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AQUELLA noche, después de cenar, se reunieron, en un gabinete-tocador que había entre dos alcobas las muchachas de la familia de Emparan y sus amigas y allí se pusieron a charlar.
Margarita Olano, cuando iba a Azcoitia, paraba en casa de Emparan, y Soledad Ponce de León, que vivía lejos y a quien no le gustaba ir de noche, aunque fuera acompañada por algún criado con un farol por las calles sombrías, se quedó también con sus amigas.
La conversación de las cuatro damiselas giró alrededor de la fiesta y de la opinión que les merecían los jóvenes que habían estado en ella, sobre todo de los amigos de Adrián. Las cuatro estaban bastante de acuerdo en sus inclinaciones y simpatías.
De Pedro Zabaleta pensaban que era un poco ligero, mientras no se tratase de cuestiones de música, porque, tratándose de ellas, entonces sí se mostraba intransigente.
—Es bueno como amigo —dijo María Emparan—, pero como pretendiente es de una sosería perfecta.
Alguna de las muchachas le encontraba gracioso, con sus ojos claros de perro fiel, el pelo castaño, la cara atezada por el sol y el aire y la expresión alegre. Sabían que era sobrino de un viejo farmacéutico de Irún y que pensaba seguir la misma profesión. Esto de la botica no entusiasmaba mucho a las muchachas. Se reían pensando en sus aficiones a buscar hongos por los montes y a creerse uno de los mejores conocedores de estas criptógamas del país.
María Emparan alababa su oído. Era cierto que tocaba todos los instrumentos que le venían a mano, lo mismo los de cuerda que los de viento, y había dicho Adrián que en Vergara muchas veces sustituía al organista en el coro de la iglesia y al director de la banda de música en la plaza. También le había contado Adrián que no podía vivir sin novia; pero como tenía cierta debilidad de carácter, era víctima de los caprichos de las elegidas, que unas veces le trataban como a un criado y otras coqueteaban con cualquiera delante de él, sin tomarle en cuenta para nada. En aquel momento, según Adrián, estaba prendado de las cuatro gracias de la casa de Emparan. No podía decir cuál de ellas le gustaba más.
Esto produjo grandes risas y bromas entre las muchachas.
—Al parecer —siguió diciendo María en serio—, yo le gusto por mis aficiones musicales; Soledad, por sus ojos verdes y su aire oriental; Margarita, por su tipo de damisela francesa, y Dolores, por su gracia y desparpajo.
Indudablemente, Zabaleta era amable, menos cuando se trataba de cuestiones musicales, porque entonces se mostraba severísimo. María contó que a un señor del pueblo que se consideraba como dilettante le había dicho:
—Perdone usted, señor mío, tengo que advertirle que esto ha salido muy mal, pero que muy mal. Se ve que no tiene usted ni oído ni buen gusto.
Entonces ella, María, le dijo:
—Mire usted, Zabaleta, no se puede ser tan severo con la gente. ¿No ha notado usted el mal efecto que le ha hecho lo que le acaba usted de decir?
—¿Y él qué contestó? —preguntaron las muchachas.
—Él dijo muy serio: «En cuestiones de música hay que ser severo. Si no, no puede haber concierto ni armonía posible».
Según Margarita Olano, Pedro Zabaleta estaba dominado por su amigo Adrián, que tenía más carácter y era más violento. Ella les había oído reñir y llegar a insultarse, pero se reconciliaban pronto.
—Tú siempre has de tener razón —decía Zabaleta.
—Cuando riño contigo, siempre —contestaba Adrián.
—¡Ah!, claro, tú te crees infalible, pero eres muy bruto.
—Yo seré bruto, pero tú eres cambiante como una mariposa.
—Te contestaré como tú. Yo seré una mariposa, pero tú eres un cabezota terco y testarudo.
Dolores se reía de las condiciones que atribuían a su galanteador.
El que más crédito tenía entre las muchachas era, sin duda, Antonio Zurbano. Todas menos la interesada aseguraban que estaba perdidamente enamorado de María. Ella decía que no, que no quería que se dijese eso, pero en el fondo le halagaba la suposición. Zurbano era esbelto, de aire distinguido. A Margarita le habían dicho que en Vergara tenía amistades con la gente más encopetada y más correcta. Estudiaba idiomas y cuestiones de Derecho y pensaba trasladarse pronto a Madrid, donde tenía un tío y padrino, hombre influyente en la corte.
Sentía preocupaciones aristocráticas y probablemente terminaría entrando en el Cuerpo diplomático. La familia, antes, había gozado de buena posición y venido a menos. Ahora el joven aspiraba a levantar su antiguo esplendor.
