LOS FILARMÓNICOS
DON Miguel era hijo de un alpargatero del pueblo. De chico tuvo muy bonita voz y el antiguo organista que le precedió le enseñó música y a cantar en el coro. Luego, viendo que el muchacho tenía condiciones y cierta inspiración, aconsejó a la familia que le hicieran cura y que siguiera estudiando música.
El joven Aristizábal era hombre inteligente y de memoria feliz. En el Seminario fue muy considerado y atendido. Cuando se ordenó, le consiguieron una beca para que siguiera sus estudios de armonía en Madrid y en Roma; después fue a París. En Madrid visitó con frecuencia la casa de don Pedro Olavide y en ella conoció al maestro Boccherini, que, a pesar de tener una reputación universal de músico, vivía en la miseria.
Después, en París trató a otro compositor italiano llamado con un apellido parecido, a Cherubini, que era entonces joven, que dirigía un teatro de ópera en la feria de Saint-Germain y que se caracterizaba por tener un genio insoportable.
Como don Miguel era, por el contrario, un hombre cándido y sencillo, pudo ser amigo del compositor italiano, a quien admiraba fervorosamente. Don Miguel iba casi todas las noches al teatro a extasiarse con las melodías de las óperas de Paesiello, Cimarosa, Pergolese, Mozart y otras del mismo Cherubini.
Había seguido antes con gran interés la lucha musical entre Glück y Piccini, más entusiasta de la producción del primero que de la del segundo, aunque muchos le habían asegurado que, como persona, el italiano tenía un carácter más noble que su rival germánico.
Sus conocimientos y amistades, en vez de animar a don Miguel a escribir música, le intimidaron.
Nunca se atrevió a lanzarse francamente a emprender algo serio. Quizá contribuyó a su timidez su vida de cura pobre, su salud un tanto precaria y los primeros años en una casa humilde y de gente trabajadora.
Don Miguel Aristizábal volvió a Azcoitia en las proximidades de los treinta años, cuando vacó la plaza de organista, y se instaló con su madre en la casita que le correspondía por su cargo, cerca de la parroquia de la Ascensión.
Aristizábal, durante las vacaciones, cuando volvían las niñas de Emparan del colegio, les daba lecciones de música, de solfeo y de piano. Luego les enseñó arias de óperas famosas en el tiempo. María cantaba divinamente el aria de Orfeo, que en italiano comienza: «Que faro senza Euridice»
Aunque a ella le gustaba más cantarla en francés:
J’ai perdu mon Eurydice
Ríen’ egale mon malheur
También el organista le había enseñado la canción del Matrimonio Secreto de Cimarosa:
Prie che spunti in ciel l’aurora
Cheti, cheti a lento passo
Y el aire de la Locanda de Paesiello.
A Dolores le gustaban más las canciones populares, y una de las que cantaba con preferencia era la de la Galantería, de Lully:
Soyez fidele
Le soin d’un amant
Près d’une Belle
Trouve aisément
Un heureux moment
Don Miguel Aristizábal, que había enseñado también música a Gastón de Olano, quería que el chico estudiase con más afición, pero el muchacho era perezoso.
—Es lástima —decía.
—¿Pero usted cree que Gastón tiene muchas condiciones para la música? —le preguntaban.
—Sí, tiene, pero es muy vago…, y es lástima…, porque allí, en Italia, en los pueblos del Norte, hay unas tablas pintadas… en las iglesias… con la gloria… y hay serafines que tocan la viola, la viola da gamba, como Gastón.
Don Luis Arvizu tenía discusiones con don Ignacio Emparan y con el organista sobre el arte clásico y el popular. El párroco era partidario de lo clásico y de lo culto. Le gustaban las tragedias de Voltaire, cuyo nombre sólo hacía que se estremecieran de espanto el dueño de la casa y el padre Larramendi, que, naturalmente, ninguno de los dos las habían leído. También Arvizu era partidario de las comedias de Moratín, de las que hablaba muy a menudo y con gran entusiasmo.
Le gustaban igualmente los versos dulzones de Metastasio. Adrián, que a veces discutía con el señor vicario, aseguraba que los versos de Metastasio eran demasiado acaramelados. Afirmaba que la poesía de este autor era sosa y que sólo podía aceptarse alguna canzonetta del autor italiano, como aquella famosa en el tiempo que la escribió para su amigo el célebre tenor Farinelli: Ecco quell fiero instante.
Adrián, que tenía buena memoria, recordaba que un crítico francés había dicho, refiriéndose a los héroes y a las heroínas del poeta italiano, de una manera muy quintaesenciada, que llegaban à pousser la delicatesse jusqu’a la mignardise.
Otro de los comensales que solía ir a las reuniones de la casa de Emparan era un primo de doña Petra. El tío José Javier, como le llamaban María y Dolores, creía que cantaba bien y que recitaba con igual perfección los versos de Moratín y de Jovellanos, y era verdad.
José Javier de Zabala, hombre ya viejo, soltero, amable y servicial, había aprendido solo y sin maestro el latín, el francés y la música. Escuchaba a las gentes inteligentes, como al párroco Arvizu, con gran interés.
Era muy estudioso, capaz de estarse quince días seguidos sin salir de su cuarto, desentrañando una cuestión difícil que le atraía por el momento, aunque luego no le interesara, la dejase y no se volviera más a acordar de ella. Tenía una buena biblioteca y buscaba la manera de ampliarla.
José Javier era un epicúreo y consideraba que se debía huir sistemáticamente de todo lo que fuera bajo, rencoroso y sombrío. Este constituía el punto principal y el más noble de su carácter.
Amigo de José Javier y pegado a él como una sombra, aparecía un hombre pálido, fofo, tímido y sonriente, que podía tener cincuenta años, pero que no llegaba más que a treinta y cinco. Este hombre, don Valentín Alegría, era rico. Su padre, en América, había ganado mucho dinero, y el hijo era un pobre diablo que se confundía y se turbaba ante dos o tres personas.
Este buen señor tenía afición por la Genealogía, la Heráldica y la Mecánica. Sabía cuál era el escudo auténtico de esta familia o de la otra y si podía usar en él un castillo, una caldera, un lobo o una porra, y al mismo tiempo arreglaba un reloj o la máquina de un asador.
El señor Alegría pasaba el tiempo en su casa trabajando en su archivo y en su taller.
El párroco Arvizu y Zabala eran sus mejores amigos.
El párroco decía de Alegría que era un Vaucauson, el mecánico por entonces más célebre del mundo.
Alegría construía muñecos que tocaban la guitarra y la flauta, patos que andaban, gimnastas que daban saltos, etc.
Él fue el que arregló el reloj de porcelana de Sèvres de casa de Emparan que tocaba una gavota y que admiraba al relojero del pueblo.