HERIDO Y PRISIONERO
BIRIATU es un pueblo pequeño, de trescientos habitantes lo más, colocado en un alto en la orilla francesa del Bidasoa. Es una aldea en miniatura con una plaza que parece de juguete y un frontón para jugar a la pelota. La iglesia, según se dice, está edificada sobre las ruinas de un castillo construido por Ricardo Corazón de León durante sus excursiones por el ducado de Aquitania, que llegaba hasta el Bidasoa.
Un día de verano, parte de la fuerza de vanguardia, entre la cual se encontraba Adrián, estaba defendiendo Biriatu. Adrián, con su compañía, se hallaba en la plaza del pueblo cuando se vieron atacados de improviso y casi cercados por las tropas republicanas.
El pueblo de Biriatu tenía poca guarnición: un destacamento de Infantería, una compañía de vanguardia y varias partidas formadas por contrabandistas de Sierra Morena, con un jefe llamado Úbeda, que había venido de su país.
Los franceses atacaron Biriatu con gran impetuosidad: llegaron dos veces a lo alto del cerro y dos veces fueron rechazados por los españoles; pero un capitán, a la cabeza de sus granaderos, un hombre ya viejo, se precipitó por tercera vez con tal energía sobre los españoles, que éstos tuvieron que refugiarse en la iglesia, que con anterioridad había sido fortificada. El capitán quiso romper la puerta con un hacha para entrar, pero no pudo conseguirlo y no tuvo más remedio que retirarse en medio de una lluvia de balas. Al día siguiente volvió a la carga, pero no consiguió nada.
Adrián se fijó mucho en el capitán francés que dirigió el combate. Era hombre de edad. Tenía el bigote cano, las mejillas curtidas por el sol y el tipo aguileño. Daba una impresión rara de inteligencia, de decisión y de audacia.
Después de estos encuentros, se confió el mando de las baterías, desde Vera hasta Biriatu, a un sobrino del general Caro, del mismo apellido, que era el marqués de la Romana.
El marqués era asequible, le gustaba conversar con los oficiales un poco cultos. Adrián habló con él repetidas veces. El marqués leía bastante, lo mismo libros antiguos que modernos. Era muy liberal. Creía que la Revolución francesa había desviado las ideas de libertad y tolerancia de los filósofos franceses e ingleses, llevándolas por un camino de fanatismo e intransigencia. La ejecución de Luis XVI y de María Antonieta, además de reprobables como hechos, le parecían verdaderos disparates políticos. Esto no le quitaba para que sintiera cierta admiración por algunos personajes del Terror y leyera todo lo que se contaba de ellos.
Aquel otoño fue muy suave en el país vasco; la temperatura, deliciosa; tardó mucho en hacer frío, y hubo días de sol en que se podía estar casi siempre al aire libre.
Desde la ventana de su cuarto Adrián contemplaba el valle del Bidasoa, que corría por entre maizales, los montes de Guipúzcoa, de Erláiz y de Pagogaña, éste con un castillo, y la cresta de la Peña de Aya con sus picos como almenas en el cielo resplandeciente.
Las noticias que llegaban de París eran cada vez más alarmantes. Parecía que venía el fin del mundo. Habían guillotinado a muchas personas célebres, entre ellas al célebre astrónomo Bailly. A. Adrián le hizo mucho efecto la noticia, porque este sabio era miembro de la Sociedad Vascongada de Amigos del País y de él hablaba con frecuencia el profesor de Matemáticas, don Jerónimo de Más, del colegio de Vergara.
Se contaba cómo el pobre astrónomo había sido llevado al suplicio un día de invierno y cómo los preparativos para armar la guillotina fueron largos; sus miembros, helados por el frío y la lluvia, temblaban convulsivamente.
—¿Tiemblas, Bailly? —le dijo uno de los asistentes.
—Sí, amigo mío, pero es de frío —contestó con sencillez.
Otros horrores se oían constantemente.
De los españoles se hablaba de Andrés María de Guzmán, aristócrata revolucionario, acerca del cual habían corrido muchos rumores. Se decía que lo habían guillotinado con los partidarios de Danton. De él se contaban varias historias impresionantes.
Del abate Marchena no se sabía nada; unos decían que estaba en la cárcel; otros, que andaba suelto, y se le pintaba como un intrigante.
El Gobierno francés parece que no era muy benigno con los extranjeros que estaban en París. Tampoco lo era con los emigrados franceses que luchaban en España a las órdenes del marqués de Saint-Simon. A los que cogían prisioneros los llevaban a Bayona y los guillotinaban.
