de la noche en invierno y a las diez en verano se tocaba la retreta y se cerraban las puertas de la ciudad. Era a principios de junio y hacía calor. A veces, para buscar el fresco, iban a la confluencia del Adour y del Nive, pero allí tampoco corría el aire.
Bayona, a pesar de sus murallas, no daba una impresión ahogada. Los dos ríos, el Adour y el Nive, le prestaban horizontes amplios.
Era entonces una plaza fuerte de primera clase y se entraba y se salía en la ciudad por cuatro puertas: la de Francia o del Reducto, la de Mousserolles, entre el Adour y el Nive, la puerta de España y la puerta de la Marina.
Adrián contemplaba casi todos los días la lucha entre la corriente del Adour y la del Nive. El Adour, el río gascón del país de Bigorre, de Armagnac, de Gascuña y de las Landas, amarillento y sombrío, y el Nive, río pequeño, vasco, azul, de agua clara y limpia.
Las embarcaciones que llegaban de los ríos eran distintas: por el Adour venían goletas, bergantines y polacras, y por el Nive, chalanas y algunas lanchas de pesca.