IV

LOS CONDISCÍPULOS

HACÍA más de una semana que Pedro Zabaleta vivía en Azcoitia, en casa de Altuna, con Adrián y su madre.

Un día, después de comer, salieron los dos amigos de paseo, y al cruzar por la esquina donde se detenían las sillas de posta, vieron bajar a dos de sus condiscípulos del Seminario de Vergara. Uno era Antonio Zurbano y Gamboa, alavés, de Laguardia; el otro, Fermín García Castejón, de un pueblo de la ribera del Ebro.

Les saludaron, aunque con gran frialdad por parte de Adrián y con más simpatía y efusión por Zabaleta. Este estuvo hablando mucho con ellos y haciéndoles varias preguntas acerca de amigos y de condiscípulos. Cuando se despidieron, Zabaleta le dijo a Adrián:

—Vienen a pasar una temporada. Zurbano tiene parientes aquí. Me han dicho que suponen que no tendrás inconveniente en presentarles a algunas familias del pueblo.

—Pues se equivocan, porque lo tendré.

—¡Hombre, no seas bárbaro!

—A mí no me gusta la mentira. Con Zurbano no me he tratado en Vergara; he visto que allí se daba mucha importancia, no sé por qué. Debe de ser un poco tonto.

—No, Zurbano es un buen chico. Tiene un aire serio y parado, y nada más.

—Puede ser. Respecto a Castejón, tengo indicios para creer que es un envidioso y un atrabiliario. Sé que ha hablado mal de mí y que ha dicho que en Méjico todos son descreídos y francmasones y que yo tengo parentesco con los Altunas de aquí, amigos y lectores de Voltaire y de Rousseau.

—No hagas caso. Son charlatanerías sin importancia.

—No, si a mí no me preocupan, pero aquí se toma todo muy en cuenta, y ése sería capaz de jugarme una mala partida, o de fraguar algún enredo ante la familia de Emparan, que es lo que yo cuido con mayor interés, no hay que decir por qué.

—Lo sabemos todos: por Dolores.

—Naturalmente. Y como tengo algo que temer, por eso no quiero nada con acusones y delatores.

—Bien, pero como ya tienes la partida ganada, no hay que ser intransigente. ¿Qué te van a hacer esos dos condiscípulos?

—Nada bueno. Desconfío de la gente atravesada. Son capaces de todo.

—No veo que haya razón para desconfiar. A Zurbano le he tratado, es un buen chico, algo presumido y de ideas rancias, pero te aseguro que no es mala persona. Respecto a Castejón, es más violento; pero con estar en guardia ya basta.

—Pues no me fío nada de esa clase de tipos.

—Yo no te digo que los lleves a reuniones de gran intimidad, pero a fiestas a donde acuda bastante gente, a las que se vaya a oír cantar o a tocar el piano, no creo que te deba importar nada llevarlos.

—Aquí no se hacen diferencias de esa clase de reuniones; en cualquiera se puede empezar por cantar o tocar el piano y acabar charlando y murmurando.

—En fin, no me parece legitimada tu desconfianza.

—Bien, si me pasa algo tú tendrás la culpa, y te advierto que a la primera cosa que note que murmuran o que intrigan contra mí se lo diré al que sea cara a cara y veremos lo que ocurre.

—¿Por qué vas a pensar que va a salir una tragedia de una cosa tan sencilla como llevar a unos condiscípulos a las casas de unos señores del pueblo? Me parece demasiada desconfianza y darle al asunto excesiva importancia.

Adrián quedó enfurruñado.

Zurbano era un tipo elegante y fino, moreno, con los ojos claros, muy atento y cortés. García Castejón era pequeño, juanetudo, con la piel cetrina y los ojos brillantes.

García Castejón era un tipo atravesado; en el Seminario detestaba a todos los compañeros, sobre todo a los que se mostraban simpáticos y elegantes. Odiaba también a los profesores y lo que le querían enseñar, y las costumbres del colegio le parecían insoportables.

Los días siguientes, Zabaleta anduvo y paseó con sus condiscípulos. Adrián no tuvo más remedio que reunirse con ellos.

Zurbano le llegó a parecer simpático, pero no Castejón. Hicieron algunas pequeñas excursiones juntos, en coche y a caballo. Estuvieron en un palacio de Zarauz, que se hallaba cerca del mar y tenía una hermosa biblioteca; en una antigua casa gótica de Cestona y en el monte Izarraitz. Fueron también una vez a la casa del tío de Adrián, don Manuel Altuna, y Adrián, confiado, cambiando de opinión, se decidió a presentar a sus condiscípulos en casa de Emparan. Fueron recibidos en ésta y en otras con amabilidad y los invitaron a algunas reuniones.

