EXCURSIONES
UNA vez, un profesor de Historia del Seminario le propuso a Adrián para las vacaciones de Navidad un estudio histórico de la batalla de Beotívar, encuentro un poco fortuito y afortunado para los guipuzcoanos, en el que vencieron a los navarros y a los franceses en los montes de Belaúnza de la cordillera de Uzturre. Adrián dibujó un croquis del terreno en que se desarrolló esta batalla, que fue algo como un Roncesvalles regional, y de la zona en que se verificó, desde la parte de Lecumberri y de Gorriti hasta Tolosa. Describió el curso del arroyo de Berástegui, formado por las fuentes del monte Uzturre, y los de Leaburu y de Gaztelu y el carácter de los pueblos de Elduayen, Eldúa, Berrobi, Ibarra, etc.
El campo de la batalla de Beotívar es una calzada bastante estrecha dominada por las alturas que la limitan.
La longitud del camino, desde la entrada, por Berrobi, hasta la salida, por Belaúnza, será de tres cuartos de legua y la anchura de unos mil pies. Por el fondo corre el arroyo y el sendero. El sitio, evidentemente, es muy a propósito para una emboscada, porque tiene la entrada y la salida excesivamente angostas.
No le ocurre a este paso, hundido y estrecho, como al de Roncesvalles, que es alto y ancho, donde no se comprende la sorpresa ni la emboscada.
El bachiller Zaldivia es el que habla con más extensión de este encuentro entre guipuzcoanos con franceses y navarros. Asegura que Beotívar quiere decir valle de yeguas, que en la lucha ocurrida allí mataron a un jefe navarro llamado Martín de Oibar, seguramente Aybar, y que quedaron como recuerdo de esta muerte dos dichos en vascuence: Beotivar, Beotivar, hic daucat Martin de Oibar (Beotívar, Beotívar, ahí tienes a Martín de Oibar), y el otro refrán que decía:
Arreosi bai arreosi
Martin de Oibar
Erre eta egosi
La traducción de estas palabras rimadas no parece fácil, pero Adrián supuso que podría ser una frase mixta de francés y vasco: Arrét ici, arrét ici (detente aquí, detente aquí) Martín de Oibar asado y cocido.
También quedó otro cantar que decía:
Milla urte igaro ta
Ura bere bidean
Guipuzkoarrok sartu dira
Gazteluko etxean
Nafarrokin hartu dira
Beotibarren pelean
Lope de Isasti traduce el cantar diciendo: ‘Al cabo de los años mil, vuelve el agua a su cubil. Así los guipuzcoanos han vuelto a ser castellanos y se han topado en Beotivar con los navarros’.
Después, en las vacaciones de verano, e inspirado por su tío, Adrián estuvo en los montes próximos y luego en otros más lejanos, como el Aralar y el pico de Anie, que es el último de los vascos hacia el Este, en la cadena de los Pirineos.
Desde Lescun, en el valle de Aspe, escribió una carta a don Fermín Esteban:
El pico de Anie —le decía—, Ahuñemendi o monte del Cabrito, es como el centinela al Este del país vasco. Está colocado dentro de Francia en el límite del Bearn. Es monte de aire ruinoso, un conglomerado de rocas blanquecinas que forma contraste con el sombrío verdor del bosque próximo de Isseaux. Este se halla formado por abetos negros que, como gigantes, parecen defenderle de las tempestades del océano.
El pico de Anie domina la aldea de Lescun.
He podido comprobar —añadía— que hay dos tradiciones sobre ese monte. Una, probablemente la más antigua, supone que en la cumbre hay una divinidad maléfica y siniestra. Esta divinidad es muy celosa, y cuando la irritan envía tempestades violentas que suelen asolar el país. La otra leyenda, probablemente más moderna, afirma que hay en la cima de la montaña un hada benéfica llamada Maithagarri, que posee en la cumbre un palacio y un jardín encantados. Este hada tiene amores con el bello pastor Luzaide.