La campaña española no tuvo ningún gran poeta que la cantara ni ningún pintor que la ilustrara con obras maestras.
De Madrid se envió una estampa grabada muy toscamente que tenía por título: compañía de don Pedro Úbeda.
En la acción del 13 de julio de 1793 con los nombres y patria de los más memorables.
Esta compañía debía de ser la de los contrabandistas de Sierra Morena.
En esta estampa burda aparecía a la izquierda don Pedro Úbeda a caballo con casaca, peluca con coleta y la espada en la mano. En una cartela próxima decía en algo que quería ser verso:
Úbeda y su compañía
todos con suma alegría
hacen ver en la Estación
su Lealtad y Religión
En el centro de la estampa había varios soldados con uniforme, sombrero de medio queso, casaca, pequeño fusil y pistolas en la cintura, y al pie sus nombres. A la derecha, de una casa, salía una mujer que daba algo a los soldados, y una cartela con otra cuarteta peor que la anterior.
Después venía el anuncio de la librería que había publicado esta obra extravagante: «Se vende —decía— en la librería de Escribano, de Madrid, calle de Carretas, con las vistas de Condé, Marsella, Tolón, Camprodón, Valenciennes, batalla de Troullas, Villafranca y la toma de los lugares del campo de Villalonga y castillo de San Telmo».
La guerra no producía ningún Rafael de Urbino que la ilustrase.
Las noticias cada vez eran más alarmantes. El Terror se enseñoreaba en la capital de Francia y en los campos, Robespierre y los suyos eran los proveedores más fieles de la guillotina.
Adrián no estaba asustado. Siempre había tenido una confianza en sí mismo absurda e inmotivada. Siempre había supuesto que él resolvería las dificultades por un impulso genial que no tenían las demás personas. Por el momento todo le salía bastante bien.
A principios del año, sería por el mes de febrero, los españoles prepararon un ataque importante contra las fuerzas francesas.
Formaron tres columnas y se adelantaron por Vera y por Biriatu a dominar las alturas y caer sobre los campos franceses atrincherados de Urruña y de Hendaya, que eran varios: el campo de la Libertad, el reducto de los Sans-Culottes, el café Republicano, Jolimont y la montaña de Luis XIV.
La empresa quizá falló por falta de número. El campo de la Libertad y el reducto de los, Sans-Culottes estuvieron expuestos a caer en manos de los españoles. Probablemente el general Urrutia, que mandaba la acción, vio que no tenía fuerzas bastantes para resistir en el llano, y se retiró a las alturas en un orden perfecto.
Unos meses después, las operaciones militares comenzaron a hacerse más intensas. Los franceses iban aumentando sus fuerzas por el otro lado de la frontera.
El general Moncey, entonces republicano exaltado, había llevado a Hendaya varios cañones y desde allí bombardeaba sin parar Fuenterrabía. El ejército francés iba aumentando por momentos.
Los vascos de más allá del Bidasoa partidarios de la Revolución formaban la vanguardia de una fuerza formada por doce mil hombres llamada la Columna Infernal y mandada por el general Delaborde.
Por este tiempo, los españoles que veían que los franceses se les echaban encima con sus hombres y sus cañones, hicieron varias salidas. En una de ellas, Adrián fue con la columna del marqués de la Romana hacia el monte Diamante, mientras otro general iba de Vera al monte Mandal y hacia el calvario de Urruña.
La misma facilidad del avance perdió a Adrián y a su columna. Celay y él quisieron adelantar con su patrulla, pero al entrar por un barranco fueron recibidos por una descarga cerrada. Celay cayó con una herida en el pecho. Adrián se acercó a él, pero al verle a su segundo comprendió que estaba perdido.
«Se acabó —le dijo Celay—. ¡Qué lástima!»
Quizá se lamentaba en el último trance de no ver lo que esperaba; Adrián comenzó a huir por entre los matorrales y de pronto notó que estaba herido en el muslo. Tuvo serenidad para sacar un pañuelo y atárselo apretado en el muslo. Al cabo de algún tiempo llegó una patrulla francesa que le llevó a un pequeño hospital de sangre de Urruña.
Durante aquellas horas que pasó solo, herido en medio del campo, desangrándose, con sudores fríos y vértigos, se convenció de que había perdido toda su moral, que su valor era ficticio, que nunca lo había tenido, que nunca había tenido más que vanidad.