VII

DE URRUÑA A BAYONA

URRUÑA tiene algún pequeño nombre en el país vasco, principalmente por el letrero latino de su reloj de la torre de la iglesia, que dice así; Vulnerant omnes ultima necat (‘Todas hieren, la última mata’), inscripción que antes debía de ser frecuente en los relojes, pero que ahora no lo es. Entonces Urruña tenía en el cementerio, inmediato a la iglesia, muchas estelas funerarias, algunas con la esvástica curvilínea propia de los vascos y un calvario de piedra que desapareció durante la guerra.

En el hospital de Sangre de Urruña se estaba mal y un sanitario del ejército le dijo a Adrián que si hacía una solicitud dando su palabra de honor de no intentar escaparse y tenía algún dinero conseguiría que le llevaran a una casa del pueblo, donde estaría más cómodamente. Adrián firmó la solicitud y la promesa de estar tranquilo y no intentar huir, y le trasladaron en una camilla a una casa de la calle principal del pueblo con las ventanas y la puerta pintadas de un rojo rabioso y el interior encalado. Le subieron por una escalera estrecha de madera, que crujía como si fuera a romperse, hasta el segundo y último piso.

El cuarto que le dieron era un cuarto abuhardillado, con una cama de madera, cómoda con floreros de concha y un armario lleno de libros viejos. Allí había vivido un oficial republicano durante meses hasta que le trasladaron a la frontera belga.

Este oficial había fijado en la pared de la alcoba con migas de pan unas estampas.

Adrián las contemplaba desde la cama. Una era la Batalla de Fleurus ganada por el ejército francés, el 4 Messidor, el año II. Austríacos y franceses a pie y a caballo luchaban de una manera un tanto académica, disparaban los cañones y se veía un globo cautivo con unos observadores militares con sombreros de tres picos.

La otra estampa tenía este título: Vue du Camp Barraqué dé l’hermitage Saint-Anne, au-dessus de Hendaye. A l’Armée des Pyrénées Occidentales, en novembre 1792.

A Adrián le maravillaba el dibujo, porque había estado en aquel sitio a poca distancia del campamento y no había visto nada parecido.

«Quizá en la historia sea todo tan exacto como esto», pensó.

En el grabado se veía en el fondo un anfiteatro de montes y unas filas de barracas de madera y de tiendas de campaña de lona. Había un caserío alto y derruido con una bandera, carretas de cuatro ruedas por aquí y por allá, de tipo que no se veían nunca en el país, soldados a pie y a caballo, unos con tricornios y otros con chacó, y un elegante petimetre que intentaba abrazar a una mujer que le tiraba el sombrero al suelo de una manotada.

Además de estas dos estampas había una Toma de la Bastilla y un mapa detallado de la frontera franco española.

Adrián pensó que, si el mapa era tan exacto como la estampa, estaba lucido el que tuviera que servirse de él.

En aquella alcoba, Adrián pasó días muy malos. Le había extraído la bala un cirujano del ejército francés y le quedó una inflamación con una fiebre muy alta. Cuando se le pasó el dolor y la fiebre y comenzó a ponerse bien, empezó a pensar que se iba a morir lejos de su madre y de Dolores.

Tuvo después una gran melancolía y pensó que había hecho muchas necedades por jactancia y por presunción y que si salía bien del paso tenía que regirse por la inteligencia y aun por la astucia.

Adrián tuvo grandes miedos. Cuando oía a los soldados cantar en la calle con furia La Marsellesa, la Carmañola y el Ça ira se echaba a temblar. Esta canción revolucionaria y callejera no la cantaban con la letra antigua. La letra moderna era amenazadora, y decía:

Ça ira, ça ira, ça ira

Les aristocrates á la lanterne!

Ça ira, ça ira, ça ira

Les aristocrates on les pendra!

El médico del regimiento, el doctor Beaumont, hombre severo y de genio adusto, trataba siempre a Adrián con gran severidad; pero un día se mostró con él amable y le llamó jeune-homme y mon gars y le dijo que no se metiera en más aventuras.

Se encontraba ya mejor y sin fiebre, comenzaba a andar por el cuarto con un bastón y a asomarse a la ventana. Se aburría, y notó un día que en el bolsillo del gabán llevaba los Viajes de Gulliver, en un tomito en una de las primeras ediciones que se había publicado en Londres sin nombre del autor en 1727.

Entonces se puso a leer. Acabó la primera parte, o «El Viaje a Liliput», y le pareció una cosa de risa. Al seguir la lectura, comenzó a darse cuenta de la parte agria y misantrópica de crítica de todo que había en la obra. Encontraba bromas feroces.

