A LA GUERRA
EN Oyarzun, Adrián empezaba a languidecer. Se aburría. No tenía cartas de Dolores. La impaciencia le trastornaba y le entraba la manía del movimiento. Se ponía a escalar los montes próximos y a moverse de acá para allá con una furia juvenil.
En la tertulia de la botica vieja, un día que había venido Zabaleta, se habló de que se buscaban jóvenes fuertes de alguna cultura y de valor para pasar pronto a oficiales en el ejército español, que había mandado primero el general Urrutia y después el marqués de la Romana, don Ventura Caro.
Pedro Zabaleta y Adrián hablaron de esto. Zabaleta no sentía ninguna vocación guerrera. Adrián, que hacía mucho tiempo no tenía carta de Dolores, aseguró que quizá mejor que la inquietud y el aburrimiento era el peligro.
«Yo pienso salir poco de Irún —dijo Zabaleta— y sobre todo no acercarme a la frontera.»
Don Rafael, el farmacéutico, dijo una vez, en la conversación, que Adrián, por su apellido, debía proceder de una barriada de caseríos que se llamaba Erláiz o Erláitz, en un monte que estaba en término de Irún en dirección de Endarlaza, y que tenía minas de hierro y de cinc. En ese punto se había intentado hacer un camino militar.
—¿Y es fácil de llegar a ese sitio? —preguntó Adrián.
—Sí, se puede ir en una hora o cosa así; pero en estas circunstancias lo mejor es no aparecer por allá.
Adrián no hizo caso de la observación, y al día siguiente se dispuso a marchar a Erláiz. Subió por el camino de la ermita de San Marcial y después por un sendero a la parte más alta del monte. A unos campesinos les preguntó:
—¿Esto es Erláiz?
—Sí.
—¿Este grupo de casas?
—Sí.
El campesino, como curiosidad del lugar, le mostró una piedra que tenía este letrero: «Desde aquí la deserción tiene pena de la vida».
—¿Y esto qué quiere decir? —preguntó Adrián—. ¿Qué ejército podía haber aquí para que la deserción tuviera en este punto más gravedad que en otro?
El hombre se encogió de hombros, porque no lo sabía.
En aquel momento se acercaron a Adrián varios soldados armados con un oficial.
—¿Qué hace usted aquí? —le preguntó éste.
—¿Es que no se puede estar en este sitio?
—No, señor. Esta es zona de guerra y queda usted detenido. Hala, venga con nosotros.
Le llevaron a una de aquellas casas y le hicieron esperar hasta que vino otro oficial, que le interrogó.
Adrián no llevaba salvoconducto. El oficial le dijo que tenía que conducirlo a Irún y presentarle al comandante del pueblo y darle explicaciones. Adrián lo tomó con indiferencia y el oficial pensó que era hombre templado.
La verdad es que no se sabe si el tener aplomo y una buena idea de sí mismo es cosa buena siempre o no. Sirve, indudablemente, en muchos casos para prosperar y en otros para dar batacazos. El ideal sería tener el ímpetu con alternativas de introspección y de crítica. Lo malo es que en la mayoría de los hombres el ímpetu crece a costa de la introspección y de la crítica y la crítica a costa del espíritu.
Adrián, con el oficial y los soldados, fue a Irún, donde le llevaron a presencia del comandante. Este pudo ver que el detenido no podía ser espía ni mucho menos, y cuando vio que era fuerte, decidido y que sabía francés y vasco, le dijo:
—Usted no tiene los papeles en regla y el viaje de usted por la zona militar puede parecer sospechoso. Yo no tengo más remedio que tenerle detenido hasta que se aclare el asunto, pero puede haber otra solución, y es que usted entre de voluntario en un batallón de vanguardia que se está formando. Entonces se queda usted libre y en poco tiempo le hacemos oficial.
Adrián reflexionó un momento y aceptó.
Salió de allí y a poco fue a ver a Zabaleta y a contarle lo que había hecho.
«¡Pero tú estás loco! —le dijo su amigo—. ¿Qué vas a decir a tu madre y a Dolores?»