Según el médico de la aldea de Lescum, con quien he hablado, esta segunda leyenda debe ser moderna, es fade y está inventada quizá con el objeto de quitar el aire sombrío y siniestro del antiguo genio maléfico de la montaña. Para el médico, el espíritu auténtico que domina la cumbre del Anie es Jaun Gorri, o el ‘señor rojo’; es decir, el diablo, con su servidor el macho cabrío.
Ningún habitante del valle de Aspe se atreve a subir a ese pico, y si algún extranjero lo pretende se expone a que la gente del pueblo lo apedree.
Hay por toda esta comarca muchas supersticiones, tantas como entre nosotros; algunas deben ser antiquísimas, otras más modernas. La mayoría están como agazapadas y tapadas por la malicia de los aldeanos.
Estos dicen con fingida candidez: ‘Aquí no creemos locuras’. Y unos días después algún pastor nos dice que no hace mucho ha visto en un rincón del bosque, por la noche, a la luz, de las antorchas, hombres bailando al son de un silbo y de un tambor delante de un hombre vestido de rojo y sentado en un trono.
Anda ahora por aquí un naturalista francés llamado Palassou, que ha publicado un estudio mineralógico de los Pirineos. Hay también otros curiosos que parece que quieren descubrir la geografía y la historia de estas regiones. Yo creí que estos montes, conocidos desde tan antiguo, estarían muy bien explorados, pero no hay tal. Sobre los nombres de las montañas, hay divergencias: unos, los vasquistas, tienen la tendencia de buscar sus etimologías en el vascuence; otros, de gustos clásicos, en el latín y en el griego.
Respecto al valle de Aspe, en donde estoy ahora, los latinistas dicen que este valle se llamaba Aspaluca en tiempo de los romanos, pero Aspaluca no quiere decir nada. En cambio, los vasquistas creen que el nombre es vasco, Aspe, o sea, debajo de la montaña, y aquí hay una peña grande encima, como hay otra en el Aspe que está cerca de Urquiola. La cabeza del valle se llama Iluro, hoy Olorón, y este nombre me dicen que no sólo es vasco, sino que designa una antigua divinidad del país. Hay próximamente otro valle, el de Barousse, que debe ser vasco, Barotz (‘el fondo’) o Ibar-otz (‘río frío’), y que, por lo que he visto, en latín se llamaba Barossa.
No sé lo que opinará de todo esto el amigo de usted, don Pedro Pablo de Astarloa.
Después de esta excursión, Adrián estuvo en la Peña de Amboto, que le atraía por las consejas que se contaban de ella y de su dama misteriosa, Mari, que se convertía en meteoro de fuego. Subió también al monte Aitzgorri, desde cuya cima se extiende la vista por Castilla y las provincias vascas, y desde donde, según algunos fantásticos, se divisa al mismo tiempo el Mediterráneo y el Atlántico.
También Adrián estuvo en Murumendi. Aquí le hablaron de la dama de este monte, hermana de la Amboto, que vivía en una cueva y a quien llamaban Zuria ‘la blanca’.
Al recorrer aquellos barrancos con curiosidad, se encontró una vez en un descampado con una partida de gitanos que se le acercaron a pedirle limosna. En vez de darla, lo que hubiera sido lo más juicioso, les contestó de una manera desdeñosa y estuvo a punto de que le pegaran un palo o una puñalada. Afortunadamente para él, y cuando estaba asustado y temiendo las consecuencias de su desdén, apareció un grupo de pastores que andaban buscando sus ganados y se unió a ellos y salió bien del tropiezo.
En una de esas excursiones, y habiéndole cogido un gran chubasco, se refugió en la choza de unos leñadores, donde oyó contar una leyenda sobre el puente de una aldea construido por los gentiles en veinticuatro horas, y al cual le faltaba una piedra.
Adrián escribió esta leyenda y se la envió a Dolores.
El señor de Jaureguizar, dueño de una antigua torre y de una aldea agrupada a su alrededor, vivía en sus dominios. Un riachuelo rodeaba el poblado y en invierno este riachuelo crecía de tal modo que, convertido en un torrente, invadía el valle y dejaba la torre y la aldea transformadas en una isla.