Pensó que poner a los hombres pequeños en Liliput y gigantes en Brobdingang era dar una impresión de lo relativo de todo lo humano muy sagaz. Algunas ocurrencias, como la de hacer a los hombres esclavos de los Huyhum, medio caballos medio monos, casi le indignaron.

Días después, en un rincón del cuarto encontró Pablo y Virginia y El Caballero de Faublas; sin duda los leía el oficial francés que le había precedido allí.

Uno de aquellos días en que ya pensaba en pedir permiso para salir a la calle se presentó un médico, Larralde-Diustegny, que era asesor del ejército y persona importante de Urruña, con el capitán francés a quien había visto intentar entrar en la iglesia de Biriatu rompiendo la puerta a hachazos.

—¿Qué tal vamos? —le preguntaron.

—Ya vamos bien.

—Le traigo a usted un poco de tabaco —dijo Larralde-Diustegny.

—Muchas gracias, doctor.

El médico y el oficial se sentaron el uno en una silla y el otro en la cama.

—¿Es usted vasco? —preguntó el oficial.

—Sí.

Comenzó la conversación entre los tres en vascuence. El doctor hablaba muy bien esta lengua; el militar, un vascuence de aire literario. Después pasaron al francés. El oficial hizo a Adrián varias preguntas sobre el país vasco español y sus creencias supersticiosas que él creía que eran célticas. Luego hablaron de Méjico y después se dispusieron a marcharse.

—¿Qué irán a hacer conmigo? —preguntó Adrián poco después al amo de la casa.

—Primeramente le llevarán a Bayona y luego le dejarán libre. Esta guerra durará poco.

Adrián quedó un poco asombrado de los conocimientos del viejo oficial francés, y cuando llegó el practicante que le hacía las curas le preguntó:

—¿Quién era ese capitán que ha venido a verme con el doctor Larralde-Diustegny?

—No sé. ¿Cómo era?

—Un señor de cara aguileña, como de cincuenta años, que habla español, vascuence y latín, uno que atacó el pueblo de Biriatu hace unos meses.

—Ese es el famoso Latour d’Auvergne, el primer granadero de la República. Le han querido hacer general, pero no quiere. Sabe quince o veinte idiomas, y ahora aprovecha su estancia aquí para aprender el vasco.

—¿Y cómo no siendo alto jefe manda una fuerza importante? —preguntó Adrián.

—Es una excepción que hacen con él. Va al frente de un batallón de la Columna Infernal. Él está siempre entre los soldados. Lleva arrollado un gabán al brazo izquierdo durante las batallas. Le han querido destituir porque pertenece a una familia de la nobleza, pero los soldados no lo han permitido.

—¿Y es republicano?

—Sí, de los más entusiastas. Es un sans-culotte, es un amigo del pueblo sin ambiciones. Tiene categoría de general, pero no quiere que le llamen así, y hace la misma vida de los soldados: come con ellos y duerme en el mismo cuartel.

—Debe ser un hombre valiente.

—Mucho. Hace unos meses, cuando los nuestros atacaron la línea del Bidasoa, él solo con un hacha quiso romper las puertas de la iglesia del pueblo y entrar en ella.

—Yo lo vi.

—¿De verdad?

—Sí.

—¿No entró?

—No, estaba la puerta muy atrancada.

—Y los soldados españoles son muy bravos.

Era una galantería de francés que había que agradecer.

—¿Y el doctor Beaumont?

—Es un buen tipo. Pone siempre cara de perro, pero es una buena persona.

—¿Republicano también?

—De los finos.

El practicante era un entusiasta de Danton y de Robespierre y consideraba como a un enemigo personal al marqués de Saint-Simon, jefe de la legión Real de los emigrados realistas.

Durante el verano, Adrián supo que los franceses, después del ataque por los Alduides, entraron en el valle del Baztán con unos diez mil hombres y con una división de siete u ocho mil forzaron el paso de Vera y ocuparon este pueblo y luego Lesaca y Oyarzun.

Los españoles, con menos gente, tuvieron que retirarse a Hernani.

A Adrián, el mismo día que el médico francés del regimiento, el doctor Beaumont, le dio de alta, le comunicaron que le iban a trasladar a Bayona. Con esto volvió otra vez al pesimismo y a las ideas melancólicas.

Efectivamente, le llevaron al castillo viejo de Bayona, y poco después a la Ciudadela.

A la semana siguiente apareció allí su madre, doña Cristina. Madre e hijo se abrazaron llorando. Doña Cristina supo días antes que su hijo estaba preso, pero no que se hallase herido. El comprobarlo llenó a la pobre señora de zozobra.