A las tres gracias, María, Dolores y Soledad Ponce de León, que se convertían en cuatro cuando llegaba de Legazpia Margarita Olano, les fueron presentados los condiscípulos.

Adrián era imprescindible en todas las tertulias; organizaba veladas, o traía fantoches y les hacía doblar en representaciones de guignol. También algunas veces exponía vistas y escenas con la linterna mágica que había traído de América, dando explicaciones pintorescas que producían el regocijo de los espectadores.

Pedro Zabaleta, con don Miguel el organista y María Emparan, preparaban los conciertos, y a todas horas el estudiante filarmónico tenía que ir y venir de una casa a otra a copiar papeles de música, dar consejos, ensayar a los solistas o a los que formaban parte de un pequeño coro.

Zurbano, el alavés, se mostró como un joven serio, muy atento, muy fino y se ganó en seguida la simpatía de las señoras mayores, que lo encontraban servicial y respetuoso, cosa que, según ellas, ya no era corriente entre los muchachos de la época. Zurbano empezó a cortejar a María Emparan, que al principio se le mostró indiferente y burlona, pero después ya no.

García Castejón, reconcentrado y violento, no parecía tener gran éxito, y al poco tiempo de estar en Azcoitia, más que a los salones se dedicaba a jugar a la pelota en la plaza, al mus en las tabernas y a beber. Se veía que era envidioso, agrio y malhumorado; no tenía simpatía por la gente del país y su estancia en el pueblo le debía parecer odiosa.

Un día de fiesta, don Ignacio de Emparan, como lo hacía con frecuencia, invitó a comer a sus amigos y a Adrián y a Zabaleta. A Zurbano y a García Castejón, con quienes no tenía intimidad, les dijo que fueran a los postres, a tomar café en su compañía.

Después de la comida, la señora de la casa, doña Petra, fue a descansar, la Eushebi a dar algunas órdenes al hortelano, los amigos viejos y respetables del señor Emparan a la sala y los jóvenes al gabinete, que tenía comunicación con el jardín y que era tan de su agrado.

Después de charlar de mil cosas fútiles, se refirieron de pasada a la ciencia del baile, según frase de un personaje de Moliere, y se discutió seriamente si una figura de minué era de una manera o de otra. Margarita Olano, la más decidida de las muchachas, dijo a los señores respetables si no tendrían reparo en ir a hablar al gabinete mientras ellos pasaban al salón.

—No tenemos ningún reparo —respondió el párroco don Luis Arvizu—, y tampoco creo que tengan ustedes inconveniente en que algunos aficionados nos quedemos aquí a ver las figuras del baile.

—Entonces estamos de acuerdo, señor vicario.

Se hizo el cambio. Pedro Zabaleta se puso en el clave y tocó unas veces solo y otras a cuatro manos con el organista don Miguel Aristizábal, de quien se había hecho un gran amigo.

Como el tiempo estaba lluvioso y fresco, se pensó que se estaría mejor allí que en la plaza, donde había tamboril. Al anochecer se encendieron las velas de la araña del techo y las de los candelabros dorados de la chimenea.

Se bailaron varios minués y uno de ellos de Haydn que pareció admirable y del que dijo con entusiasmo don Luis Arvizu que era fresco como una rosa y cristalino como el agua más pura. El minué, que lo tocó el organista Aristizábal y que lo bailaron las parejas muy bien, produjo en todos gran entusiasmo.

Se suspendió el baile y la música y se tomó un refresco. Las señoritas sirvieron chocolate con bizcochos a los invitados, dulce y agua con azucarillo, y después los jóvenes, entre ellos Adrián, Zabaleta y Gastón de Olano, ofrecieron a las muchachas pasteles de crema y de fresa que habían comprado en la confitería.

La mayoría creyó que todavía debía seguir la fiesta. Se cenó ligeramente. Adrián apareció con la guitarra y Soledad Ponce cantó los boleros y seguidillas de moda y después Dolores Emparan alguna canción popular en vascuence, que entusiasmó a todo el mundo.

El señor Ponce de León tomó la mano de Dolores y la de su hija y las obligó a salir al medio del salón a recibir los aplausos del respetable público.

Se prolongó la velada un poco más de lo acostumbrado y la mayoría de los asistentes salió complacida, excepto algunos envidiosos, que creyeron tener motivo de queja y de protesta.