Varias veces aquel señor, con sus criados y deudos, ayudados de canteros de otros pueblos, en tiempo de sequía intentaba construir un puente y canalizar el arroyo; pero fuera que el terreno de las orillas estuviese poco firme o que los trabajadores no supiesen tallar las piedras bien o hacer el cemento que las uniera, el caso era que el puente, en la primera riada impetuosa del arroyo, se desmoronaba y se venía abajo.
El señor tenía varios hijos varones y la última era una muchacha muy guapa y florida.
Un día, en las proximidades de la noche, se presentó en la torre una familia de gentiles formada por el padre, la madre y varios hijos, altos, robustos, de pelo largo y rubio. Aquellos gentiles eran tan grandes y tan fuertes que tiraban piedras como hogazas a grandes distancias.
—¿Quiénes sois? —les preguntó el señor de la torre al verlos.
—Somos gentiles —contestó el más viejo de todos, que sin duda era el padre.
—¿Paganos?
—Sí.
—¿Y qué queréis?
—Venimos de paso y queremos trabajar.
—¿Y qué trabajo hacéis?
—Construimos puentes; es nuestro oficio.
—¿Qué queréis por hacer un puente sobre ese río que pasa por delante de mi torre?
El hombre viejo habló con su mujer y con su hijo mayor, y luego preguntó:
—¿Quién es la mujer más hermosa de la aldea?
—Mi hija —contestó el señor.
—¿Cómo se llama?
—Izarra, es decir, ‘Estrella’.
—Muy bien. Si nos das tu hija Izarra para que se case con nuestro hijo, te haremos un puente en veinticuatro horas.
El señor quedó indeciso y apurado.
—¿De verdad lo podríais hacer en un día?
—De verdad. Empezaremos a trabajar a la medianoche, y para mañana, antes de esa hora, estará concluido.
—¿Cómo sabréis mañana con exactitud cuándo será la medianoche? —preguntó el señor de la torre.
—Los gallos lo avisarán. Cuando canten los gallos el puente estará ya hecho. Si cantan antes y no hemos terminado la obra no tienes que cumplir tu compromiso.
—Bueno. Está bien, acepto.
El señor pensó que no podrían hacer todo el puente en un día tan solo, y que si dejaban la obra a medias él la aprovecharía y la terminaría.
A media noche se colocaron los gentiles en fila desde una cantera próxima al río y comenzaron a trabajar. Hacía una hermosa luna. Se veía a los obreros gigantescos ir pasándose las piedras de mano en mano y al padre y al hijo mayor que después las tallaban a martillazos. A mediodía estaban puestos los pilares y se comenzaba el arco del puente.
El señor de la torre, que era un ventajista, se asustó, llamó al novio de su hija Izarra y le contó el compromiso que había contraído con los gentiles. El novio pensó que lo mejor era escaparse con su prometida, pero pudo notar al explorar el terreno que todos los caminos estaban vigilados por personas, sin duda de la familia de los misteriosos trabajadores.
Los gentiles iban a terminar el puente. Se acercaban las doce de la noche. El novio, decidido, entró en el gallinero con una luz y la puso delante de los gallos, hasta que éstos se despertaron; luego hizo con los brazos un ruido como de ave que aletea y comenzó a cacarear como las gallinas. De pronto, uno de los gallos lanzó al aire un cacareo estridente y después le siguieron los demás.
Al momento, los gentiles, cumplidores de su palabra, tiraron los martillos y dejaron la obra sin terminar y desaparecieron. Faltaba una piedra en el puente.
—¿Y la hija del señor de Jaureguizar se casó con su novio?
—No —contestó el leñador que contaba la historia y era un tanto humorista—, porque dicen que Izarra había visto desde la ventana al cantero rubio y gentil, y al verle tan alto, tan fuerte y tan gallardo, quedó prendada de él y no quiso casarse con su antiguo novio, que le parecía raquítico y sólo con talento para cacarear como las gallinas.