Adrián no veía entonces más que su postura, que creía que en todos los conocidos produciría asombro y admiración.
Los franceses habían comenzado aquella guerra con frialdad, hasta que fueron sustituyendo los jefes viejos e indiferentes por otros jóvenes entusiastas y ambiciosos, que veían en la política una carrera y su porvenir. Los franceses jóvenes tenían entonces, la mayoría, el fanatismo de la Revolución y eran capaces de todo. El ejército español era un ejército de profesionales; los oficiales se divertían haciendo una guerra que a la mayoría no les interesaba; la campaña se llevaba con poco entusiasmo; no había en España revolucionarios y, naturalmente, tampoco había antirrevolucionarios.
La moral de las tropas francesas no era muy fuerte. Los españoles, mandados entonces por don Ventura Caro, eran unos treinta mil, extendidos en una zona de la frontera bastante extensa, desde Fuenterrabía hasta el monte de Altobiscar.
Donde había más tropas españolas era en la línea del Bidasoa, en el puerto de Ibardin, en el monte Erenzu de Vera y en Echalar hasta Peñaplata.
Adrián, en las primeras acciones en las que intervino, demostró serenidad y valor. A pesar de luchar contra la Revolución, en su compañía había bastantes guipuzcoanos que se caracterizaban por su simpatía por las ideas francesas nuevas. El segundo de la compañía de Adrián era un guipuzcoano que le llamaban por el nombre de la casa Celay. Celay era un calavera y un aventurero, impetuoso y con ideas contradictorias. Estaban en la guerra como en su centro, no tenía proyectos de ninguna clase y sólo planes del momento.
Adrián, acostumbrado ya a andar por los montes, se encontraba bien. Estaba fuerte y atezado por el sol y el aire. Durante la primera parte de la campaña escribió varias veces a Dolores, enviando las cartas como habían quedado de acuerdo al caserío de la criada que servía en la casa de Emparan. Trataba de convencer a Dolores que la guerra era como un ejercicio gimnástico.
La campaña tenía sus alzas y sus bajas y los dos ejércitos, tanto el español como el francés, se batían con valor y con inteligencia, respetando las normas de los países civilizados. No se fusilaba a ningún prisionero. La severidad de los franceses se ejercía contra los realistas de su país, a los cuales no perdonaban y si los cogían prisioneros los internaban y los guillotinaban.
Con los militares españoles se mostraban en general benévolos.
Adrián tuvo sus éxitos. Uno de ellos fue en la meseta que se llama La Croix des Bouquets. Por el encuentro fue citado con elogio en el parte de guerra.
Lo que notó Adrián pronto es que la vida de campaña tenía muchos días y semanas de aburrimiento. Había naturalmente horas de alegría, de angustia y de expectación, pero los momentos aburridos eran los más frecuentes.
Adrián había llevado en el bolsillo un libro en inglés que le había dejado un profesor de Vergara. Eran los Viajes de Gulliver. Como le costaba algo leerlo, no le sacaba mucha sustancia.
Adrián y Celay hablaron y discutieron con frecuencia. Celay era un doctrinario, un fanático de la Revolución. Para Celay había que estar en una lucha constante contra las formas del antiguo régimen, no había que dejar vivir a la Monarquía ni a la aristocracia.
—Pero, ¿hasta cuándo va a seguir la lucha?
—Siempre.
—No, eso no —contestaba Adrián—. Yo supongo que hay errores, injusticias, estupideces en este régimen antiguo que los franceses quieren ahora combatir. Está bien, pero no va a ser eso constante.
—Yo creo que sí, constante —decía Celay.
—Pues, mira, yo eso no lo comprendo. Es como si me dijeran: Desde hoy, en esta casa, no habrá bienestar ni alegría ninguna. Nada. Se comerá mal, de noche se hará ruido, se molestará a todo el mundo…, bueno, y ¿para qué?
—Tú no tienes idea de lo que es la Revolución.
—No sé si tengo idea o no, pero eso me parece una estupidez y un absurdo. También es un absurdo que tú estés aquí, porque en tal caso, debías estar allí, en el campo contrario.
Celay murmuraba y no decía nada.