Adrián logró tranquilizarla. Le contó la visita que había recibido de Larralde-Diustegny y de Latour d’Auvergne, hombre que tenía gran prestigio. Quizá con ésta y con alguna otra influencia que podrían buscar consiguieran que le dejaran libre acantonado en Bayona hasta que concluyera la guerra.

Estuvieron pensando a quién se podrían dirigir, y Adrián dijo, por lo que había oído a los prisioneros, que las personas de más influencia entonces en el ejército eran los convencionales Pinet y Cavaignac, venidos de París. Estos compartían su poder en Bayona con Basterreche y Garat.

Doña Cristina salió con la esperanza de sacar a su hijo de la prisión, y desde el día siguiente empezó a visitar a unos y a otros y a decirles que su hijo había sido llevado a la guerra por sorpresa. Fue a visitar al doctor Larralde-Diustegny, que tenía la casa en San Juan de Luz, y a otras varias personas de influencia.

En la Ciudadela, Adrián gozaba de mucha libertad y hablaba con jefes y oficiales jóvenes que estaban en las oficinas y en las guardias.

Estos militares franceses le parecían una gente petulante y vanidosa aunque buena. Creían que sólo Francia existía en el mundo y que todo lo demás era pálida imitación de su prodigioso país.

Algunos oficiales hacían el honor a Adrián, por lo menos así lo creían ellos, de discutir con él. Uno de ellos era un capitán rubio, burlón y ordenancista.

España para ellos era un país salvaje, que había hecho cosas extraordinarias como la conquista de América, pero nada más. El mundo no le debía nada a España en el concepto de la civilización.

—¿Es que Don Quijote no es un libro que está bien? —preguntaba Adrián.

—Sí; pero de ésos hay muchos en Francia.

—¡Yo creo que ninguno!

Lo que Adrián reconocía en los franceses era que en general no se mostraban rencorosos y que olvidaban todo pronto.

Doña Cristina, después de muchas visitas y de ir y venir, como nadie tenía interés en que Adrián estuviera preso, logró que fuera puesto en libertad con la condición de que no saliera de Bayona.

Adrián fue a hospedarse con su madre. Esta vivía en una fonda española, «La Bilbaína», de la calle del Puerto Nuevo, que entonces se llamaba calle del Gobierno y siempre era conocida por la de los Arcos. La buena alimentación y la tranquilidad repusieron en seguida a Adrián. Su madre le veía ya fuerte, aunque cojeando un poco. Días después hablaron madre e hijo de los acontecimientos trascendentales para ellos, de aquel año y de sus proyectos.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó doña Cristina a su hijo.

—Ahora —repuso Adrián—, creo que lo mejor que podemos hacer es que tú te vayas a casa del tío Fermín Esteban, recojas todo y prepares nuestra vuelta a Méjico. Yo me reuniré contigo en cuanto pueda. Creo que sabiendo como sé el francés y el vascuence me las arreglaré fácilmente para salir pronto de aquí e ir a España.

—Me da miedo dejarte solo. No vayas a hacer alguna tontería.

—No tengas cuidado, no las haré.

—¡Hum…! No sé.

—Te aseguro que no las haré. Esta época de la guerra me ha enseñado mucho.

—¿Qué es lo que te ha enseñado?

—Pues me ha enseñado a comprender que soy uno de tantos. Nada más. Y antes me creía una maravilla.

—Claro. Eso es verdad. No eras excepcional más que para mí… Ni nadie lo es.

—Además, tampoco soy valiente, aunque antes creía que lo era.

—No, eso no, valiente eres, algunas veces hasta demasiado.

—No, no lo creas. Soy templado en un momento, pero luego me vienen alternativas, hundimientos en la decisión y en el valor. A veces soy decidido y resuelto, pero ante una dificultad grande o ante un dolor como este de la herida me amilano. Vuelvo a reaccionar y a tener energía y en seguida caigo de nuevo en el marasmo. Así he pasado todo este tiempo entre unos momentos de energía y otros de desanimación y de flojera.

—Creo que eso te pasa a ti como a todos, pero hay que buscar un término medio.

—Eso es lo difícil.

—No digo que no.

Evidentemente Adrián no tenía el valor que admiraba Napoleón; el valor de las cuatro de la mañana, del hombre solo, valor sin gritos, sin teatralidad, cuando no hay luz y hace frío. Para eso se necesita tener los nervios muy fuertes y muy duros, y él no los tenía. Probablemente el mismo Napoleón tampoco tenía ese valor y por eso lo admiraba tanto.