Zurbano, en Azcoitia, había abandonado a su compañero García Castejón y se reunía con más frecuencia con Adrián y Zabaleta. Se veía que no tenía ojos más que para María Emparan, en el fondo también ambiciosa y amiga del fausto.
Respecto a García Castejón, las muchachas estaban de acuerdo en considerarle como el más antipático de los cuatro. Se habían dado cuenta de que andaba rondando a Margarita Olano, pero ésta no quería oír hablar de ello ni mirarle, y le trataba con gran desdén. A García Castejón se le veía a veces a punto de decir alguna impertinencia rencorosa, pero Zabaleta le atajaba siempre, saliéndole al paso y deshaciendo sus artimañas de mal humor.
También se habían dado cuenta las muchachas de que García Castejón era más negado que los demás. Adrián, que no le tenía simpatía, contaba que en Vergara se mostraba violento, maquinador, un tanto acusón. Era también hipócrita, desconfiado y egoísta, se quería aprovechar de la amistad de los camaradas, pero tampoco sabía hacerlo con gracia. Era hijo de unos labradores ricos de un pueblo de la ribera y siempre estaba hablando mal del idioma y de las costumbres del país.
«Zaino, como diría mi padre», dijo Soledad.
En casa de Soledad Ponce de León, y por influencia de su padre, se pasaba de las palabras más castizas a las francesas, y los vocablos corrían después a los amigos y amigas. Así se empleaba con frecuencia para calificar a una persona capaz de desembarazarse de las dificultades la palabra débrouillard y la palabra soleta.
Después de larga conversación, las muchachas quedaron de acuerdo en su idea acerca de los cuatro estudiantes. Adrián era el tipo audaz, petulante, confiado en sí mismo, un poco aventurero con muchos proyectos. Zabaleta, el chico simpático, servicial, arlote y de buena pasta. Zurbano, el hombre ambicioso, correcto, tranquilo, que daba impresión de seguridad y de que haría camino en la vida, y García Castejón, el envidioso, el agrio, desconfiado, que quería someter a los demás a las pragmáticas del lugarón donde había nacido.
Y agotado el tema y llenas de sueño, las muchachas se fueron cada una a su cama a soñar con recuerdos agradables.
Los cuatro estudiantes que habían sido motivo de conversación de las señoritas de la casa de Emparan pensaron, a su vez, en las muchachas al volver cada uno a su hospedaje.
Adrián, que las conocía de antiguo y tenía mucha confianza con ellas, y sobre todo con Dolores, pensaban que sus asuntos amorosos marchaban bien. Las damiselas estaban de su parte. Durante todo el día de fiesta, Adrián había hablado pensando en Dolores y en sus amigas. No pretendía acaparar la atención general, porque esto produciría la envidia y la cólera de los rivales; sin embargo, a veces, se extralimitaba, pero la simpatía que tenía entre las chicas hacía que no quedara mal.
Pedro Zabaleta disfrutaba de una acogida siempre cordial. Desde el principio había hecho buena impresión con su candidez e infantilidad. Aquella tarde de fiesta en casa de los Emparan se metió a hablar de música con el párroco don Luis Arvizu, a quien consideraba muy inteligente en todo; con el organista Aristizábal, que también lo era, y con Margarita Olano. Para Arvizu no había más música que la clásica, la sabia: Bach, Haendel, Glück; lo demás no era nada. Don Miguel, el organista, aseguraba que en lo popular había cosas muy buenas; a Margarita Olano le gustaba sobre todo el canto. Zabaleta creía que gran parte de la música sabia estaba hecha a base de cantos populares; en cambio, el párroco Arvizu suponía que los cantos populares no eran más que música sabia caída en el arroyo y desnaturalizada allí. ¿Quién tenía razón? Difícil era saberlo.
Estas conversaciones recordaba Zabaleta al retirarse con Adrián a casa del señor de Altuna.
Zurbano volvía aquella noche satisfecho. Le parecía que había quedado bien, cortés, amable, discreto. Había dicho alguno cumplidos embozados a María Emparan y ella los aceptó con gracia. Él creía que había producido muy buen efecto. La muchacha era preciosa y la familia de las más distinguidas del país. Ella sería para él una buena compañera y una buena colaboradora.
García Castejón no salió nada contento de la reunión de la casa de Emparan. En la calle dijo a Zurbano que las tales damiselas eran unas marisabidillas ridículas y que las mujeres no debían hablar más que de las labores de la casa y de la cocina.
Al oírle Zurbano le dio de lado y cambió de conversación, poniéndose a divagar sobre sus proyectos lejanos.